Estética
Una hipótesis abarcada nos da ojos de lince para todo aquello que la conforma y nos hace ciegos a todo aquello que la contradice. Schopenhauer
La estética de Schopenhauer está basada:
- a) en las objetivaciones trascendentes de la voluntad de vivir.
- b) en el intelecto, completamente diferenciado de la voluntad (el puro sujeto del conocimiento, libre de la voluntad)
- c) en la división de la naturaleza en fuerzas físicas y géneros.
Y ya con ello se explica ampliamente que sea deficiente. En adelante hemos de ver que él muy a menudo olvida esta fundamentación y se sitúa sobre bases reales, donde la mayor parte de las veces reconoce aquello que es correcto. Por encima de todo elogio, emocionando a todo amante de la naturaleza y del arte, se hallan sus caracterizaciones del goce estético, que a viva voz comunican que a menudo él ha experimentado sobre sí y de modo completo el avasallante poder de lo bello y que ha sido un espíritu sumamente agraciado.
Las ya conocidas objetivaciones de la voluntad de vivir una, en la estética de Schopenhauer, toman el nombre de ideas, y, de hecho, puede tratarse de las ideas de Platón, que más adelante hemos de investigar. En el mundo como voluntad sostiene:
Los grados de la objetivación de la voluntad no son otra cosa más que las ideas de Platón. (El mundo como voluntad y representación I, 154).
Gracias a la crítica de las objetivaciones podría considerarme empalagado de la doctrina de las ideas; sin embargo, no pretendo abandonarla puesto que en su estética Schopenhauer ha precisado introducirse en la naturaleza de la objetivación aún más profundamente de lo que lo hace en su física. Dice:
La idea platónica es necesariamente un objeto, algo que es conocido, una representación, pero tanto precisamente como así también no obstante porque es distinta de la cosa en sí. Simplemente se ha quitado de encima las formas subordinadas del fenómeno, a todas las cuales las comprendemos por medio del principio de fundamentación, o, más bien, aún no ha sido introducida en ellas, pero ha conservado la forma primera y más general, la de la representación en general, la de ser objeto para un sujeto. Las que están subordinadas a estas formas (cuya expresión más general es el principio de fundamentación) son aquellas que multiplican la idea en individuos particulares y perecederos, cuyo caso, en relación a la idea, es completamente indiferente. (El mundo como voluntad y representación I, 206).
¿Cuál es esta primera forma del fenómeno, la de la representación en general, la del ser objeto para un sujeto? ¿En verdad Schopenhauer pensó algo sobre ello? ¿O tenemos ante nosotros una frase completamente carente de sentido, una atrevida superposición de palabras? Así es de hecho:
Pues allí mismo donde fallan los conceptos, Se sitúa una palabra en el momento justo. Goethe
Solamente hay cosas en sí reales; éstas se convierten en objetos cuando son introducidas en el sujeto a través de las formas. Esa reflexión suya en un sujeto es su ser objeto para un sujeto: simplemente no es posible pretender separar el ser objeto de las formas subjetivas del espacio, del tiempo y de la materia. Aún si lo intento con el pensamiento, no arribaré a ningún otro resultado distinto a que yo, en cuanto individuo, no soy idéntico al objeto, o, dicho con otras palabras, reconozco sencillamente que existen cosas en sí independientes del sujeto.
Entonces ser objeto para un sujeto no quiere decir otra cosa más que ser introducido en las formas de un sujeto, y ser objeto para un sujeto sin las formas subordinadas del fenómeno es algo carente de sentido. Quod erat demonstrandum.
Hemos de oír ahora cómo Schopenhauer explica el ser objeto para un sujeto por medio de ejemplos:
Cuando las nubes se desplazan, las figuras que forman no son esenciales para ellas, son indiferentes; pero que ellas, en cuanto que son una masa elástica de vapor, son comprimidas, desplazadas, expandidas, desgarradas por el resoplar del viento: ésta es su naturaleza, es la esencia de las fuerzas que en ellas se objetivan, es la idea: únicamente para el observador ocasional están las figuras presentes. […]
Para el arroyo que sobre un lecho de piedras fluye cuesta abajo, los remolinos, las olas, las figuras de la espuma que permite ver son indiferentes e inesenciales: que él respete la gravedad, que se comporte como un fluido inelástico, totalmente desplazable, carente de forma y transparente, ésta es su esencia. (El mundo como voluntad y representación I, 214).
Ciertamente estos ejemplos han sido seleccionados de un muy feliz modo, en cuanto que a la esencia de los vapores y de los fluidos no pertenece el poseer una forma determinada. Pero, ¿prueban de algún modo el ser objeto para un sujeto que es puesto en cuestión? ¡Absolutamente no! Únicamente puedo percibir el vapor elástico y el fluido transparente cuando han sido introducidos en las formas del sujeto, es decir, cuando ellos en algún modo son extensos y materiales. Por medio de la simple y escasa conciencia del artista de que él no es la nube ni el arroyo no reconocera nunca jamás la esencia del agua y del vapor. Siempre conoce exclusivamente en formas y reproduce sólo en formas.
Pregunto en general a todo ser humano pensante si alguna cosa puede ser representable para él de algún modo que no sea como objeto, es decir, como algo espacial y material, y pregunto especialmente a todo pintor paisajista, si, por ejemplo para la composición de un roble parte de algo así como la esencia de la idea de roble conocida inespacialmente, prescindiendo de toda materia, efectuada por medio de una donación milagrosa, o si en definitiva de algún modo reproduce intencionalmente las formas y colores del tronco, de las hojas, de las ramas que ha podido percibir. Aún nadie ha comprendido la diferencia en su más íntimo ser que existe entre una haya y un roble, pero esa diferencia, tal como se expresa en lo exterior, es decir, en el espacio y en la materia, es el punto de sustento para la fantasía del artista.
Lo repito: por lo tanto la forma primera y más general de la representación, la de ser objeto para un sujeto, no es otra cosa más que el ser introducido en las formas del sujeto, y no algo separado e independiente de ellas.
Incluso Schopenhauer no logró mantenerse en esta aseveración carente de sustento. Ya el mencionado ejemplo del arroyo concluye con estas palabras:
Ésta es su esencia, ésta, cuando es reconocida por medio de la observación, es la idea.
A las cuales añado la siguiente cita:
El reconocimiento de la idea es necesariamente observacional, y no abstracto. (El mundo como voluntad y representación I, 219).
Las ideas de los hombres están completamente expresadas en las formas observadas. (Ibídem, 260).
Las ideas son esencialmente algo observacional. (Ibídem II, 464).
En todo caso, las ideas platónicas se pueden describir como observaciones normales, que no solamente han de ser válidas para lo formal de las representaciones totales, como es el caso de las observaciones matemáticas, sino que también para lo material de representaciones en efecto completas. (Cuádruple raíz, 127).
Y la cita extraordinariamente característica:
La idea es el punto raigal de todas estas relaciones y, por ello, la más completa y perfecta… Incluso la forma y el color, que en la comprensión observable de la idea son algo inmediato, en sus fundamentos (!) no pertenecen a ella, sino que son el medio de su expresión; puesto que para ella, entendida con precisión (!), el espacio resulta tan ajeno como el tiempo. (El mundo como voluntad y representación II, 415).
¡Aquí no encuentro nada a destacar!
Ahora queremos acompañar a Schopenhauer en este otro nuevo camino secreto que resulta igualmente particular.
La diversidad de los individuos es únicamente representable por medio del espacio y el tiempo, la generación y la corrupción, por medio de la causalidad, en cuyas formas todos nosotros solamente reconocemos las distintas formas del principio de fundamentación, que es el último principio de toda finitud, de toda individuación y es la forma general de la representación tal como se presenta en el conocimiento del hombre. Por el contrario, la idea no ingresa a este principio: por ello a ella no se le atribuye ni la diversidad, ni el cambio. (El mundo como voluntad y representación I, 199).
Cuán refinadamente aquí remite la diversidad y el cambio solamente al tiempo y al espacio, y deja la forma fuera de juego. Además:
El puro sujeto del conocimiento y su correlato, la idea, han surgido de todas aquellas formas del principio de fundamentación: el tiempo, el sitio y el individuo que es conocido no tienen significado alguno para ella. (Ibídem, 211).
¡El sitio, qué refinado! No se dice nada de la forma. Pero es una insignificancia si yo veo a un mismo chino en Hong Kong o en París o en Londres, pues a la idea de un chino, inmaterial y carente de forma, no la puedo divisar ni en Hong Kong ni en cualquier otro lugar en el mundo.
La formación de una idea exige que en la consideración de un objeto efectivamente me abstraiga de su situación en el espacio y en el tiempo, y por lo tanto, de su individualidad. (Parerga II, 449).
En la primera parte de esta cita Schopenhauer precisamente juega con el espacio y el tiempo. La idea, en cuanto que es algo externo, debe ser espacial; la idea, en cuanto que es accesible en lo más profundamente íntimo, solamente puede manifestarse por medio de la sucesión. En ello radica la gran diferencia entre las artes figurativas y la música y la poesía. Se aferra a la posición del espacio y del tiempo, por lo cual solamente puede entrar en cuestión la forma y la sucesión real. -La segunda parte de la cita, por el contrario, es completamente falsa y absurda. La individualidad, a la cual hemos reconocido como algo por completo real, para cuyo conocimiento ya nos han sido dadas las formas subjetivas, ha de depender ahora de la posición en el espacio y en el tiempo. ¡Una lógica imperdonable!
