La imagen del carácter de Buda. “La filosofía de la redención” de Philipp Mainländer

Traducción: Ezequiel Jorge Carranza

 

  1. La imagen del carácter de Buda

 

Y allí donde vio al pueblo, se lamentó del mismo.

(Mateo 9, 36).

 

Y Buda dijo: Buda tiene compasión de todo el mundo.

(Spence Hardy, A Manual of Budhism, 47).

 

Buda era genial. Se nos mostró en esa grandiosa manifestación una mente florida que fue especialmente única en la humanidad, ya que conjugaba la aguda capacidad de diferenciación y combinación de Kant con la imaginación artística de Rafael o de Goethe. Aquí he de repetir con la mayor determinación, pues sé que jamás seré desmentido por nadie, que siempre ha de mantenerse como una duda qué ramificación de la verdad es la correcta: la que se halla en la parte esotérica de la doctrina de Buda o la que se encuentra en el cristianismo esotérico. He de recordar que el núcleo de ambas doctrinas es el mismo: la verdad absoluta que sólo puede ser una, pero se mantiene como una duda, y siempre lo será, si Dios se fragmentó en el mundo de la multiplicidad, tal como lo enseñó Cristo, o si Dios siempre ha estado encarnado en un único individuo, tal como lo ha enseñado Buda. Afortunadamente eso es algo totalmente accesorio, ya que es por completo indistinto si Dios se encuentra en el mundo real de la multiplicidad o en un único ser: lo importante es su redención, y ella ha sido predicada de igual forma tanto por Buda como por Cristo, además también ha sido señalado por ambos el camino que conduce hacia ella.

Ya que Buda, después de una vida de ermitaño, ya no estaba provisto de afecciones internas, toda su vida sanguínea se concentraba en el órgano más preciado del hombre, en su cabeza. Se puede decir que era un ser puramente cognoscente. Se elevaba por encima del mundo y de sí mismo. En esa maravillosa acción libre de sus fuerzas espirituales debió haber sustentado su vida, la más bella que pueda ser pensada, tanto cuando en la soledad de su fuero íntimo reflejaba el mundo, como también cuando observaba el colorido tumulto real de la India. Siempre se sentaba de un mismo modo en el teatro, observando en profunda contemplación la gran imagen de la vida. Y transcurrían las horas como minutos.

Su ironía y su sarcasmo actuaban anonadando, su agudeza mental era digna de admiración. Como se suele decir, él podía dividir un solo cabello en mil. Me refiero a sus Controversias con los brahmanes ilustrados, traducidas por Spence Hardy. Derrotaba a todos, absolutamente a todos, y se mostraba allí una gran similitud con el espíritu dialéctico de Platón, que del mismo modo extendía mil hilos distintos, que aparentemente no admitían correspondencia alguna, y de repente lograba atarlos a todos en un único nudo. También todos los que querían debatir con Buda de antemano eran advertidos:

 

Porque es extremadamente osado contradecir a Buda, ya que su método, rico en artificios, para atraer a otros a sus propios pensamientos era sorprendente. (A Manual of Budhism, 268).

 

Su oratoria debió haber sido atrapante, quiero decir, no cuando se encontraba en una disputa dialéctica, sino cuando podía exponer su doctrina sin interrupciones. ¡Cómo deben haber brillado entonces esos grandes ojos azules!

Tal como uno puede suponerlo con facilidad, en su confusión, los brahmanes se aferraban al hecho de que Buda provenía de la casta guerrera y de que no era un brahmán. Ellos llenaban los oídos del pueblo con su ridícula afirmación de que solamente un brahmán podía hallar la verdad. Buda no era un brahmán, no era un esclarecido, por lo tanto, su doctrina debía ser falsa. Aquí nos encontramos con una conclusión similar y similares premisas a las siguientes:

 

Todos los hombres disponen de un total de diez dedos en sus manos.

Tú tienes solamente nueve.

Por lo tanto, no eres un hombre.

