Ética
El hombre pensante tiene la maravillos particularidad
de que en el lugar donde yace un problema sin resolver
con gusto fabula una imagen fantástica que no puede ser resuelta
incluso cuando el problema se resuelve y la verdad se halla a la luz del día.
Goethe.
Uno no comprende el lenguaje de la naturaleza
porque es demasiado sencillo.
Schopenhauer.
La tarea más difícil pero también la más bella para los filósofos es: fundamentar la ética más estricta en su pretensiones solamente con datos de la experiencia, con la naturaleza. Los estoicos lo intentaron, pero a mitad del camino no pudieron continuar; Kant igualmente lo intentó, pero concluyó en una teología moral; Schopenhauer también partió de los hechos de la experiencia interna y externa, pero al final de su camino se hundió en un mar místico.
Es claro que un sistema filosófico puede producir una ética sin valerse de una metafísica solamente si en su teoría del conocimiento y en su física ha levantado pilares inamovibles y duros como roca que puedan sostener toda la construcción. El más mínimo descuido en sus fundamentos haría que el majestuoso palacio, a la corta o a la larga, caiga derrumbado.
Por ello, en primer lugar debemos ocuparnos de examinar nuevamente aquellas columnas fundamentales en la física que han de dar soporte a la ética; y en vistas a ese propósito, las verdades que se hallan diseminadas en las obras de Schopenhauer. A continuación pretendemos señalar los errores de Schopenhauer a la luz de las mismas.
La ética en definitiva tiene que ver con los hombres y su forma de actuar, es decir, con la voluntad individual humana y su movimiento. Como sabemos, Schopenhauer hizo corresponder a cada hombre con una idea particular y en buena hora hizo que la individualidad sea inherente a la voluntad. Ese ha de ser nuestro punto de partida.
Todo hombre es una totalidad cerrada, un estricto ser para sí mismo con un carácter totalmente determinado. Es voluntad de vivir, como todo en la naturaleza, pero quiere la vida en una forma especial, o sea, posee un movimiento original propio. Su máxima fundamental es: Pereat mundus, dum ego salvus sim! Y su individualidad en su núcleo más íntimo es el egoísmo.
El egoísmo, en el animal como en el hombre, está unido al núcleo más íntimo y la esencia del mismo a lo más propio, de hecho, es propiamente idéntico. (Ética, 196).
El egoísmo, de acuerdo a su naturaleza, carece de límites: el hombre quiere incondicionalmente mantener su existencia, quiere incondicionalmente hallarse libre de dolor, entre lo que también se cuenta toda falla o privación, quiere la mayor suma de bienestar que resulte posible, y quiere todo disfrute del cual sea capaz, de hecho, busca desarrollar dentro de sí, donde resulte posible, nuevas capacidades de disfrute. (Ibídem).
Todo aquello que se contrapone al anhelo de su egoísmo excita su no querer, su ira y odio: él intentará elimarlo como a un enemigo. Quiere, en cuanto que sea posible, disfrutar de todo, tenerlo todo; pero, dado que esto resulta imposible, quiere al menos controlarlo todo: “todo para mí y nada para los otros” es su lema electoral. El egoísmo es colosal: supera al mundo. Ya que si le diese a cada individuo a elección la propia eliminación o la del mundo restante, no preciso entonces decir hacia dónde habría de pronunciarse la amplia mayoría. (Ibídem).
Ante todo solamente afirmaremos a partir de todo lo anterior que el hombre quiere incondicionalmente mantener su existencia.
¿De quién obtiene su existencia? De sus padres, por medio del apareamiento de los mismos.
Sienten nostalgia por una verdadera unión y por fundirse en ella formando un único ser, solamente a fin de continuar viviendo como tal y todo ello encuentra su realización en la medida que sus progenitores aún continúan viviendo, siendo que en él las propiedades heredadas de ambos se han unido y fundido en un solo ser. (El mundo como voluntad y representación II, 611).
Que sea engendrado este niño determinado, aún cuando para los implicados no resulte algo consciente, es el propósito de todas las novelas de amor. (Ibídem).
Ya en el encuentro de sus miradas (de los padres) llenas de nostalgia se enciende su nueva vida y se anuncia como una individualidad armónica en el porvenir, aún cuando sea una composición. (Ibídem).
Aquello que se decide a través de todo trato amoroso en lo más mínimo resulta otra cosa más que la conformación de la siguiente generación. (Ibídem, 609).
Las dramatis personae que aparecerán cuando nosotros hayamos desaparecido ahora están siendo determinadas de acuerdo a su existencia y composición por medio de este trato amoroso tan frívolo. (Ibídem, 609).