¡Vamos aún un poco más allá!
La idea no se halla solamente separada del tiempo, sino que también del espacio: ya que la idea propiamente (!) no es la forma espacial que se presenta ante mí, sino que es la expresión, el mero significado, su más íntima esencia que se revela ante mí y me interpela, y puede ser por completo una misma cosa aún dada la mayor diferencia en las relaciones espaciales de la forma. (El mundo como voluntad y representación I, 247).
En esta cita se refleja un pensamiento confuso. Como ya he dicho, lo externo de la idea debe ser diferenciado de lo interno de la misma. La voluntad individual, la idea, ingresa en las formas del entendimiento del espacio y de la materia, y se convierte en objeto. Tomemos como ejemplo a un hombre, así ahora tenemos ante nosotros un objeto de una forma determinada, de un determinado color de piel, cabellos y ojos -dicho en pocas palabras: tenemos su exterior. En ese exterior se manifiesta de un modo determinado la esencia interna del hombre. Se revela en la forma. La forma es su sustrato que no puede ser separado. Figurémonos dos hombres con una misma bondad de corazón, entonces es indistinto si “la diferencia de las relaciones espaciales” es mayor o menor, si uno posee un rostro de luna llena y el otro uno puramente griego. Los rasgos faciales de ambos han de mostrar buena voluntad, en los ojos de ambos ha de reflejarse la suave luz de una bondad amistosa. Pero, ¿puedo entonces desplazar con el pensamiento sus cuerpos y solamente observar la buena voluntad y la bondad de corazón? Siempre son los ojos que brillan, siempre son los rasgos del rostro en los cuales se expresa la buena voluntad.
Pero entonces la pura interioridad es totalmente distinta de esta exterioridad y la manifestación externa de la interioridad. Solamente existe una inmersión del hombre en su interior, es decir, en aquello que es suyo propio. Si el hombre se sumerge en la propia interioridad, entonces, como sabemos, se suspende el entendimiento. No se puede hablar más del ser objeto para un sujeto. Disponemos inmediatamente del núcleo más inmediato de nuestro ser en la autoconciencia. Aquí el hombre comprende inmediatamente la maldad, la locura, la magnanimidad, la valentía, la envidia, la misericordia, etc., las cualidades volitivas, y la alegría, la tristeza, el amor, el odio, la paz interior, etc., los estados de la voluntad. Este camino interior impacta en los poetas y los artistas tonales, y como para ellos, al igual que para todos los hombres, el núcleo de su ser es la voluntad de vivir, entonces, apoyados en sus observaciones objetivas del mundo, disponen de la capacidad de conceder a la voluntad transitoriamente una cualidad individual propia de un carácter diferente al propio y sentir tal estado. Ciertamente el corazón de Shakespeare, al componer Ricardo III, se ha conmovido tan sombríamente como el corazón del malvado en vida, e igualmente ha sentido todo el padecimiento de Desdémona.
Y, sin embargo, el poder del conocimiento observacional es tan grande que poetas geniales y artistas tonales que se han ocupado de la esencia más íntima de la voluntad, que carece de forma, permanentemente se hallan inmersos en figuras y formas. El auténtico poeta dramático visualiza en su héroe, bajo alguna imagen de fantasía, cómo se regocija con el cuerpo entero, o cómo se despedaza ante la fuerza de los golpes del destino, del mismo modo en que los compositores, en una sucesión raramente interrumpida, desplazan sobre sus olas acústicas a grupos de hombres dichosos o dubitativos, a montones de niños inocentes, a figuras de paisajes soleados o conmovidos por la tormenta.
El resultado de esta investigación es que las ideas son tan insostenibles como las objetivaciones. He comprobado la imposibilidad de una forma primera de la representación del ser un objeto para un sujeto, siendo ella de un modo independiente de las formas que resultan posteriores; y he señalado que incluso el mismo Schopenhauer debió reconocer que la idea es esencialmente algo observable. Toda cosa que resulte observable ha sido introducida en las formas subjetivas: es un objeto. Entonces la idea es igual en su significado a la manifestación de la voluntad individual, y por ello las ideas schopenhauerianas y el objeto son conceptos intercambiables.
Puesto que la idea es algo observable, en cuanto tal, apenas puede ser algo útil a los poetas, pero para nada en lo que respecta a los artistas tonales; ya que ambos se ocupan de la voluntad de forma inmediata. Por ello la idea en absoluto resulta suficiente para la fundamentación de la estética desarrollada por Schopenhauer. Incluso yo en lo anteriormente expuesto he hablado de un interior y de un exterior de la idea refiriéndome a mi propia filosofía, ya que para mí la idea porta el mismo significado que la voluntad individual. La idea, comprendida desde lo externo, es el objeto, y comprendida internamente es la voluntad individual.
Antes de dejar atrás las ideas, queremos investigar en forma resumida si Schopenhauer de manera acertada las ha denominado ideas platónicas.
La característica de las ideas en Platón no es la originalidad natural, ya que también los artefactos son ideas, y Platón habla de la idea de silla, de mesa, etc. Tampoco es la observabilidad, puesto que Platón habla de la idea de bien, de justicia, etc. Entonces las ideas son conceptos. Además también son las formas primigenias de todo lo existente, las formas primigenias imperecederas por fuera del tiempo, de las cuales las cosas reales que hay en el mundo son solamente imitaciones deficientes y perecederas. Aquí bien vale ser remarcado que Platón toma por completo esas ideas del desarrollo real. Al espacio lo retira parcialmente (diversidad): a la configuración, a la forma, la deja.
Además Platón aclara de forma expresa que el modelo en el arte no es la idea, sino que es la cosa individual. (De Rep. X).
¿Qué ha hecho entonces Schopenhauer con esta doctrina? Se lamenta por esta última aclaración de Platón y por las ideas de conceptos (ideas de razón). (El mundo como voluntad y representación I, 250).
Muchos de sus ejemplos de ideas y sus explicaciones de las mismas son sencillamente aplicables a conceptos. (Ibídem, 276).
Y se mantiene en las formas primigenias que siempre son y nunca devienen ni perecen. En tanto, no deja estas formas tal cual son, sino que las modela de acuerdo a la necesidad del momento. Platón no las retira por completo del espacio. Solamente les concede cantidad, así como deniega su generación y corrupción, y mantiene su forma. Schopenhauer afirma entonces:
Pero en estas dos determinaciones denegadas está necesariamente contenido como requisito que el tiempo, el espacio y la causalidad para ella carezcan de significación y validez, y que por tanto no estén contemplados en ella. (El mundo como voluntad y representación I, 202).
Esto, en lo que respecta al espacio, es básicamente falso. Se observa claramente que Schopenhauer ha extraído de la doctrina de las ideas de Platón aquello que le servía y a ese poco le ha supuesto un sentido nuevo, de modo que las ideas platónicas de Schopenhauer no son ideas platónicas, y por lo tanto debieran llamarse ideas schopenhauerianas.
Usualmente las ideas platónicas son comprendidas como conceptos, y de todas maneras en Platón no resulta claro, en ninguna de las dos explicaciones que da de ello, cómo se puede subsumir la diversidad en la unidad. Sin embargo esto es únicamente realizable con conceptos, puesto que todo ser individual posee una realidad total y absoluta. La expresión de Schopenhauer:
La idea es aquella unidad que por medio de las formas del tiempo y del espacio de nuestra aprehensión intuitiva se ha desplomado en la multiplicidad, mientras que el concepto es aquella unidad que por medio de la abstracción de nuestra razón se ha recompuesto a partir de la multiplicidad. (El mundo como voluntad y representación I, 277).
no pretende ser otra más que una frase elevada que en un primer instante es resonante, pero que no se mantiene punzante.
Finalmente, llamo la atención acerca de una contradicción. En El mundo como voluntad y representación II, página 414, se puede leer:
En efecto, una idea comprendida de ese modo aún no resulta ser la esencia de la cosa en sí misma, precisamente porque es procedente del conocimiento de meras relaciones; sin embargo, en cuanto que ella se presenta como el resultado de la suma de todas las relaciones, es el carácter propio de la cosa, y por lo tanto, la expresión completa del ser que se presenta en la observación como objeto.
Diez páginas más adelante dice por lo contrario:
Aquello que conocemos de acuerdo a esta forma son las ideas de las cosas: pero de ellas ahora se brota una sabiduría más elevada que aquella que da cuenta de meras relaciones.
¡Qué confusión!
Ahora estamos ante el puro sujeto del conocimiento, desprovisto de voluntad.
Nos resulta conocida la relación en la que Schopenhauer sitúa a la voluntad respecto al intelecto. El intelecto es algo que se ha introducido en la voluntad, que para ella es completamente útil a fin de conservar a “un ser que posee múltiples necesidades”.
El intelecto, ya desde el hogar, es el trabajo amargo que incumbe a un asalariado de la manufactura, a quien su exigente patrón, la voluntad, mantiene ocupado de la mañana hasta la noche. (Parerga II, 72).
Para la voluntad los objetos del mundo poseen por lo tanto un único interés, en cuanto que se encuentran en algún tipo de relación respecto a un carácter determinado.