 

Como es sabido, desde aquel entonces los brahmanes de todos los tiempos, de todos los sitios, y cualquiera sea su ropaje, han sacado un increíble provecho de sofismas de esta naturaleza. Pero también desde entonces los genios han actuado al igual que Buda, es decir, se quedan serenos y en sus labios se muestra solamente una atractiva, fina e irónica sonrisa.

Cuando Buda comenzó a enseñar, ya no tuvo más tranquilidad para poder estudiar, al igual que una persona noble ya no habrá de poder leer ni una carta tranquilo cuando frente a él un hombre luche en las olas contra la muerte, o se queme una casa de cuyas ventanas se escucha un pedido de auxilio. Y entonces, ¿qué otra cosa más debería haber estudiado? En dos horas habría podido separar la paja del trigo en los cuatro Vedas, valiéndose de su notable capacidad de juzgar, para quedarse con el grano de trigo en su bolso y descartar la paja (que me perdonen por este atrevido, pero acertado, recurso estilístico). ¿Si acaso él por largos años hubiese removido la paja en la que ya no queda ningún grano de trigo? Debería haber sido un brahmán carente de juicio para entregarse a un trabajo así de desdichado e infructuoso. Muy por el contrario concentró todas sus fuerzas, que entonces se vieron liberadas, en su renacer, en su total mejoramiento, y luego en los corazones de sus hermanos en el género humano, que estaban a medias o totalmente corruptos. ¡Y cómo actuó él, el lego, el victorioso y logrado, a pesar de la casta que pretendía tener alquilada la sabiduría!

Tal como ya lo he mencionado, Buda debió considerar a todos los hombres que frecuentaba como meras apariencias, como cosas irreales. A pesar de ello, tuvo que enseñar e intentar mover a esos fantasmas de su tremenda miseria de apariencias y conducirlos hacia la vía de la redención, ya que para él se trataba de un sufrimiento real, completamente positivo, del que debía liberarse si pretendía conservar la paz en el alma que tan difícilmente había obtenido. Quien posee una fantasía en verdad activa, al arrojar al mundo una sola mirada clara y objetiva, habrá de padecer siempre la realidad del mundo, aún cuando mil veces su cabeza le repita que todo eso es solamente una apariencia y un hechizo del propio ánimo. Si en efecto Buda tenía razón (es decir, lo repito, si solamente él era el único ser real en el mundo, Dios sólo se hallaba en su pecho y el mundo era una simple apariencia), también él era al mismo tiempo una apariencia que su corazón adoptó y no abandonó más, ya que ese mismo corazón había considerado a la apariencia con un alto grado de realidad, de modo que ésta debía reproducir los estados positivos en Buda que entonces ejercían una influencia determinante e interna en el karma oculto.

Así se dio entonces (y de este modo nos referimos a las características del corazón del redentor indio) la sentida compasión con los hombres, la misericordia sin límites de Buda, que desde su agradable vida de príncipe sacudió al turbio flujo del mundo, y convirtió a un hijo del rey en un mendigo errante.

Y Buda dijo:

 

Buda siente compasión por todo el mundo. (A Manual of Budhism, 47).

 

