La metáfora de la diferencia

por Guadalupe Álvarez

 

En la única clase del Seminario Los Nombres del Padre, del 20 de noviembre de 1963, Lacan menciona al inicio: “no me será posible hacerles entender el porqué de este plural”[1].  Pero da unas pistas: indica una serie de clases anteriores, donde retomará la elaboración de su discurso sobre la función del Nombre del Padre, la metáfora paterna y el nombre propio.

 

En la clase del 15 de enero de 1958, durante su Seminario Las formaciones del inconsciente, Lacan afirma que “es en el nivel del Otro donde conviene abordar la función del Nombre del Padre”[2].

 

La función fundamental del Nombre del Padre es la de la mediación entre el sujeto y el Deseo de la Madre, el Deseo del Otro.  Por eso la metáfora, al producir una nueva significación para el sujeto, no es una entrega sacrificial a la Demanda del Otro.  Es una herramienta, para practicar la estructura, para sustituir A mayúscula por a minúscula. La gran diferencia, la que instala el Significante, por medio de una metáfora, alumbra la pequeña diferencia, una letra: el objeto a.

 

Es entonces una cuestión de diferencia. Y para empezar voy a apoyar mi comentario en la conferencia de Lévi-Strauss Raza e Historia[3].  Él se pregunta qué hacer con el prejuicio racista. Y lo primero que afirma es que se impone la pregunta -que es necesario responder- sobre la diversidad de las culturas.  No se puede resolver el racismo negándolo.  Es necesario dar cuenta de las diferencias, es el único camino que no conduce ni a la segregación y ni al exterminio.

 

Avanza una respuesta: ¿será que las sociedades humanas se definen por cierto grado óptimo de diversidad, mas allá del cual no sabrían ir, pero que tampoco pueden abandonar sin peligro?

 

Nos recuerda que la noción de diversidad no debe concebirse de una manera estática, como un muestreo inerte o un catálogo en desuso. La diversidad de las culturas humanas no está en función de su aislamiento, sino más bien en función de las relaciones entre ellas, que producen lazos y articulaciones nuevas.

 

Pero nos advierte que la diferencia, más bien se ha tomado por los hombres como motivo de escándalo, y no como un fenómeno resultante de los intercambios directos o indirectos. Entre el repudio a la diferencia y el relativismo cultural que segrega una homogénea masa globalizada, ambos argumentos destinados a destruir las diferencias, estamos entre la espada y la pared, un camino sin salida.

 

Es la misma situación que plantea Barbara Cassin, en su libro Elogio de la traducción[4]. Postulando la traducción como gesto político -la traducción es a las lenguas lo que la política es a los hombres- nos advierte: ni la pared del todo-al-inglés, el globish -neologismo que condensa global y english-, ni la espada de los nacionalismos ontológicos. Porque el globish, no es la lengua inglesa, una lengua entre otras.  Es el deseperanto contemporáneo[5], que no tiene autores ni obras, que tiene para ofrecer palabras claves que obturan la inteligencia, la lectura. Y del otro lado, el nacionalismo ontológico, blandiendo su miserable metáfora: la barbarie en el lugar de la diferencia.

 

Se afirma en un postulado para desplegar su explicación: hay lenguas. Nos dice: nunca me encontré con el lenguaje, solo me encontré con lenguas.

“Una lengua difiere de otras y se singulariza por sus equívocos, la diversidad de las lenguas se deja aprehender por esos síntomas que son las homonimias semánticas y sintácticas.  Esos desarreglos, esas confusiones, esas auras de sentido que dificultan la traducción, y que llamo intraducibles (no lo que no se traduce, sino lo que no cesa de no traducirse) son las huellas dactilares de las lenguas”[6]. Y se pregunta: ¿Mal radical o condición de la diversidad?

 

Para terminar: una caligrafía nueva, escritura hablante.

 

François Cheng, en su libro El diálogo relata las implicancias de una transformación: él, cuya lengua materna es la lengua china, se propone escribir poesía en lengua francesa.