Pues de allí se reconoce que el conocimiento de los objetos que también es útil a la voluntad en verdad no es otra cosa más que sus relaciones, que se reconoce a los objetos sólo en la medida en que se presentan en ese momento, en ese lugar, bajo esas circunstancias, a partir de esas causas, mostrando tales efectos, dicho en pocas palabras, como cosas individuales. (El mundo como voluntad y representación I, 208).
Este conocimiento es esencialmente deficiente y superficial. Si hemos obtenido de un objeto aquellos aspectos que pueden ser un estímulo o un impedimento para nuestros propósitos personales, dejamos caer entonces todos los otros aspectos: ellos carecen de interés para nosotros.
Entonces, según la regla, el conocimiento permanece siempre sometido al servicio de la voluntad, así como también ha surgido para prestar este servicio, se ha formado a partir de la voluntad tal como la cabeza se desprende del tronco. Entre los animales casi nunca se manifiesta esta utilidad del conocimiento. (Ibídem, 9).
Por otra parte, puede observarse entre los hombres una manifestación tal (permaneciendo siempre en la línea de pensamiento de Schopenhauer), de modo que pueda ser abandonada la forma usual de consideración de las cosas individuales a fin de que el intelecto se eleve hacia el conocimiento de las ideas que se revelan en las cosas individuales.
Si, de ese modo, uno aparta las cosas de sus relaciones y dedica toda la potencia de su espíritu a la observación, se sumerge por completo en ellas y deja que toda su conciencia se colme por medio de la contemplación serena del objeto natural que se presenta, ya sea un paisaje, una roca, un edificio, o lo que sea, de modo que uno, de acuerdo a una forma de decir alemana, plena de sentido, “se pierde totalmente en el objeto”, es decir, que incluso logra olvidar su propia individualidad, su voluntad, y solamente permanece constituido como un sujeto puro, como un claro espejo del objeto; entonces aquello que es reconocido no ha de ser más la cosa individual en cuanto tal, sino que es la idea, la forma eterna, la objetividad inmediata de la voluntad en este nivel: y precisamente por ello, aquello captado en esa observación ya no es más el individuo, puesto que el individuo ya se ha perdido en esa observación, sino que más bien se trata aquí de un sujeto del conocimiento puro, carente de voluntad, libre del dolor y por fuera del tiempo. (El mundo como voluntad y representación I, 210).
A partir de ello resulta claro que en la contemplación estética la voluntad ha sido eliminada por completo de la conciencia y que el intelecto se ha separado completamente de la voluntad para desarrollar una vida autónoma. Schopenhauer expresa esta relación de un modo aún más agudo en la siguiente cita:
La idea encierra sobre sí de un modo similar tanto al objeto como al sujeto, puesto que ellos son su única forma: pero en ella ambos mantienen por completo el equilibrio; y de la misma manera en que el objeto aquí tampoco es otra cosa más que la representación de un sujeto, el sujeto, en la medida en que se vuelca por completo al objeto observado, también se ha vuelto este mismo objeto, de modo que toda la conciencia no es otra cosa más que la imagen más clara de éste. (Ibídem, 211).
Expresado en pocas palabras, es una comunión mística e intelectual.
Desde la perspectiva de mi filosofía, debo descartar el proceso expuesto y solamente puedo considerar correcto el punto de partida que ya Kant había escogido:
El gusto es la disposición a juzgar un objeto, o un tipo de representación dada a través del hecho de caer bien o mal, sin interés alguno. (Crítica de la facultad de juzgar, 52).
La condición de posibilidad de una concepción estética en general es que la voluntad del sujeto cognoscente no se halle en ninguna relación de interés con el objeto, o sea, que aún en el peor de los casos no se posea ningún interés en él, ni entusiasmo, ni temor. Por otro lado, no es necesario que el objeto haya surgido de sus relaciones peculiares. Me mantengo firme en la primera explicación de Schopenhauer ya expuesta en lo anterior y que la segunda excluye por completo, o sea, que la idea, en cuanto que es el resultado de la suma de todas las relaciones, el carácter propio de la cosa. En sus relaciones se revela del modo más claro la esencia de la cosa en sí. Por ejemplo, el carácter de un tigre está de hecho expresado en su forma en reposo, pero sólo de forma parcial. Conozco al animal de un modo mucho más perfecto cuando lo veo en su excitación, o sea, en la lucha contra otros animales, en resumen, en sus relaciones con otras cosas.
En relación al conocer desprovisto de voluntad sólo he de decir lo siguiente. Señalo que el intelecto, de acuerdo a mi filosofía, no es otra cosa más que la función de un órgano, es decir, una parte del movimiento que es esencial a la voluntad. El movimiento total de una cosa es su vida y es el predicado esencial para la voluntad. La voluntad y la vida no pueden ser separadas, ni siquiera en el pensamiento. Donde está la vida está la voluntad, donde está la voluntad está la vida. El movimiento de la voluntad es incondicionalmente incesante. Quiere permanentemente la existencia en su manera individual, pero se desvía del direccionamiento correcto por la influencia de los individuos restantes, y toda trayectoria de vida de una individualidad superior resulta una línea en zigzag. Todo deseo satisfecho engendra un nuevo deseo; y si éste no puede ser satisfecho, entonces de inmediato surge junto a él uno nuevo, que, cuando sea satisfecho, será continuado nuevamente por otro. Así, a todo individuo lo urge un deseo insaciable de existencia, que veloz e incesantemente oscila de forma continuada entre la satisfacción y el deseo, siempre anhelando, viviendo y moviéndose.
Por tanto a lo largo de la vida jamás ingresa en un estado de quietud, pero aún así existe una gran diferencia entre los movimientos, no solamente entre los movimientos de un individuo y otro, sino que también entre los movimientos de un mismo individuo. Así como ningún ser puede anticiparse al transcurso general del mundo, el traspaso de un presente a otro se colma con un deseo de una intensidad de diversos tipos. A veces resulta apasionadamente excitado, a veces es cansino, adormecido, pesado.
En estos últimos estados el movimiento de la voluntad hacia el exterior es casi nulo, y solamente el interno continúa en su marcha permanente. Sin embargo, en esos estados no hay dicha alguna, ya que la voluntad adormecida se ocupa incesantemente de su relación con el mundo exterior, en resumen, nunca se desconecta de sus relaciones con las cosas que poseen algún tipo de interés para ella.
Pero como si se tratase de algo producido por un golpe, cambia la situación y la majestuosa serenidad, la más pura alegría, atraviesa el arco de la voluntad que fluye con calma, cuando el sujeto, habilitado por algún objeto que lo invite a ello, cae en la consideración estética y se hunde de forma completamente desinteresada en la esencia del objeto.
Es el estado carente de dolor al cual Epicuro estima como el mayor bien y como el estado de los dioses, puesto que nos encontramos en todo momento liberados delas despreciables urgencias de la voluntad, celebramos el sabat del cultivo doméstico del querer, la rueda de Ixión se queda quieta.
Tal como Schopenhauer lo afirma maravillosamente en El mundo como voluntad y representación I, página 231. La voluntad no es eliminada de la conciencia; al contrario, su estado sereno producido por el objeto la colma por completo. Tampoco la voluntad descansa: ella en efecto está viva, y por lo tanto se mueve, pero todo movimiento externo se ve impedido y el interno escapa a la conciencia. De este modo, la voluntad cree que reposa por completo, y de este engaño surge su satisfacción inexplicablemente afortunada: se siente tan bien como los dioses.
El intelecto en sí y para sí no puede desarrollar una vida autónoma como pretende Schopenhauer: no siente ni placer ni displacer, sino que por medio de él la voluntad simplemente se vuelve consiente de su estado. Existe únicamente un principio y ese uno es la voluntad individual. La voluntad es todo en la contemplación estética, así como en la mayor ira o en el más apasionado anhelo. La diferencia solamente está dada en el estado.
Ese estado afortunado de la voluntad propio de la relación estética posee dos grados.
El primero es una contemplación pura. El sujeto, que no está consciente de su progresión en el tiempo, considera un objeto que igualmente ha sido separado del desarrollo real. El objeto es para el sujeto y el sujeto por sí mismo, a través de un engaño, se halla fuera del tiempo. Por otra parte, el sujeto no se torna objeto (tal como enseña Schopenhauer), ni el objeto se encuentra libre del espacio y de la materia. La contemplación pura es más a menudo evocadapor la naturaleza. Una mirada en ella y se encontará simplemente campos, bosques y praderas, que elevarán con una tierna nerviosidad al individuo muy por encima de la bochornosa atmósfera de la vida cotidiana. Con un rudo golpe el hombre habrá de olvidar pesadamente sus propósitos personales, pero me atrevo a decir que si se sitúa al hombre más rudo y entusiasta en la costa acantilada de Sorrento, la alegría estética habrá de llegar a él como un dulce sueño.
En segundo lugar la contemplación estética es producida por las obras de la arquitectura, la escultura y la pintura, preferentemente por medio de construcciones monumentales y a través de aquellas imágenes y obras plásticas que en su conjunto pueden ser captadas rápidamente y no producen una excitación intensa. Si las figuras de una imagen o conjunto plástico son numerosas, o se mueven dramáticamente, entonces el sujeto será consciente de su síntesis y por ello se sentirá levemente intranquilo, al punto de que la contemplación pura no podrá ser mantenida por mucho tiempo. Al Zeus de Otricoli, a la Venus de Milo, a las Danaides en el Braccio Nuovo del Vaticano, o a una Sagrada Familia rafaeliana uno puede contemplarlos por largas horas, al Laoconte no.