Muy bella y profunda es la forma de proceder de Buda, es decir, su tránsito de una tranquila vida libre de preocupaciones a la lucha contra la áspera humanidad, expresado en la imagen de que él haya abandonado el paraíso y haya nacido bajo la forma de un hombre, porque había querido redimir a todo aquello que posee vida. Para ello no lo sedujo el poder, ni el honor ni la gloria, sino que sólo fue impulsado por su misericordia, que únicamente cesó de atormentarlo cuando supo situarse en la lucha por la salvación de la humanidad. Si hubiese permanecido en su harén, en sus palacios de mármol con brillos dorados, en sus jardines mágicos, lo habría sofocado la compasión, pero así pudo encontrar la paz. También habría hallado la paz, si su acción no hubiese alcanzado el éxito, ya que un auténtico redentor de la humanidad, es decir, un hombre que en definitiva es movido por la compasión por el prójimo, no precisa un éxito exteriorizado, sino que únicamente precisa la conciencia de haber luchado por el prójimo con todas las fuerzas. Eso debe tener. Esa conciencia es una conditio sine qua non para extinguir el sufrimiento en su pecho. Que a menudo en ese puro anhelo haya alcanzado el mayor poder que hay en la tierra, es decir, tener el control de los corazones de millones de personas; además, que su fama haya alcanzado el mayor grado: la adoración en vida y la deificación tras su muerte, todo ello era para él algo totalmente accesorio, de lo que se reía con frialdad. La compasión arrastraba de regreso al mundo al auténtico redentor, pero se aplacaba apenas iniciaba el camino. Entonces, ¿qué lo mantenía de regreso en la vida? ¿La vida misma? Ciertamente no, ya que no sería un redentor si no despreciase la vida y no amase la muerte, si no juzgase a este mundo y no situase al no ser por encima del ser tanto en su cabeza como en su corazón. Entonces, ¿qué debía atarlo a este valle oscuro justo a él, a un extraño en este mundo, además, alejándolo de nirwana, de esa ciudad de paz eterna por la que sentía un desgarrador anhelo, tal como el de un ciervo herido por agua clara? ¿El dinero? ¿Los bienes? ¿El poder? ¿La gloria? ¿Las mujeres? ¿Su padre? ¿Su madre? ¿Su hermano? ¿Su hermana? No la compasión, no la vida por sí misma, tampoco ningún estímulo que se le pudiera ofrecer lo mantenía de regreso en el mundo. En definitiva, se hallaba cautivo por el influjo de la obra que había iniciado, que por tanto tiempo lo había impulsado y estimulado, hasta el punto que la vista no distingue si se trata de un jardín en las puertas de Kusinara, ya en la debilidad de la vejez, o de una cruz en el Gólgota. (Hasta donde se sabe, no existe un tercer ejemplo, ya que bien pueden haber existido otros redentores, pero la historia no ha preservado para nosotros los rasgos de alguien más que podamos reconocer como un auténtico salvador de la humanidad).

Así fue que Buda pudo sentirse libre del sufrimiento gracias a la conciencia de su acción en favor del prójimo, cuando siendo completamente puro se sumergió en el sucio torrente del mundo. En él prevalecía la laetitia horaciana, la indiferencia de ánimo que Shakespeare condensó en la figura de Horacio, la paz cristiana que es superior a toda razón. A su hombre interior no podía moverlo otra cosa: él ya vivía en la eternidad de la nada, en la inmovilidad de nirwana. Pero el hombre exterior se permitía moverse con intensidad. Andaba de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo sin tranquilidad ni descanso, siempre enseñando y luchando.

Ello está conectado muy íntimamente con la carencia de pasiones de este gran hombre. Que, antes de haber rechazado total y completamente el mundo, antes de haber logrado la extrañeza del mundo, o lo que es lo mismo, antes de alcanzar el puro cargo de redentor, haya tenido que librar en su pecho una terrible lucha contra el amor a la vida, se puede interpretar simbólicamente en el colorido y mágico relato de su enfrentamiento con Wassawartti-Mara. Buda contaba con su ardiente amor por la verdad, su significativa sabiduría, el total convencimiento acerca de la autenticidad de su doctrina, su asfixiante amor al prójimo, su firme confianza en su misión y su poderosa capacidad de soportar el sufrimiento de todo tipo, algo muy necesario para mantenerse por completo puro y para hacer de una llama rodeada de humo, danzante y mortecina una luz brillante, serena y clara.

También es digno de ser destacado que él haya librado todas esas luchas demoledoras antes de asumir su cargo de redentor. Como alguien perfectamente victorioso regresó al mundo del cual se había retirado de un modo más bien daimónico, es decir, más por un impulso poco claro que por una conciencia plena.