 

Retomo sus palabras, porque él lo explica mejor que nadie:

 

               “Sumergiéndome totalmente en el francés, me vi obligado a arrancarme lo que constituía mi pasado y llevar a cabo el enorme salto que supone el paso de una escritura ideográfica a una escritura fonética. Este desgarramiento y esta distancia no sólo no hicieron que me perdiese en el camino, sino que me permitieron volver a arraigarme […], ya que, mediante aquella nueva lengua, llevé a cabo el acto de nombrar de nuevo las cosas, comprendida mi propia experiencia. […] Habitado ahora por otra lengua, sin que cese en él el diálogo interno, el hombre en el que cohabitan las aguas subterráneas mezcladas vive el privilegio de ser constantemente él mismo y otro distinto.” [7]

 

Escribe esta experiencia con una caligrafía nueva:

 

 

“Se trata de dos caracteres que significan respectivamente

 

el chino:

y el francés:

pero combinados en una única figura. Esta combinación ha sido posible gracias a que, por un feliz azar, los dos caracteres tienen la misma clave, a saber, la del agua, formada por tres puntos superpuestos que se encuentran en la parte izquierda de cada carácter:

 

 

¿Por qué la clave del agua? El carácter que designa el chino y que se pronuncia han era en su origen el nombre de un río.  En cuanto al carácter que se pronuncia fa y que se ha elegido para designar el francés, significa la ley; porque a juicio de los antiguos, un agua viva que fluye encarna la ley de la vida. En la caligrafía en cuestión, observamos que los dos caracteres chino-francés superpuestos comparten la misma clave. Unidos de ese modo, simbolizan –escriben– perfectamente el hombre de aguas subterráneas mezcladas.  […] en la parte izquierda, los tres puntos en estructura constelada; a la derecha, arriba, dos líneas oblicuas entrecruzadas, y abajo, los trazos horizontales en verticales entrelazadas. El conjunto forma una figura –escritura– hablante, cuyo punto final, abajo a la derecha, parece prolongar el eco.”[8]

 

Esta metáfora, ha sido posible -como resalta Cheng- gracias a un feliz azar: los dos caracteres -el de chino y el de francés- comparten la misma clave, la de agua.

En la última frase de La metáfora del sujeto, Lacan resalta que:

 

“el único enunciado absoluto fue dicho por quien tenía derecho;

 a saber: que ningún golpe de dados del significante

abolirá allí jamás el azar,

 por la razón, añadiremos por nuestra parte,

de que ningún azar existe sino en una determinación de lenguaje,

y esto, sea cual sea en el aspecto en el que se lo conjugue,

 de automatismo o de encuentro”.[9]

 

 

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[1] Lacan, J. Introducción a los Nombres del Padre. Ed. Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 68.

[2] Lacan, J. El Seminario. Las formaciones del Inconsciente. Ed. Paidós. Buenos Aires, 2007, p. 183.

[3] En el año 1971, Levi-Strauss fue invitado por la UNESCO a hablar en una conferencia realizada en el marco del Año Internacional de Acción contra el Racismo y la Discriminación Racial. El texto de la conferencia se encuentra disponible en: https://www.academia.edu/6958966/Claude_Lévi_Strauss_RAZA_E_HISTORIA

También conviene agregar como referencia importante para quienes se interesen en este debate, el artículo Raza, historia y cultura, que nuestro autor escribiera en 1996 para la revista El correo editada por UNESCO y disponible en:

https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000124766_spa

 

[4] Cassin, B. Elogio de la traducción, Ed. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2019.

[5] Juego de palabras entre “esperanto”, el pretendido lenguaje universal, y desesperado: sin esperanzas.

[6] Cassin, B. Elogio…, p. 21.

[7] Cheng, F. El diálogo. Ed. PRE -TEXTOS, Valencia, 2013, p. 78

[9] Lacan, J. La metáfora del sujeto en Escritos 2. Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2002, p. 870.