La voluntad en el estado de la pura contemplación respira tan despacio como un mar planchado y soleado.
En el segundo grado la voluntad es trasladada por medio de un proceso del mundo, o a través del arte, a la vibración correspondiente: es el estado de la empatía, del vibrar a la par de otro. Cuando presenciamos una escena conmovedora en una familia, sin estar afectos inmediatamente a ellos, ésta resulta carente de interés para nosotros, pero también interesante, entonces hemos de empatizar en nuetro interior con los arranques de pasión, con la súplica interior de indulgencia, etc. Del mismo modo actúan la poesía y la música, sin embargo, lo hacen de una manera más pura y uno podría afirmar: en la contemplación el rango destacado corresponde a la naturaleza y en la conmieración estética lo posee el arte.
En este nivel el objeto (las cualidades volitivas y estados, presentados en palabras y tonos) está desprovisto de espacio y materia, pero inserto por completo en el tiempo, y la conmiseración es totalmente una sucesión.
Así debo descartar precisamente ese conocer desprovisto de voluntad, tal como el de la doctrina de las ideas de Schopenhauer. El estado estético, en definitiva, atañe a la voluntad que en ese estado conoce al objeto según su esencia individual.
Mediante ello, además, se soluciona una dificultad que pasa desapercibida ante el refinado espíritu de Schopenhauer, pero que sin embargo no habría podido despejarla.
Pero para toda modificación postulada en el sujeto y en el objeto la condición no es solamente que la potencia del conocimiento se haya desentendido de su utilidad originaria y se haya volcado por completo sobre sí misma, sino también que además permanezca activa con toda su energía, a pesar de que entonces falte esa espuela natural para la actividad, el impulso de la voluntad. (Parerga II, 449).
Agrega a ello: “aquí se halla la dificultad y, en en ella, la rareza del asunto”. Si la voluntad no estuviese implicada, entonces jamás sería posible un conocimiento estético. -A la rareza del asunto he de ponerla en discusión. Una naturaleza más o menos bien provista se hunde fácilmente y a menudo en la contemplación estética.
El tercer achaque de la Estética de Schopenhauer surge de la equívoca división de la naturaleza, cuya reflexión esclarecida es el propósito de todo arte. Como sabemos, él eliminó violentamente todo tipo de efectividad particular de las fuerzas inorgánicas y de esa forma se fabricó una materia objetiva en la cual podrían revelarse las objetivaciones inferiores de la voluntad. En la Estética éstas simplemente cambian de nombre y se llaman entonces ideas inferiores. Habla de la idea de peso, de solidez, de cohesión, de dureza, etc. y no asigna a la arquitectura en cuanto bella arte ningún otro propósito que no sea facilitar la clara observación de alguna de aquellas ideas.
Descarto tanto una cosa como la otra. Mi filosofía solamente conoce la idea del hierro, del mármol, etc. y ciertamente tiene la razón de su lado. En segundo lugar, el material de una construcción no es lo principal, sino que la forma, como a continuación he de explicar.
En los reinos de las plantas y de los animales, según Schopenhauer, las ideas son idénticas al concepto de su género, algo que ya he criticado. De acuerdo a Schopenhauer, únicamente los animales superiores poseen propiedades eminentemente peculiares de los individuos, y “en cierto sentido” son ideas especiales. Por ello todo hombre ha de ser visto como una idea especial.
El carácter de todo hombre, en cuanto que es totalmente individual y no puede ser captado completamente por la especie, puede ser visto como una idea especial y, además, como un acto de objtivación particular de la voluntad. (El mundo como voluntad y representación I, 188).
En los hombres se muestra poderosamente la individualidad: cada uno tiene su propio carácter. (El mundo como voluntad y representación I, 141).
Cuando presentó estos últimos resultados de sus observaciones, su mirada era libre y clara.
Un cuarto achaque esencial de la Estética de Schopenhauer que debe ser remitido no a su física, sino que a su deficiente teoría del conocimiento, es la omitida división de lo bello en:
1) Lo subjetivamente bello
2) La causa de lo bello en la cosa en sí
3) El objeto bello.
A esta diferenciación la he marcado muy agudamente en mi filosofía y estimo que recién por medio de mi remisión de lo subjetivamente bello a combinaciones ideales de nuestro espíritu realizadadas a través de formas y funciones a priori, la estética puede convertirse en una ciencia en el sentido estricto de Kant, estética a la que como es sabido él negó por completo ese carácter. Dice:
Los alemanes son los únicos que hoy se sirven del término estética para designar aquello que otros llaman crítica del gusto. Aquí yace en los fundamentos la fallida esperanza que acertadamente expresó el analista Baumgarten de situar el juicio crítico de lo bello bajo principios de la razón y de elevar las reglas de la misma al nivel de ciencia. Ya sólo ese intento es en vano. Puesto que las mencionadas reglas y criterios, según sus fuentes más prominentes, son meramente empíricos y entonces jamás podrán ser funcionales a determinadas leyes de acuerdo a las cuales pueda orientarse nuestro juicio del gusto. (Crítica de la razón pura, 61).
Schopenhauer solamente reconoce el objeto bello y lo define del siguiente modo:
Cuando decimos que un objeto es bello queremos decir con ello que éste se torna objeto de nuestra consideración estética que se cierra sobre sí misma de dos maneras; por una parte, su visión se nos hace objetiva, es decir, que en la consideración del mismo éste ya no nos resulta consciente como individuos, sino que como sujetos cognoscentes puros desprovistos de voluntad; y por otra parte, en el objeto ya no reconocemos la cosa individual en sí, sino que una idea. (El mundo como voluntad y representación I, 247).
La consecuencia de ello sería que nosotros en nuestra consideración estética debiéramos hallar bellas todas las cosas, puesto que en ellas se revela una idea, y de hecho expresa Schopenhauer:
Puesto que por una parte toda cosa dada es puramente objetiva y puede ser considerada por fuera de toda relación, y que además, por otra parte, en todas las cosas se muestra la voluntad en algún cierto grado de su objetividad, es ella misma por lo tanto la expresión de una idea, y por ello también todas las cosas son bellas. (El mundo como voluntad y representación I, 247).
Además dice:
Pero más bella es una cosa que otra debido a que cada consideración puramente objetiva posibilita diferenciarlas, y además nos vemos forzados a ello cuando las caracterizamos como muy bellas. (Ibídem).
Schopenhauer procedió en esa consideración como Kant lo hizo con la causalidad. Del mismo modo que en ella el encadenamiento de algunos criterios de las relaciones causales llevó a que de hecho todo resultado sea una consecuencia, pero no a que toda consecuencia sea un resultado, para Schopenhauer todo es bello puesto que puede ser considerado estéticamente, siendo que debió decir: lo bello solamente puede ser reconocido en el estado estético del sujeto, pero no todo aquello que sea considerado en ese estado es bello.
Schopenhauer va tan lejos que a todo artefacto le atribuye necesariamente belleza, ya que en su material se expresa una idea que el sujeto puede tornar objetiva, algo que básicamente es falso. Si nos figuramos, por ejemplo, dos objetos de bronce, de distinto peso, de los cuales uno es un cilindro regular y pulido, y el otro también es un cilindro, pero es tosco y está trabajado de manera imprecisa. Según Schopenhauer, ambos expresan las ideas de solidez, cohesión, peso, etc. y pueden tornársenos objetivos, por lo tanto, ambos son bellos, pero es algo que nadie se atrevería a sostener. Aquí solamente son decisivos la forma, el color, la suavidad, etc. y todas estas cosas son, de hecho, lo bello subjetivamente, algo que Schopenhauer no conoce.
A lo bello subjetivamente, que atañe:
1) A la causalidad
2) Al espacio matemático
3) Al tiempo
4) A la materia (a la sustancia)
lo he tratado extensamente en mi obra y me remito a ella. Es lo bello formalmente y su causa a priori imperturbable a partir de donde el sujeto determina qué es bello y qué no. Como en general el sujeto no reconoce nada fuera de sí que no deje una impresión en sus sentidos, algo que entonces no se puede ni adecuar a su formas ni ser pensado, así tampoco puede reconocer como bella cosa alguna en la naturaleza a la cual ya antes no le ha atribuido belleza.
La capacidad del hombre de juzgar de acuerdo a lo formalmente bello es el sentido de la belleza. Todos los hombres lo poseen, del mismo modo que todos poseen facultad de juzgar, que todos poseen razón. Pero del mismo modo en que muchos hombres solamente pueden efectuar conexiones mentales muy acotadas y sus esferas de observación sólo se pueden ampliar muy poco, mientras que algunos otros de inmediato envuelven con su espíritu toda la naturaleza y su contexto, así también el sentido de la belleza en muchos existe solamente como germen, mientras que en otros está completamente desarrollado. El sentido de la belleza que se expresa en leyes puede ser cultivado ya que en todos es innato como germen, y por ello únicamente requiere cuidado y educación. Se debe considerar únicamente a los estetas italianos y franceses que a diario pueden bañar sus espíritus en un mar de belleza y gracia.