En el mismo instante en que comenzó a predicar ya era un rahat, o sea, un santo, y un santo que ya no habría de padecer afecciones externas ni internas. Ya no habría ningún titubeo, ningún apasionamiento o elevación a ningún nivel, ningún decaimiento o meseta de ningún tipo, ninguna oscilación entre dos polos, sino que una absoluta inmovilidad y una intensa indiferencia exterior: paz en el alma y tranquilidad exterior.

Muy llamativo y curioso es el rasgo de carácter fatalista de Buda en los tiempos de sus últimas batallas. Después de ello desapareció ese rasgo por completo, porque debía desaparecer.

Recuerdo las monstruosas dificultades que pudieron mostrarse a los claros ojos de Buda cuando pensó en su cargo de redentor. Vio a todos los que tenían poder en el estado, que con decisión actuarían contra él para hacerlo inofensivo, ya que su doctrina podría haber conducido a una guerra de exterminio tanto contra los fundamentos del estado, su constitución, como contra los productos de un milenario desarrollo histórico basado en esa constitución estatal: es decir, contra la religión dominante, las antiquísimas costumbres, toda la vida de un pueblo tal como históricamente se presentó en el florecimiento de la civilización india. Completamente solo, sola su alma, pretendía librar la lucha contra mil gigantes de la vida cotidiana, ya que el bajo pueblo que quería redimir estaba en parte animalizado, estupidizado, atemorizado y acobardado.

Entonces al gran pensador lo habrían apremiado serias dudas acerca de su éxito exterior, como de su doctrina y de sí mismo. Si titubeaba, en la medida en que enmudecía su voz interior, se acallaba por completo el mundo exterior. ¿Qué debía hacer? El mundo exterior lo obligaba entonces a hablar claro.

Como hemos visto, arrojó al aire su mechón de pelo y pensó: “si no cae en tierra, habrás de vencer; pero, si lo hace, ¡abandona toda esperanza!”

Así también arrojó a la corriente el recipiente dorado de las limosnas de Sujata y pensó: “si flota contra la corriente, se me hará partícipe del cargo de redentor; pero, si por el contrario, las olas lo arrastran aguas abajo, nunca lo lograré”.

Obviamente esos milagros de esta leyenda se sustentan en simples hechos naturales. Antes de arrojar al aire su mechón, bien pudo Buda retroceder con los ojos cerrados un corto trecho del camino, mientras pensaba: “si casualmente se engancha en la rama de un árbol, he de vencer; pero si en el lugar donde me detengo no hay ningún árbol y, por lo tanto, el cabello cae en tierra, mi doctrina no habrá de prender”. Además, bien pudo arrojar el recipiente a la corriente, mientras pensaba: “si cae de modo que no haya de ingresar agua en él, y por ello flota en la superficie, lograré convertirme en un Buda; en el caso contrario, no lo haré”.

Y así como aquí forzó al mundo exterior a que le diera una señal, también forzó a hablar claro a su interioridad. Recuerdo aquí la excitación en la que se sumió cuando pensó, por un lado, en la profundidad de su doctrina, que sólo se logra explicar con muchas dificultades, y por otra parte, en la aridez y en la simpleza del hombre. Gracias a esta excitación pudo desatar la lengua de su interioridad que se hallaba atemorizada, y de ese modo, en un encendido entusiasmo, exclamó su alma llena de júbilo:

¡Muy seguramente todo el mundo será redimido por ti!

Precisamente ese fatalismo permanece como algo único, si se lo analiza desde el punto de vista de la parte esotérica del budismo. El karma de Buda, que se hallaba totalmente solo en el mundo real, se fabricó un cuerpo, una conciencia y un mundo exterior, ya que era omnipotente por ser el único ser real en el mundo. Pero en algunos momentos significativos lo secundario y dependiente (la conciencia, el espíritu) forzaba a actuar a lo primario y omnipotente (el karma inconsciente); y debía obedecer, puesto que se encontraba bajo la necesidad legal de su carácter fenoménico.