La experiencia cotidiana enseña que en la procreación los gérmenes aportados por los padres no reproducen solamente las particularidades del género, sino que también la de los individuos. (Ibídem, 590).
¿Por qué el enamorado pende con total entrega de la mirada de su elegida y está presto a entregarle cualquier sacrificio? Porque es su parte inmortal quien se lo demanda. (Ibídem, 606).
La última cita debe ser comprendida de un modo más preciso y decir: porque él se mantiene en la existencia ya que desea ser inmortal.
Estos pasajes son claros y puros y cada uno de ellos lleva la marca de la verdad. Todo hombre obtiene la existentia y la essentia de sus padres. Ellos continúan en la existencia a través de los hijos, que, por su parte, perdurarán en la existencia exactamente del mismo modo.
Los amantes son los traidores que a escondidas se empeñan en perpetuar todas las carencias y el trabajo forzoso, que de lo contrario habrían de alcanzar un pronto final, al que ellos desean frustrar del mismo modo en que sus similares antes ya lo han frustrado. (El mundo como voluntad y representación II, 641).
Entre los padres y los hijos no existe ninguna diferencia. Son una misma cosa.
Es el mismo carácter, es decir, la misma voluntad individual determinada que vive en todos los descendientes de un tronco común, desde los ancestros hasta los representantes actuales. (Ibídem, 603).
En la acertada y bella sección “Herencia de las características” Schopenhauer explica que el hijo hereda del padre una determinada voluntad y de la madre, un determinado intelecto. Basándome en muchas y cuidadosas observaciones tengo que modificar esta enseñanza en que al niño se transfieren la mayor parte de las cualidades volitivas del padre y de la madre, y por otro lado, la mayor parte de las capacidades intelectuales de la madre exclusivamente. La mezcla depende esencialmente del estado de los progenitores. Las cualidades volitivas de la madre se ven combinadas (neutralizadas) por las inmediatamente contrapuestas por el padre, e inversamente; otras se ven debilitadas; otras se transfieren de manera pura al nuevo individuo. Resulta totalmente seguro que en el hijo está vivo aquello que había en los padres. El nuevo ser no es nuevo, sino que es uno ya viejo, pero rejuvenecido.
En los grados inferiores del reino animal muy a menudo la muerte sigue inmediatamente al apareamiento, algo que revela de forma muy bella la auténtica relación entre los padres y los hijos. Los insectos a los que uno mantiene lejos de la posibilidad de apareamiento viven hasta el año siguiente. (Burdach, Fisiología I, §285). En los animales superiores, y especialmente en el hombre, esta relación se ve más oscurecida, ya que usualmente los padres sobreviven. Pero en tanto se torna nuevamente clara cuando uno piensa: 1) que un hijo solamente puede surgir a partir de un óvulo, que es la quintaesencia de la voluntad femenina; 2) que ese óvulo no llega a ser nada si no es fecundado por medio del semen que es la quintaesencia de la voluntad masculina. Solamente la fecundación da auténtica existencia al germen introducido en el óvulo; la energía de la fecundación otorga al germen su esencia, las determinadas cualidades volitivas de acuerdo a las reglas anteriores.
En los Vedas quien esta próximo a morir lega su sentir y todas sus capacidades únicamente al hijo en el que ha de continuar viviendo. La verdad es que ya se lo ha transferido a aquél a la hora de su concepción. La vida de un hombre que ya no puede engendrar, como dicen los indios, es el movimiento de una rueda que aún ha de girar un rato más, hasta que la fuerza motora la abandone.
De ello resulta que el punto central de la vida humana se encuentra en el impulso sexual. Solamente éste garantiza al individuo su existencia, algo que ante todo desea. El hombre, por excelencia, es voluntad de vivir; recién en un segundo lugar éste desea tal o cual vida. Si no la puede tener, casi siempre se resigna y se conforma con la vida en alguna de sus formas. Así a diario se ven hombres por docena que se desenvuelven en relaciones que de ningún modo se corresponden con el propio carácter; pero ellos quieren ante todo y de inmediato, con un anhelo insasiable, la existencia, la vida, la vida, la existencia; y esperan constantemente que esa vida alguna vez les sea dada en alguna forma que se corresponda a ellos por medio de la lucha o de la fortuna.