A uno particularmente puede gustarle más una costa marina llana, a otro un paisaje andaluz, a un tercero, el Bósforo. Dado que éste es el caso, pensaba Kant, los juicios estéticos poseen en sí muy poca necesidad, al igual que los juicios de gusto. Pero éste es un punto de vista completamente simple. En las cuestiones de la belleza solamente puede haber un juez dotado con un sentido de la belleza muy desarrollado, y debido a que los veredictos de un juez así deben ser pronunciados de acuerdo a las leyes que tienen su fundamento a priori en nosotros, y por ello son obligatorias para todos. Es completamente indiferente si uno u otro protestan contra ello y se amparan en sus personalidades que no logran estar de acuerdo. Recién cuando aquél logre formar su sentido de la belleza podremos concederle derecho a voto.
Si un objeto de la naturaleza comprende todas las conformaciones de lo formalmente bello, es entonces completamente bello. Si, por ejemplo, se examina la Ifigenia de Goethe bajo las condiciones de lo bello subjetivamente que entra en consideración en una poesía, es decir, de lo bello de la causalidad, del tiempo y de la sustancia, ella es completamente inmaculada. O si se mira el Golfo de Nápoles, por ejemplo, desde Camaldoli o San Martino, y se lo examina de acuerdo a lo formalmente bello del espacio y la materia, ¿quién osaría querer cambiar lo más mínimo en los colores, en la línea de la costa, en el aroma de la lejanía, en la forma de los pinos de fondo, o en cualquier otra cosa? El sentido de la belleza del pintor más genial de todos no osaría agregar algo aquí o quitar algo allá.
Las bellas obras naturales y artísticas perfectas son muy, muy raras, pero, por otra parte, muchas se corresponden con uno o dos tipos de lo formalmente bello. Una obra dramática puede corresponderse con todas las leyes de lo subjetivamente bello del espacio y la sustancia, pero fallar por completo en la perspectiva de lo bello de la causalidad.
Schopenhauer había sentido la necesidad de lo bello subjetivamente, pues a su mente refinada no se le escapaban las cosas tan fácilmente, pero en vano intentó llegar al fondo del asunto y se hundió en el misticismo (¡como lamentablemente le ocurrió muy a menudo!). Afirmaba:
¿En qué puede reconocer el artista su (de la naturaleza) obra lograda que ha de imitar y cómo ha de hallarla entre las que no dan la talla si no se anticipa lo bello a la experiencia? Además, ¿la naturaleza ha producido alguna vezun hombre perfectamente bello en todas sus partes?… No es posible tener un conocimiento de la belleza puramente a posteriori y por medio de la simple experiencia: ella siempre es, al menos en parte, a priori, aunque de una forma completamente distinta a la que nos son conscientes a priori las configuraciones del principio de fundamentación. (El mundo como voluntad y representación I, 261).
Todos nosotros podemos reconocer la belleza humana cuando la vemos, pero en los auténticos artistas esto sucede con una claridad tal que la muestran de un modo en que jamás la han visto y en su representación superan a la naturaleza; esto solamente resulta posible ya que aquí la voluntad cuya objetivación adecuada se encuentra en su mayor grado ha de juzgar y descubrir tal como somos nosotros mismos. (Ibídem, 262).
Aquí agrega una explicación totalmente falsa acerca del ideal.
Esa anticipación es el ideal: es la idea en cuanto que ella, al menos a medias, es a priori y, en la medida que ella en cuanto tal se presente a posteriori, por medio de la naturaleza se ajustará como complemento a lo dado y se tornará algo práctico para el arte.
El artista produce lo ideal de otro modo. Él compara los individuos vivientes que son similares entre sí, capta lo característico, descarta lo inesencial y casual y reúne todo lo esencial que ha hallado. Al individuo así formado lo sumerge en lo bello subjetivamente y se eleva de este baño, como la diosa nacida de la espuma, esclarecida y revestida en una belleza ideal.
Los artistas griegos no habrían podido producir sus obras figurativas ideales que en todos los tiempos sirven como modelos, si no hubiesen hallado buenos modelos entre su pueblo, y, por lo tanto, es válido aquello que ha dicho Kant:
Se comporta de una forma muy distinta con aquellas creaciones (ideales) de la potencia de la imaginación, sobre las cuales nadie logra esclarecerse ni puede brindar un concepto comprensible, del mismo modo que ocurre con monogramas que solamente son accesibles a algunos, pero sin estar determinados por reglas dadas, que son más bien comparables con una indicación que oscila en medio de distintas experiencias antes que con una imagen determinada. (Crítica de la razón pura, 442).
La potencia de la imaginación en cierto modo deja que una imagen siga a la otra, y logra, por medio de la congruencia de muchas imágenes de un mismo tipo, obtener una media, que sirva a todas en una medida común… La potencia de la imaginación hace esto mediante un efecto dinámico que se origina a partir de la composición compleja de tales formas ingresada en el órgano del sentido interno. (Crítica de la facultad de juzgar, 80).
Aquí también quiero volcar en palabras la siguiente dificultad. Ya Kant ha señalado acertadamente que un negro necesariamente ha de tener una idea normal de la belleza de la forma distinta de la de un blanco, y el chino una distinta de la del europeo (Crítica de la facultad de juzgar, 80) y Schopenhauer afirma:
La fuente de todo aquello que nos cae bien es la homogeneidad: ya para el sentido de la belleza incuestionablemente resulta lo más bello la propia especie, y dentro de ella, de nuevo, la propia raza. (Parerga II, 492).
Esto se afirma. Pero no prueba nada contrario a lo bello subjetivamente. Si hubiese nacido un Fidias negro en el África, entonces habría producido esculturas que reroduzcan la tipología de los negros, sin embargo, no hubiese podido hacer otra cosa más que, moviéndose dentro de estos límites, esculpir totalmente de acuerdo a las subjetivas leyes de la belleza que son válidas para todos los hombres. Él habría de modelar toda una pantorrilla, la ajustada y potente redondez del vientre, el pecho abovedado, el rostro ovalado, las líneas regulares, y no una pantorrilla plana, ni miembros flacos o hinchados, ni un rostro de luna llena, etc.
Cuán poderosamente en general domina la plástica lo subjetivamente bello del espacio, particularmente la simetría; ello prueba más que todas las otras cosas el hecho de que a ningún artista griego se le haya ocurrido representar a una amazona con un solo pecho, si bien todos los griegos creían (dejo como un asunto abierto si lo hacían con razón o sin ella) que a las amazonas, en vistas de un mejor manejo de las armas, se les mutilaba un pecho. Si uno se imagina una amazonas con un solo pecho, entonces el disfrute estético se verá esencialmente disminuido.
Entonces Schopenhauer se tornó místico cuando pretendió explicar lo subjetivamente bello, que observaba a lo lejos. Es por demás peculiar que no haya arribado a esto mismo, ya que su estética contiene gran cantidad de bellos pensamientos que atañen al asunto y que son muy acertados. He seleccionado los siguientes:
Vemos en el buen estilo de construcción antiguo que todas sus partes, ya sean pilares, columnas, arcos, vigas o puertas, ventanas, escaleras, balcones, etc., alcanzan su propósito de la forma más directa y simple, manifestándose a la luz del día abierta e inocentemente. (El mundo como voluntad y representación II, 472).
La gracia consiste en que todo movimiento y posición sea introducido del modo más sencillo, adecuado y cómodo, y que así sea la expresión pura correspondiente de su intención, o bien ya sea de un acto volitivo, sin añadidos superficiales, cosas que se muestran como contrarias al propósito, manualidades inútiles, sin las carencias de algo que se vea con rigidez troncal. (Ibídem, 264).
La carencia de la unidad de caracteres, la contradicción entre estos mismos, o con la esencia de la humanidad en general, como así también la imposibilidad, o algo muy cercano, la improbabilidad de los sucesos, aún cuando solamente sea para las circunstancias accesorias, se ven muy ofendidas en la poesía, de la misma manera en que ocurre con las figuras desdibujadas, las falsas perspectivas o la iluminación deficiente en la pintura. (Ibídem I, 297).
La belleza humana se expresa a partir de la forma: y ésta únicamente se halla en el espacio, etc. (Ibídem, 263).
El ritmo se encuentra en el tiempo, algo que en el espacio es la simetría. (Ibídem II, 516).
La métrica, o la medida del tiempo, en cuanto que es mero ritmo, posee su esencia únicamente en el tiempo, que es una observación pura a priori, y pertenece entonces, de acuerdo a Kant, simplemente a la sensibilidad pura. (Ibídem, 486).
Tipos especiales de medios de ayuda a la poesía son el ritmo y las rimas. (Ibídem I, 287).
La melodía se compone de dos elementos: uno rítmico y otro armónico. Ambos se encuentran en una relación puramente aritmética, es decir en aquella que tiene al tiempo en sus fundamentos: uno en la duración relativa de los tonos, el otro en la rapidez relativa de sus vibraciones. (Ibídem II, 516).
La fruta que vemos pintada es posible ya que se nos ofrece por medio de la forma y el color como un bello producto natural que es un desarrollo posterior al de la flor. (Ibídem I, 245).
En la pintura adviene además una belleza que parte de sí misma, que es producida por la simple armonía del color, lo agradable de su agrupamiento, la conveniente distribución de luces y sombras y el tono de toda la imagen. Este tipo de belleza doblegada, subordinada a ello exige un estado de conocimiento puro y es en la pintura aquello mismo que la dicción, la métrica y las rimas son en la poesía. (Ibídem II, 480).