Pero, como ya lo hemos remarcado, este rasgo de carácter se extinguió (de inmediato se tornó algo rudimentario), cuando Buda se mostró en público. Entonces a lo divino lo colmó no solamente el sentimiento de su omnipotencia, sino que de ese sentimiento emanó la más firme e inconmovible confianza, la mayor perseverancia que resulta posible, el orgullo más desmedido, y finalmente, la insuperable bondad y mansedumbre.

La más firme confianza:

 

Buda explicó: es totalmente imposible que alguien que se halla en el camino a nirwana pueda enfrentarse a un peligro que lo conduzca a la muerte. (A Manual of Budhism, 502).

 

Buda se habría enfrentado sin armas a mil personas armadas, se habría adentrado en edificios en llamas o arrojado a arroyos de montaña completamente secos, habría bebido el veneno más mortal, siempre sin dudarlo, si lo hubiese considerado necesario para la redención de la humanidad, pues lo alentaba la creencia de que al término de su vida habría de encontrarse con la nada, estando a salvo de todo. Y ese convencimiento nunca flaqueaba, pues emanaba de una conciencia de que, de acuerdo con la doctrina de Buda, sólo es posible que el único ser cognoscente y sensible sea dios. Si Buda era dios y todo el resto eran obras de artificio, hechicerías de ese dios, ¿qué podría amedrentarlo? Esa conciencia es un fundamento inamovible sobre el cual el individuo puede descansar. Y sólo sobre ese suelo uno alcanza el sentimiento  de absoluta libertad.

 

Buda está libre de toda duda y de cualquier temor a los cuales están sometidos todos los otros. (A Manual of Budhism, 372).

 

Buda está libre de la obligatoriedad de los preceptos que él ha dictado. (Ibídem, 293).

 

Jean Paul plasma en una bella expresión esta libertad absoluta, con las siguientes palabras:

 

Quien aún tema a alguna cosa en el universo, ya sea al infierno, es todavía un esclavo. (Titán).

 

La perseverancia de Buda.

Su perseverancia es simplemente el reverso de su confianza. Sabía que era omnipotente, si bien su oculta esencia omnipotente se había volcado a la legalidad y dependencia de un mundo fenoménico, y lo había hecho precisamente gracias a su omnipotencia. Cuando pudo reconocer su finalidad, de corazón se aferró a todos los medios que podían conducirlo hacia allí, y recién quiso soltarlos de sus manos cuando ya no los pudo usar. En todos los casos separó su interioridad de todo lo que había en el exterior, y sin cansarse en el proceso, se liberó de una cadena tras otra, de una necesidad tras otra, hasta que totalmente emancipado pudo elevarse sobre el mundo. Primero renunció al poder, a la gloria y a las posesiones, ¡qué tres cadenas tremendamente pesadas para los hombres! Luego rompió todo vínculo familiar: los vínculos que lo unían con su anciano padre, su fiel madrastra, su amada esposa y su único hijo, ¡qué vínculos fuertes! Y en definitiva se encontró allí solo, totalmente libre y suelto, pero siempre con cadenas: más que nada la presente melancolía por las cadenas del poder, de la gloria, de las posesiones y de sus cuatro vínculos familiares, además de las dudas en su misión, en la verdad de su doctrina, temor y sujeción a una vida individual muy cómoda. A todas estas cadenas las rompió una tras otra. La que más trabajo le dio al hijo del rey bien pudo haber sido el gusto por el buen vivir. Disciplinó su cuerpo por medio de duros castigos autoimpuestos, y superó el asco por los sucios alimentos que mendigaba. ¡Cuán grande se muestra el señorial en aquellos momentos críticos en los umbrales de su vida de monje penitente, en los que se daba valor cuando arrojaba por primera vez un turbio vistazo al contenido de su recipiente de las limosnas y el estómago se le retorcía!