Por ello también no existe hombre que asigne mayor seriedad a ningún otro asunto que no sea la procreación y para la provisión de ningún otro propósito que no sea el acto de procreación intensifica y concentra en una manera tan notoria la intensidad de su voluntad. Es como si su energía pudiese triplicarse, multiplicarse por diez. ¡No es un milagro! De hecho se trata de la perduración de su ser, más que nada para la subsistencia de la próxima generación, pero, a través de ella, por un tiempo indeterminadamente largo. Ya que la expresión de fuerza en el amor sexual es tan violenta uno cree estar forzado a aceptar que no es el individuo quien actúa en la procreación, sino que el género en su totalidad. La fuerza de éste súbitamente y de forma transitoria toma posesión del individuo, se colma de sentimientos exaltados y casi revienta el débil recipiente. Pero no es así. ¡No es un milagro! Consideremos entonces solamente a los hombres en el mayor estado de ira. Su fuerza se multiplica por diez. Levantan pesos que en un estado de serenidad no puede mover. ¿Quizás también en cada estado de ira, de una forma maravillosa, el espíritu del género se ha apoderado de ellos? Recientemente el doctor Schrader, director del centro estatal de enfermedades mentales de Baja Austria, presentó en Viena una exposición que mostraba aquellos objetos que sus pobres enfermos mentales habían manipulado en sus ataques de rabia. Se pudo ver barras de acero de más de una pulgada que fueron torcidas, bisagras y agarres que fueron arrancados de las paredes, artefactos y recipientes de metal que fueron despedazados y aplastados, entre otras cosas más, había un vaso de acero Bessemer roto en seis pedazos. ¿Quizás estuvo también activo el espíritu del género en esos arranques de rabia, o fue la voluntad una indivisa quien aquí produjo su “infinita” fuerza? Lamentablemente la cita es muy válida:
No se comprende el lenguaje de la naturaleza porque es muy sencillo. -La copulación es el único medio para mantenernos con vida. Los genitales son el verdadero punto candente de la voluntad. (El mundo como voluntad y representación I, 390).
El impulso sexual es el núcleo de la voluntad de vivir, por tanto, la concentración de todo querer. (Ibídem II, 586).
El impulso sexual es la expresión más perfecta de la voluntad de vivir, su tipo más claramente impreso. (Ibídem, 587).
Si la voluntad de vivir solamente se presentase como impulso de autopreservación, entonces ella sería simplemente una afirmación de la aparición personal en la extensión del tiempo con una duración natural. –Ya que contrariamente a ello la voluntad de vivir anhela por antonomasia y abarcando todo los tiempos, se presenta también como impulso sexual, algo que por una infinita sucesión de generaciones ha pasado por alto. (El mundo como voluntad y representación II, 649).
Visto desde el punto máximo de mi filosofía, la afirmación de la voluntad de vivir se concentra en el acto de procreación y éste es su expresión más decisiva. (Parerga II, 444).
Única y solamente por medio de un sostenido ejercicio de una acción así constituida se conforma el género humano. (El mundo como voluntad y representación II, 651).
Aquel acto es el núcleo, el compendio, la quintaesencia del mundo. (Ibídem, 652).
Por medio de la procreación somos, por medio de la procreación seremos. Ahora hemos de considerar la muerte. La muerte es la extinción perfecta. Las fuerzas químicas subordinadas al tipo son liberadas nuevamente: él mismo se extingue, como una lámpara que ya no tiene más aceite.
El fin del individuo por medio de la muerte en verdad no precisa ninguna prueba, sino que es comprendido como un hecho por cualquier intelecto saludable y como tal se fortalece con la seguridad de que la naturaleza miente tan poco como se equivoca, sino que más bien expone abiertamente su ser y hacer, incluso expresándose inocentemente, mientras nosotros mismos simplemente por nuestras manías la oscurecemos a fin de explicar aquello que se corresponde con nuestra limitada visión. (El mundo como voluntad y representación I, 382).
Aquello que tememos de la muerte es de hecho la debacle del individuo como el cual uno se presenta abiertamente, y puesto que el individuo es la voluntad de vivir misma en una única objetivación, se opone a la muerte con todo su ser. (Ibídem, 334).
Que la más perfecta manifestación de la voluntad de vivir que se presenta en el tan artificialmente complicado mecanismo del organismo humano ha de hacerse polvo y así todo su ser y desear ha de obtener finalmente y a la vista de todos su extinción, ésta es la inocente expresión de la naturaleza franca, válida en todos los tiempos, que todo el deseo de esta voluntad es en esencia una nadería. (Parerga II, 308).
Los pensamientos cambian de acuerdo al tiempo y el espacio; pero la voz de la naturaleza permanece siempre y en todas partes igual, y es por ello que se la ha de respetar ante todo. -En la lengua de la naturaleza la muerte significa aniquilamiento. (El mundo como voluntad y representación II, 529).
Resumo:
1) La esencia del hombre es la esencia rejuvenecida de sus padres.