En todos los pueblos y en todos los tiempos se observan nombres especiales para el rojo, el verde, el naranja, el azul, el amarillo y el violeta, que son entendidos por todos como los que designan estos mismos colores bien determinados, si bien ellos muy raramente se presentan de forma pura y perfecta: por ello en cierto modo estos han de ser conocidos a priori, de forma análoga a la de las figuras geométricas regulares… Entonces todos han de tener consigo una norma, un ideal, una anticipación epicúrea del color amarillo y de todos los otros, con la cual han de comparar todos los colores reales. (Sobre la visión y los colores, 33).
Con estas acertadísimas citas contrastan las siguientes:
La causalidad es la conformación del principio de fundamentación: por el contrario, el conocimiento de la idea se limita esencialmente al contenido de tal principio. (El mundo como voluntad y representación I, 251).
Para la arquitectura las ideas son los grados naturales inferiores, es decir, el peso, la rigidez, la cohesión son el propio tema, pero no como se ha creído hasta ahora, sencillamente la forma regular, la proporción y la simetría, en cuanto que son cosas geométricas, propiedades del espacio, no son ideas y por lo tanto no pueden ser el tema de una bella arte. (El mundo como voluntad y representación II, 470).
Y nuevamente no ha de resultar raro que Schopenhauer no haya podido definar lo bello subjetivamente. Son una y otra vez esas viejas fallas de su teoría del conocimiento las que se le reprochan y las que lo desviaron por carriles equivocados.
He dicho anteriormente: bello es solamente aquello que se corrresponde con las condiciones formales de lo bello subjetivamente. De ello resulta que a la cosa en sí, independientemente de nuestra percepción, no le podemos atribuir belleza en cuanto tal. Únicamente un objeto puede ser bello, es decir, la voluntad ingresada en las formas subjetivas. Esto no debe ser malinterpretrado y en cierta forma desviado a que sea el sujeto quien por sus propios medios produzca lo bello en el objeto. Por ello el idealismo empírico -este direccionamiento filosófico sumamente absurdo, pero de total importancia y significación para el desarrollo del conocimiento humano- ha sido trasladado a la estética. Recordemos que el objeto únicamente se diferencia de la cosa en sí por medio de la materia. La forma subjetiva de la materia en efecto expresa con total exactitud las cualidades de la cosa en sí, pero de un modo muy particular: la esencia de la voluntad es toto genere distinta de la materia. Por ello no puedo decir que la voluntad sea percibida azul, roja, pesada, liviana, lisa, tosca. De ese mismo modo ha de explicarse la belleza objetiva. No es que sea bello aquello que se manifiesta en el objeto bello, la voluntad, pero en la esencia de la voluntad yace aquello que el sujeto determina como bello en el objeto. Este es el resultado claro y fácil de comprender del auténtico idealismo trascendental,aplicado a la estética.
He explicado en mi Estética por qué a pesar de todo podemos hablar de un alma bella. Denominamos bella a un alma debido a su movimiento regular, debido a las relaciones armónicas en las que su voluntad se halla respecto al intelecto. Ella es un alma plena en su medida, plena de tacto. Ella no posee un movimiento absolutamente regular, pero sí uno sobremanera regular, puesto que lo primero no es posible. Un alma bella es tanto capaz del adormecimiento como de la excitación apasionada, pues de inmediato ella siempre habrá de dar nuevamente con el equilibrio, el punto donde la voluntad y el intelecto coinciden en el movimiento armónico, el cual no está orientado ni desde más allá de la tierra ni hacia su barro.
Schopenhauer dice:
Mientras que algunos son excelentes por su corazón y otros por su cabeza, existen además otros cuya preeminencia yace simplemente en una cierta armonía y unidad de todo su ser, que surge apartir de que su corazón y su cabeza se encuentran tan amoldados entre sí que alternadamente se apoyan y se elevan. (El mundo como voluntad y representación II, 601).
Schiller caracteriza a un alma bella del siguiente modo:
Se dice que un alma es bella cuando finalmente se ha asegurado el sentido moral de todas las percepciones humanas al punto que, sin avergonzarse de ello, la dirección de la voluntad pueda liberar el afecto sin correr el peligro de que éste pueda hallarse en contradicción con las decisiones de ella. -Entonces un alma bella es donde la sensibilidad y la razón, el deber y la inclinación, se hallan en armonía, y la gracia es la expresión de su aparición. (De la gracia y la dignidad).
Entonces esta alma bella también habrá de manifestarse en una forma externa, por medio de los ojos y los rasgos del rostro, e incluso el rostro más horrible de cierta forma explica que uno ve únicamente el alma, solamente la va a ella y no a la forma deficiente en que ha de manifestarse.
El arte es la esclarecida reflexión de la naturaleza. Puesto que entonces la naturaleza no se comprueba según los objetos bellos -aún cuando también ellos pueden ser considerados estéticamente por todos nosotros- ya de ello resulta manifiesto que el arte debe ser dividido de acuerdo a dos direccionamientos. Si se parte de reproducir objetos bellos y emociones de almas bellas, se trata entonces del arte ideal. Por otra parte, si el arte refleja preferentemente las particularidades que destacan en un individuo, sus rasgos característicos, se trata de un arte realista, que a la par del ideal gozan de los mismos derechos, en efecto ni está una pulgada por encima ni por debajo, puesto que aún cuando en aquél el sujeto esencialmente se siente más afortunado y más sereno que en éste, por otro lado el arte realista revela la verdadera esencia de la voluntad, su insaciable codicia, su quejido carente de nombre, su corazón en un puño, su obstinada alegría desbordante, su miserable desánimo, su locura y su entusiasmo, etc. y el hombre se expresa asustado como la madre de Hamlet:
Thou turn’st mine eyes into my very soul;
And there I see such black and grained spots,
As will not leave until tinct.
(Tú diriges mis ojos directo a mi interior,
Allí veo manchas, profundas y teñidas de negro,
Que no dan lugar al color).
Ambos géneros del arte elevan al hombre hacia el ámbito ético, uno por medio de la explicación de su esencia, el otro por la generación del deseo de poder ser siempre afortunado, dichoso y sereno en ese grado para cuya satisfacción solamente la ética puede presumir sus medios. Y aquí yace la alta relevancia del arte en general, en su interna correlación con la moral.
Un esteta puede plantearle solamente una exigencia al arte realista, ésta es que su obra sea sumergida en el curso purificador de lo bello subjetivamente. Ella debe idealizar lo característico. De lo contrario, el arte ya no puede existir más, y todo aquel que sienta refinadamente habrá de observar de inmediato y con total preferencia la vida real, antes que desperdiciar su tiempo frente obras de artistas errados, creaciones indecentes, carentes de significación, aún cuando hayan sido trabajadas con empeño.
Ahora nos referiremos a lo sublime y a lo cómico.
En lo que atañe a lo sublime primero he de hablar de Kant. Kant arrojó una mirada muy clara en la esencia de lo sublime y no solamente pudo reconocer con acierto sus dos clases, sino que también de forma acertada lo restringió al sujeto. Según él el hombre experimenta el sentimiento de lo sublime o bien cuando se siente reducido a la nada ante la inmensidad de un objeto, o cuando se atemoriza ante la fuerza de una manifestación de la naturaleza, pero en cuyo estado uno logra superar esta subyugación elevándose por encima de sí mismo, ingresando en la contemplación objetiva libre.
En base a ello, Kant fundamenta su división de lo sublime en:
1) Lo sublime matemáticamente
2) Lo sublime dinámicamente
Además remarca que nos expresamos de forma incorrecta:
Cuando denominamos como sublime a un objeto cualquiera en la naturaleza, siendo que de hecho bien podríamos de forma acertada nombrar como bellos a muchos de ellos. (Crítica de la facultad de juzgar, 94).
El auténtico carácter sublime debe ser buscado únicamente en el ánimo de quien juzga, y no en el objeto natural, cuya ponderación admite ese parecer del mismo. (Ibídem, 106).
Schopenhauer adopta esta división y también deposita lo sublime exclusivamente en el sujeto, pero atribuye belleza a los objetos que el sujeto estima como sublimes, algo que no es del todo correcto. Afirma:
Aquello que diferencia al sentimiento de lo sublime del de lo bello es lo siguiente: en lo bello el conocimiento puro ha logrado imponerse sin luchar, por otro lado, en lo sublime aquel estado de conocimiento puro recién se obtiene a través de un desprendimiento consciente y violento de las relaciones desfavorables ya conocidas dadas entre las del mismo objeto respecto a la voluntad, por medio de una elevación libre, acompañada por la conciencia, dad por encima de la voluntad y del conocimiento que a ella respecta. (El mundo como voluntad y representación I, 238).
En el objeto ambas cosas no son esencialmente diferentes; pues que en todo caso el objeto de la consideración estética no es la cosa individual, sino que se trata de la idea contenida en ella misma que ansía su manifestación. (Ibídem, 246).
Como he dicho anteriormente, de acuerdo a ello el objeto que nos transporta al estado sublime es en todo caso bello, dado que todo aquello que es conocido con independencia de la voluntad resulta bello. Esto exige la salvedad de que cualquier objeto que me predispone a lo sublime puede ser bello, pero no debe ser bello.