Sí, en efecto el bienestar individual es una tremenda cadena. Muchos renuncian con facilidad a los placeres sexuales, y en general a las comodidades de una vida matrimonial, si están dadas ciertas condiciones naturales para ello, pero también muchos prefieren la comodidad de una existencia holgada antes que la polvorienta corona de laureles que chorrea sangre. ¡Pero en ello cuánto cuidan su preciado cuerpo! ¡Cuánto se preocupan por la agradable sensación en el paladar y en las papilas gustativas! Pacientemente permiten que los golpeen y pateen en el mercado sólo para llevar a sus estómagos y tripas los alimentos más deliciosos. ¡Cómo centellean sus ojos cuando algún otro quiere arrebatarle aquella mercancía que codician con una mirada ambiciosa, mientras sus glándulas salivales alcanzan un grado especialmente alto de actividad! ¿No tenía razón Satanás cuando le dijo al Señor las siguientes palabras?

 

Por su vida dejaría piel a piel todo lo que el hombre posee.

Pero extiende tu mano y toca sus muslos y carnosidades: ¿de qué vale eso, si él habrá de negarte en tu rostro? (Job 2, 4-5).

 

¡Qué pronto pudo Job recuperar el equilibrio en su alma, cuando hubo perdido a sus hijos e hijas y a sus rebaños! Todos ellos eran añadiduras de su amado yo, aunque hayan estado dotados de sangre y envueltos en piel. Entonces pudo decir muy suelto: “El Señor me lo ha dado, el Señor me lo quita. Alabado sea el nombre del Señor”. Pero cuando el Señor le permitió a Satanás que tocase el querido cuerpo del justo, comenzó allí la discordia con Dios, allí se retorció el gusano pateado, allí se rebeló el tozudo individuo y su boca llena de espuma se llenó de reclamos.

Buda rompió las cadenas e inmediatamente recibió una gran recompensa por ello: despreocuparse por las necesidades del cuerpo. ¡Cuán a menudo fueron y serán despreciadas estas bellas palabras de Cristo!

 

No os preocupéis por vuestras vidas, por lo que habrán de comer y beber; tampoco por vuestros cuerpos, por lo que habrán de vestir. ¿Acaso la vida no es más que los alimentos? ¿Y acaso el cuerpo no es más que la vestimenta?

Observad las aves en el cielo; ellas no siembran, no cosechan, ni acumulan en los graneros, y sin embargo vuestro padre del cielo les da de comer. ¿Acaso no sois mucho más que ellas?

Por eso no debéis preocuparos por el día siguiente, ya que el día de mañana se ocupará de lo suyo. Es suficiente que cada día tenga su propia plaga. (Mateo 6, 25-36).

 

Si alguno pretendiese darle a su burlona duda una expresión suavizada, bien podría hacer la siguiente enriquecedora observación: “Sí, en los tiempos del Salvador y en oriente, en ese momento esas palabras aún tenían sentido; pero hoy en día, en la actual lucha por la existencia, carecen de sentido”. Y mientras afirma esto, engulle un huevo de avefría o alguna ostra y lo acompaña con un vino espumante. Pero yo digo: jamás ha muerto de hambre alguien que sabe conformarse, y nunca habrá de morir de hambre alguien que lo haya aprendido, incluso si las condiciones sociales, burlándose de la ley del desarrollo del mundo, se vuelven más turbias que cuanto son actualmente. Estas palabras del Salvador brotaron de alguien de carne y hueso que supo mantenerse en una disciplina salvífica, y eran la más pura expresión de alguien de carne y hueso con tales rasgos: provenían de la más dulce carencia de preocupación.

El orgullo de Buda.

El orgullo de Buda se puede caracterizar en muy pocas palabras. Se reflejaba Dios en una autoconciencia humana. El espejo era maravillosamente claro y la imagen reflejada, de una belleza cautivante: inmaculada, clara, colorida y hermosa.