Es completamente indiferente a través de qué medio de ayuda el hombre logra elevarse por encima de sí mismo; lo principal sigue siendo: que éste se predisponga a lo sublime. Tanto Kant como Schopenhauer fueron decididamente muy lejos cuando asociaron la posibilidad de elevación a un encadenamiento de pensamientos totalmente determinado. No consideraron que ello requeriría el conocimiento de sus obras, siendo que muchos sienten dentro de sí lo sublime sin haber ni siquiera escuchado solamente el nombre de Kant o de Schopenhauer. Así lo afirma Kant sobre aquello que respecta a lo sublime matemáticamente:
Aquella magnitud de un objeto natural sobre la cual la potencia de la imaginación emplea infructuosamente toda su capacidad de comprensión conduce al concepto de naturaleza a un sustrato suprasensorial (el cual yace en sus fundamentos al mismo tiempo que lo hace en los de nuestra capacidad de pensar), el cual es extenso más allá de toda medida de la sensibilidad. (Crítica de la facultad de juzgar, 106).
Y permite al sujeto subyugado elevarse hacia la “idea de razón”. Schopenhauer, por otro lado, adscribe a esta elevación la conciencia inmediata:
Que todos los mundos existen solamente en nuestra representación, simplemente como modificación del eterno sujeto del conocimiento puro, como aquél que hallamos tan pronto como olvidamos la individualidad, y como aquél que es portador necesario y condicionante de todos los mundos y de todos los tiempos. (El mundo como voluntad y representación I, 242).
En lo que respecta a lo sublime dinámicamente Kant sostiene:
La naturaleza aquí significa elevarse, sencillamente porque la potencia de la imaginación se eleva a la presentación de aquellos casos en que el ánimo puede hacerse sentir la propia elevación de su determinación, incluso por encima de la naturaleza. (Crítica de la facultad de juzgar, 113).
Y Schopenhauer:
El espectador inconmovible se percibe tanto como individuo así como débil manifestación de la voluntad totalmente indefenso frente a la poderosa naturaleza, por completo dependiente, otorgándole un premio al azar, una nada fugaz, ante poderes monstruosos; y por ello y a un mismo tiempo como sujeto del conocimiento en eterno reposo. (El mundo como voluntad y representación I, 242).
Naturalmente Schopenhauer engreídamente miró con compasión las explicaciones de Kant que se apoyaban en reflexiones morales e hipóstasis de la filosofía escolástica. La verdad es que ambos tienen razón (desde su punto de partida), pero que también otras explicaciones son correctas. Me remito a mi estética y pregunto si esto mismo no nos brinda una fe en Dios propia de creyentes. Un Cristo piadoso que experimenta una tormenta en medio del mar y disfruta del espectáculo de forma contemplativa, diciéndose a sí mismo “estoy en manos del Todopoderoso, Él habrá de obrar bien” ciertamente no se halla en una disposición menos sublime que en la que jamás se ha hallado Schopenhauer.
Lo sublime es entonces un estado del sujeto, al que es llevado por la naturaleza, y no existe objeto sublime alguno. Sin embargo, ¿lo sublime ha sido producido por el tratamiento de Kant y Schopenhauer? ¡De ningún modo! Existen caracteres sublimes.
De hecho Schopenhauer reflexiona sobre el carácter sublime, pero da una definición del mismo que no colma toda la esfera del concepto; pero repentinamente abandona de nuevo el asunto. También Kant llama sublime al hombre que es autosuficiente, pero sin una justificación satisfactoria.
En mi Estética he reconducido el sentimiento de lo sublime al convencimiento del hombre dado en el momento de la elevación, un convencimiento de que no le teme a la muerte, para lo cual es un asunto totalmente secundario si se está engañando o no. Esa posibilidad encierra dentro de sí todas las otras posibles, ya que todas conducen por distintos caminos interconectados a una misma meta: al desprecio a la muerte. Es completamente igual si un hombre afirma que su alma es inmortal, o si otro dice que se encuentra en manos de Dios, o si un tercero sostiene que el mundo en su totalidad es simple apariencia y que el eterno sujeto del conocimiento es el portador condicionante de todos los mundos y de todos los tiempos; en todos los casos no se teme a la muerte: simplex sigillum veri.
Este desprecio a la muerte atañe casi siempre a engaños. Uno se sabe en la total seguridad, o al menos en algo semejante a ello, y cree firmemente que habrá de permanecer también en la forma contemplativa cuando algún peligro amenace su vida. Pero si ocurre en serio, usualmente el individuo se desploma de elevación de ensueño y piensa únicamente en la salvación del amado y apreciado yo.
Pero si el desprecio a la muerte permanece en la voluntad incluso cuando el peligro se muestra cercano, entonces la vida misma ha de ser puesta en juego, y por lo tanto una voluntad tal habrá de ser sublime en sí y para sí. Aquellos soldados que en la batalla superan el miedo y hacen sus observaciones serenamente en medio de una espesa lluvia de balas, no solamente se encuentran en un estado sublime, sino que sus caracteres son esencialmente sublimes: son héroes. En el mismo sentido son héroes todos aquellos que a propósito dejan pendiendo la propia vida en un trampolín para salvar a algún otro, ya sea en un incendio, en una tormenta en el mar, en una inundación, etc. Estos individuos son destacadamente sublimes, puesto que uno no puede saber si en algún otro momento y en algún otro lugar habrán de poner nuevamente su vida en juego. El ser sublime se muestra aquí como una cualidad volitiva que solamente se halla en el hombre como germen y que luego de su puesta en acción nuevamente vuelve a ser simple germen.
Por el contrario, en los auténticos sabios éste permanece desarrollado. Ellos han reconocido la insignificancia de la vida y anhelan aquella hora en que habrá de arribar la paz de la muerte. En ellos el desprecio a la muerte, o mejor dicho, el desprecio a la vida, se ha vuelto el estado fundamental de la propia voluntad y regula su movimiento.
Pero en el mayor grado es sublime el héroe sabio, el hombre que lucha al servicio de la verdad; puesto que él es, o era, un hombre y todos creemos, siguiendo su ejemplo, poder poner en juego la propia vida para los más elevados propósitos de la humanidad. A ello atañe también el atrapante influjo que ejerce el cristianismo sobre los ateos: la imagen del Salvador que fue crucificado, que aceptó voluntariamente la muerte para redimir a la humanidad, habrá de brillar y elevar los corazones hasta el fin de los tiempos.
Al igual que las almas bellas también la voluntad sublime brilla en el objeto. Ella se manifiesta con mayor claridad en los ojos. A ese brillo interior nadie lo ha reproducido en una forma más perfecta que la de Correggio en su Paño de la Verónica (en el Museo de Berlín). La imagen por sí misma ejerce una fuerte impresión en un espíritu tosco y puede inspirarlo a emprender las más osadas acciones. También creo que muchas promesas propias han sido ya realizadas ante ella.
Schopenhauer ha tratado lo cómico en una forma muy deficiente, y de hecho en un lugar a donde manifiestamente no permanece, o sea, en la teoría del conocimiento. Reconoce solamente lo cómico de forma abstracta y no lo cómico de forma sensible (observacional).
Si del espeso torrente humano surge el espíritu contemplativo, sea momentáneamente o por siempre, y mira desde él hacia dentro de él, sehabrá de apoderar de él o bien una sonrisa, o bien un risa que sacude el diafragma. ¿Cómo es eso posible? En general puede decirse: él ha asociado una cierta medida a una determinada manifestación, pero ella resulta mayor o menor que ésta. A partir de esa discrepancia, de esa incongruencia surge lo cómico.
Es claro que la medida no ha de poseer una extensión determinada. Depende de la formación y de la experiencia de los individuos, y mientras que alguno estima que una manifestación está en orden, otro descubre una discrepancia en ella que lo lleva a la mayor felicidad. La condición subjetiva de lo cómico es entonces de algún modo una medida; lo cómico mismo se encuentra en el objeto.
Schopenhauer afirma que para todo tipo de hilaridad siempre es necesario al menos un concepto para la generación de la discrepancia, algo que es falso. Cuando Garrick se rió por el perro en el parterre al cual su dueño le había puesto una peluca, él no parte de un concepto de espectador, sino que de la forma de un hombre.
Por otro lado, el tratamiento del humor que lleva a cabo Schopenhauer, aún cuando es incompleto, resulta acertado. El humor es un estado, así como lo es lo sublime, y está íntimamente unido a ello. El humorista ha reconocido que la vida en general, sea cual sea la forma bajo la cual se manifieste, no vale nada y que ha de preferirse el no ser por sobre el ser. Sin embargo, él no posee la fuerza para vivir de acuerdo a este conocimiento. Constantemente es reconducido nuevamente al mundo. Pero cuando se encuentra solo y se eleva sobre sí mismo a través del desprecio de la vida, entonces ironiza sobre su impulso y el impulso de todos los hombres, siendo consciente de que él, al igual que el resto, no puede abandonarlo -o sea, lo hace con un corazón sangrante-; y entre bromas y chistes se halla la más amarga seriedad. Las últimas palabras del inolvidable Rabelais son humorísticas en el más alto grado:
Tirez le rideau, la farce est jouée
Ya que él murió a disgusto, pero de nuevo, con todo gusto.
Prescindiendo de las artes, puedo ser muy breve. Ya que Schopenhauer hace corresponder a cada hombre con una idea propia y que el hombre es preferentemente objeto del arte, raramente se sitúa en contra de la verdad en el ámbito de la plástica, la pintura y la poesía. Aquello que allí afirma es en general correcto y pertenece a lo mejor pensado y más destacado que jamás se pudo escribir acerca del arte.