El pecho se hacía muy estrecho; el dichoso sentimiento por sí mismo habría estallado, si no lo hubiese aligerado. Y alegraban y estremecían su alma plena palabras encendidas, colmaba a la dulce flor un aroma excitante y capaz de confundir la percepción sensible, que se extendía por el amplio mundo:

 

¡Soy el ser supremo en el mundo! ¡Soy el Señor del mundo! Soy el más acertado en el mundo. Seguramente he de alcanzar la redención. (A Manual of Budhism, 146).

 

¡Un sacerdote! Nadie en el mundo, ni en el cielo, ni en la tierra, se sitúa por encima de mí. Quien tiene fe en mí, tiene fe en aquél que es omnipotente; y quien confíe en el omnipotente, tendrá su recompensa. No he tenido maestro alguno; no hay quien me iguale; no hay quien se parezca a mí, ya sea un ángel o un hombre. (Ibídem, 361).

 

Este violento sentimiento de sí mismo, y de lo divino en sí, surgió entre los hombres y deambuló junto a ellos por cuarenta y cinco años: nunca lo abandonó. Dios anduvo por la tierra. ¿Cómo se habría inclinado aunque sea un poco este gran ser, esta individualidad divina? ¿Ante quién? ¿Ante el cielo estrellado? Si era una obra suya. ¿Ante el rayo y el trueno? Si él les había otorgado al rayo y al trueno el poder de asustar, ¿acaso el autor debiera temblar ante su obra? ¿Ante el emperador y los reyes de India? ¿En verdad debiera hacerlo frente a esos gusanos y pecadores llenos de anhelos?

 

Buda no le reconoció sus títulos a los grandes de esta tierra. Si se dignaba a entablar una charla con ellos, les hablaba como si se tratase de una conversación con cualquier otra persona. (A Manual of Budhism, 373).

 

Esta orgullosa cabeza reposaba sobre una orgullosa nuca, y la mano del poderoso sostenía el látigo de la verdad absoluta. Ella era una varita mágica que despejaba todos los obstáculos del camino y a Buda el corazón de los hombres se le mostraba desnudo. ¡Con qué rebeldía se contraía ese músculo obstinado, ya sea que perteneciera a un brahmán, a un guerrero, a un mercader, a un artesano, o a un esclavo! Pero fue completamente superado el ser egoísta por medio de:

 

La bondad de Buda.

Uno no se imagina que el orgullo y la bondad puedan habitar al mismo tiempo en un solo pecho, dado que se excluyen mutuamente: ellos solamente pueden ser ilimitados, de lo contrario, colisionan y se desbordan.

Existe una muy bella historia en la que se cuenta la derrota de un demonio salvaje gracias a la humildad y a la bondad de Buda. Quiero contarla de forma resumida.

“Al temible demonio Alawaka le informó un espíritu a su servicio que Buda se había atrevido a sentarse en su trono. El demonio se puso sumamente furioso por eso y preguntó indignado: “¿Quién es ese Buda que tuvo el atrevimiento de sentarse en mi trono?” Pero antes de que el sirviente tuviese tiempo de responder esa pregunta, llegaron dos demonios que eran amigos de Alawaka y que, viajando por los aires, hicieron una parada para efectuar la visita deseada. “¿Cómo?” preguntaron sorprendidos “¿no conoces a Buda, el Señor del mundo?” “Sea quien sea” gritó salvajemente Alawaka “¡he de derrotarlo!” “No seas necio” rieron con compasión “comparándote con Buda eres como un ternero recién nacido al lado de un toro adulto, como un pequeño elefante de un año al lado del jefe de la manada, como un chacal anciano y sin dientes al lado de un joven y poderoso león. ¿Qué puedes hacer?”