Pero su falsa división de la naturaleza debió conducirlo a juzgar incorrectamente la arquitectura y la música.
En lo anterior ya he introducido una cita de la cual resulta que la arquitectura ha de revelar la idea de los grados naturales inferiores, es decir, la rigidez, el peso, la cohesión, etc. y además he criticado que el artefacto exprese la idea de su material. La construcción es el mayor artefacto; aquello que vale para el artefacto, vale también para todas las obras de la arquitectura. La forma es lo principal en el artefacto, la simetría, la proporción de las partes, en resumen, lo formalmente bello del espacio. El material se encuentra en una segunda posición, y de hecho no para revelar el peso o la impenetrabilidad, sino que para expresar lo formalmente bello de la materia por medio del color, la suavidad, el granulado, etc. Si nos imaginamos dos templos griegos iguales, por ejemplo, el templo de Teseo en Atenas tal como debió ser y una copia de madera, de hierro o de arenisca. Siendo que estas últimas muestren exactamente el mismo color que el mármol del Pentélico. Es claro entonces que ambos casos habrían de causar la misma bella sensación. La impresión seguiría produciéndose si uno ya supiese que la copia es de madera y está pintada, solamente que uno atribuiría la preminencia del otro en base a consideraciones prácticas.
Sin forzarla, de aquí resulta la causa por la cual tanto las construcciones en la que sus líneas principales están iluminadas -como aquellas que en Italia se puede ver a menudo en las celebraciones- como también la arquitectura pintada despiertan en nosotros un sentimiento de agrado estético tan grande. La misma se verá esencialmente disminuida si se apagasen algunas luces de la construcción iluminada, dado que no tendríamos más toda su forma completa. Entonces pregunto, ¿cómo puede la arquitectura iluminada revelar la idea de peso y de las demás cosas?
La explicación de Schopenhauer en lo que respecta a la arquitectura pintada es completamente fallida. Piensa que nosotros en su contemplación:
Obtenemos una empatía y el sentimiento de la profunda paz espiritual y del completo silencio de la voluntad que resultan necesarios para que el conocimiento se sumerja completamente en aquellos objetos inanimados y pueda captarlos con un cierto amor, que aquí significa con un cierto grado de objetivación. (El mundo como voluntad y representación I, 258).
¡Qué retorcido!
Los escritos de Schopenhauer sobre la música son geniales, espiritualmente ricos y plenos de fantasía, pero a menudo pierden de vista la esencia de este majestuoso arte y se tornan fantásticos. La sección que atañe a la música en el segundo tomo de El mundo como voluntad y representación ha de ser subrayado como por demás atinado: “Sobre la metafísica de la música”, puesto que Schopenhauer en él sobrevuela toda experiencia y navega con frescura y valentía el océano trascendente carente de costas.
Dice:
La música, al igual que todas las demás artes, no es de ninguna manera el reflejo de la idea, sino que lo es de la voluntad misma. (El mundo como voluntad y representación I, 304).
Ya que en ello es la voluntad misma quien se objetiva tanto en la idea como en la música, aunque en cada una de ellas lo sea en modos diversos, entonces debe existir, si bien no por completo una similitud inmediata, sí un paralelismo, una analogía entre la música y (entre) las ideas, cuya manifestación en la multiplicidad e imperfección es el mundo visible. (Ibídem, 304).
Y entonces los más profundos tonos de la armonía, en su base fundamental, son comparados con el grado inferior de la voluntad una (con la naturaleza inorgánica, de la masa de los planetas); los tonos más elevados de la armonía, con las ideas de las plantas y del reino animal; y la melodía, con la vida sensata y los anhelos del hombre. Además dice:
Lo bajo posee un límite por debajo del cual ya ningún tono resulta audible: esto se corresponde con aquello de que nada material es perceptible sin forma ni cualidad. (Ibídem).
Los impuros tonos fallidos que no logran brindar un intervalo determinado pueden compararse con los monstruosos abortos producidos por dos especies animales, o entre el hombre y un animal. (Ibídem).
Y así otros más. Por mi parte debo agregar que la música se halla en una relación única con la voluntad humana individual. Ella hace caer por completo las cualidades de esa voluntad, como la maldad, la envidia, la crueldad, la misericordia, etc., que son temas de la poesía, y reproduce únicamente sus estados, o sea, sus ondulaciones en la pasión, la alegría, la tristeza, el miedo, la paz, etc. Ella, a través de las ondulaciones de los tonos, transporta la voluntad del oyente a ondulaciones similares y produce en él, sin que él se encuentre comprendido en la expresión de una cualidad volitiva, el mismo estado de bienestar o dolor que con el quese encuentra conectado, pero nuevamente de un modo muy distinto, muy particular. Aquí radica el secreto de su maravilloso poder sobre el corazón humano e incluso sobre los animales, como por ejemplo, los caballos.
El mismo Schopenhauer afirma muy acertadamente:
Ella no expresa esta o aquella alegría particular y determinada, esta o aquella aflicción o dolor, o espanto, o júbilo, o diversión, o paz interior, sino que la alegría misma, la aflicción misma, etc. (El mundo como voluntad y representación I, 309).
Pero cuando a pesar de aquello dice: la música revela inmediatamente la esencia de la voluntad, es entonces falso. A la esencia de la voluntad, a sus cualidades, solamente la poesía las revela completamente. En definitiva, la música reproduce sus estados, es decir, se ocupa de su predicado esencial, del movimiento. Por esto, ella no es el arte más elevado y significativo, pero sí el más cautivante.
Aquí no puedo guardarme una observación. Goethe, hablando del jocoso dicho “la arquitectura es música solidificada”, llamó a la arquitectura “arte tonal mudo”. Schopenhauer toma el jocoso dicho y dice que la única analogía entre las dos artes consiste en que mientras que en la arquitectura la simetría es lo ordenador y unificador, en la música lo es el ritmo. Sin embargo, la relación se sitúa más profundamente. La música, de acuerdo a su forma, atañe por completo al tiempo, cuya sucesión se manifiesta bellamente por medio del ritmo y del compás; y la arquitectura, al espacio, cuyas relaciones se muestran bellamente por medio de la simetría. Si me aferro firmemente al pasaje de un presente a otro, obtengo una línea de momentos solidificados, una sucesión que es una acumulación espacial. El ritmo fluyente se convierte en sólida simetría, y, por ello, en el atrevido dicho jocoso se esconde un sentido más profundo que el que Schopenhauer cree haber captado (como es sabido, Schopenhauer afirma que el tiempo fluye y no se detiene). Tampoco debe ser olvidado que en el número el espacio y el tiempo se encuentran unidos y que tanto la música como la arquitectura atañen a relaciones numéricas, y se puede observar que la parte formal de un arte está hermanada con la de la otra. Uno podría compararlas con la luz y el calor y caracterizar a la parte formal de la música como la metamorfosis de la parte formal de la arquitectura.
Antes de abandonar la estética y pasar a la ética debo hablar de la preferencia que Schopenhauer otorga al conocimiento observacional (intuitivo) respecto del abstracto. Esta predilección se vuelve una nueva fuente de errores que aportan a la ruina de su ética y que, por ello, resulta muy lamentable.
Afirma que solamente aquello que es conocido observacionalmente posee valor, una auténtica significación.
Toda verdad y toda sabiduría yace en última instancia en la observación. (El mundo como voluntad y representación II, 79).
Dicho con otras palabras: el entendimiento es lo principal, la razón es algo accesorio.
Razón posee cualquier idiota: si se le dan las premisas, llega a la conclusión. (Cuádruple raíz, 73).
Él allí olvidó por completo que también la razón ha de formar las premisas y que:
Llegar a conclusiones es fácil, juzgar es difícil. (El mundo como voluntad y representación II, 97).
Este desprecio por la razón proviene esencialmente de que él hace que la razón solamente pueda formar y conectar conceptos y que el entendimiento por sí solo produzca la observación; además de que él desconocía las combinaciones ideales de la razón (el tiempo, el espacio matemático, la sustancia, la causalidad y la comunidad); y finalmente también de que él haya situado una brecha muy profunda entre los conceptos y la observación. Todas las disposiciones al conocimiento se encuentran casi siempre en total actividad y se apoyan mutuamente.
También Schopenhauer muy a menudo debió ceder. Dijo:
El entendimiento y la razón siempre se apoyan alternadamente. (El mundo como voluntad y representación I, 27).
Las ideas platónicas, que resultan posibles por la unión de fantasía y razón, etc. (Ibídem I, 48).
Además remito a El mundo como voluntad y representación I, parágrafo 16, capítulo II, pág. 16, donde él debió honrar a la verdad y situar en una muy alta estima a la razón. Sin embargo en él permanece el conocimiento intuitivo en la mayor estima y dice en otra cita:
El más perfecto desarrollo de la razón práctica en el verdadero y auténtico sentido de la palabra, la cima más alta a la que puede arribar el hombre a través del simple uso de su razón, y en la cual se muestra con mayor claridad su diferencia con el animal, es el ideal presentado en la sabiduría estoica.
He de demostrar que el hombre con su razón puede escalar con su razón una cumbre más alta, y que la redención absoluta es solamente posible por medio de la razón y no a través de una observación intelectual de ensueño, maravillosa, inexpresable.