Allí se incorporó Alawaka en un violento arranque de ira y bufó: “Veremos entonces quién es más poderoso, Buda o yo”. Zapateó salvajemente y las rocas desprendieron chispazos, como si se tratase de un hierro incandescente bajo un pesado martillo de forja. “Soy el demonio Alawaka” gritó incesantemente con una voz de trueno. “¡Yo soy yo!” Avanzó hacia adelante como un loco e intentó barrer del trono a Buda por medio de una violenta tromba de tormenta, pero éste permaneció sentado tranquilamente. Luego hizo llover arena ardiente, armas, carbón encendido y rocas, pero Buda permaneció inmóvil. Entonces tomó una forma que provocaba terror, pero Buda no hizo mueca alguna. A continuación le arrojó enormes lanzas, pero incluso éstas resultaron ineficaces. El demonio estaba sumamente desconcertado. Investigó la causa de ello y concluyó:

 

Que la bondad de Buda le había quitado la fuerza a las lanzas, y que la bondad solamente podía ser superada por la bondad, no por la ira.

 

Entonces tranquilamente le pidió a Buda que abandone al trono. De inmediato Buda se incorporó y se fue. Luego el demonio pensó: “he luchado un día entero y una noche entera contra Buda, pero no pude vencerlo, y unas únicas y pocas palabras amables me brindaron la victoria”. Ese pensamiento ablandó su corazón. Pero como no estaba seguro de si Buda no se había ido por enojo, lo convocó nuevamente. Buda obedeció de inmediato. Entonces lo hizo ir y regresar nuevamente en dos ocasiones, y siempre obedeció Buda. Cuando un niño llora, lo tranquiliza su madre; del mismo modo Buda tranquilizó la ira del demonio por medio de su obediencia, a fin de que su corazón se volviese receptivo a la verdad. Y del mismo modo en que uno limpia el recipiente en que va a servir una bebida deliciosa, Buda primero limpió el corazón del demonio por medio de su obediencia y bondad.

Alawaka se encontró totalmente vencido. Le pidió a Buda que revelase el tesoro de su sabiduría, y cuando hubo escuchado la explicación del majestuoso, se convirtió a su doctrina y viajó incesantemente de ciudad en ciudad proclamando en voz alta la bondad del maestro y la verdad de su doctrina.”

 

¿No es cautivante esta historia?

Los garfios incandescentes de los cuidadores amanzan y subyugan a los elefantes salvajes y a otras fieras de la selva; pero Buda amanza y subyuga por medio de la bondad. (A Manual of Budhism, 253).

 

La mansedumbre de Buda era ilimitada. Incluso al parricida arrepentido recibía en su pecho con brazos amables, lo consolaba y lo aceptaba en su congregación. Así le dijo a Anguli-Mala, un asesino de cuyas manos chorreaba la sangre de miles de personas.

 

Tus pecados son como si hubiesen sido cometidos en vidas pasadas. ¡Consuélate! Hallarás la redención en esta vida. (A Manual of Budhism, 252).

 

Y además, unas deliciosas palabras:

 

El reclamo más duro que Buda le hizo a un hombre fue mogha purisa, en español: hombre presumido. (Ibídem, 374).

 

Sí, príncipe, eras grande, eras genial, eras noble como ninguno de los que cuenta la historia.

¿Quién es más majestuoso que tú? (Jesús ben Sirá 48, 4).

 

En los senderos tortuosos, polvorientos, llenos de espinas, lágrimas, sangre y dolores, propios de una humanidad pobre, vagabunda, batalladora y peleadora brilla tu imagen conmovedora, la de un héroe sabio.

 

Como el lucero del alba a través de las nubes, como la luna llena.

Como el sol brilla sobre el templo del Altísimo, como el arco iris con sus bellos colores.

Como la dulce rosa en primavera, como el lirio en el agua. (Ibídem 50, 6, 7, 8).

 

A quien quiera apartar a algún otro de tu majestuosa doctrina, del deleite en tu simpática personalidad, a ese podemos, sirviéndonos de unas pinzas al rojo vivo, ¡pero no!, ¡no!, ¡no! A ese podemos llamarlo mogha purisa.