2) El hombre solamente puede mantenerse en la existencia por medio de la procreación.
3) La muerte es aniquilamiento absoluto.
4) La voluntad individual que no se ha rejuvenecido en sus hijos, que no se ha garantizado en ellos su perduración, se ha perdido en la muerte sin salvación posible.
5) La cuestión central de la vida se halla en el impulso sexual y por lo tanto solamente ha de atribuírsele importancia al momento del apareamiento.
6) El momento de la muerte está desprovisto de todo y de cualquier significado.
Si al igual que Schopenhauer denominamos al anhelo del hombre de mantenerse en la existencia como afirmación de la voluntad de vivir; y a su anhelo opuesto, de cesar en la existencia, de extinguir su tipo, o sea, de liberarse de sí mismo, como negación de la voluntad de vivir; afirma entonces:
1) el hombre, de la forma más clara y segura, su voluntad en el acto de procreación;
2) que éste solamente puede estar a salvo de su vida, liberarse de sí mismo, redimirse, si deja insatisfecho su impulso sexual. La virginidad es la conditio sine qua non de la redención y la negación de la voluntad de vivir es infructuosa si el hombre recién se aferra a ella cuando ya ha afirmado su voluntad en la procreación de hijos.
Con aquella afirmación sobre el propio cuerpo, y hasta la presentación de una nueva, también en este punto se entiende como algo estéril el padecimiento y la muerte, comprendidos como manifestaciones pertenecientes a la vida y afirmándose como algo novedoso, así como también lo es la posibilidad de redención generada por la más perfecta capacidad de conocimiento. Aquí radica la profunda causa de la vergüenza que se siente por lo referido al asunto de la procreación. (El mundo como voluntad y representación I, 388).
En toda esta presentación he repetido el encadenamiento de ideas de mi filosofía y en cada paso lo he acompañado con citas de la obra de Schopenhauer. Estos pasajes se encuentran junto a otros que afirman totalmente lo contrario; tal como lo sugiere las palabras de Goethe que ya he citado:
Es un permanente poner y quitar, una expresión imperiosa y instantáneo limitarse, tal que al mismo tiempo todo y nada es verdad.
Schopenhauer las ha escrito como un claro, sobrio y libre observador de la naturaleza, pero a las otras que ahora he agregado, lo ha hecho como un filósofo trascendente que se sitúa ante la verdad con las manos cerradas y ataca luego a la venerable diosa. En aquellos momentos debió situarse un muy grueso velo frente a su mirada espiritual que en otras circunstancias se muestra transparente y su forma de comportarse en tal estado se parece al de un desorientado que estima los colores de los objetos a partir de los datos del sentido del tacto. Entonces su genial poder se muestra solamente en una contraposición de elementos hetrogéneos muy artística y digna de admiración y en el cuidadoso ocultamiento de todos sus abismos y saltos.
Todos sus errores fundamentales que ya conocemos aparecen en la ética como una pandilla de incendiarios que destruyen su obra. Sin embargo, antes de que detalle alguno en particular quiero dejar que él mismo juzgue lo que presento a continuación. Dice (en Parerga I, 202):
No se puede pensar cosa alguna de forma no filosófica sin referir en todo caso a algo de cuya existencia en ningún modo se tiene conocimiento y de cuya esencia no se dispone concepto alguno.
En la cúspide de los errores fundamentales están las causas ocasionales. Ellas se concentran en la ética conduciéndonos hacia el más craso ocasionalismo, que Kant marca a fuego con las siguientes palabras:
Se puede presuponer que nadie habrá de aceptar este sistema que no tiene nada que ver con la filosofía. (Crítica de la facultad de juzgar, 302).
Pero Schopenhauer desatendió la advertencia y escribió:
La procreación es respecto al procreador sencillamente la expresión, el síntoma, de su decidida afirmación de la voluntad de vivir; y respecto al procreado, ella no es algo así como la causa de la voluntad que en él se manifiesta, puesto que la voluntad en sí no presenta ni causas ni consecuencias, sino que ésta, al igual que toda causa, es simplemente causa ocasional de la manifestación de la voluntad en este momento y en este lugar. (El mundo como voluntad y representación I, 387).
La muerte se presenta francamente como el fin del individuo, pero en ese individuo se halla el germen de un nuevo ser. (Parerga II, 292).
Quien muere, declina: pero queda aún un germen a partir del cual surge un nuevo ser que ahora ingresa a la existencia sin saber de dónde viene y por qué es precisamente tal como es. (Ibídem).
La fresca existencia de todo ser recién nacido es sustentada por medio del envejecimiento y fallecimiento de quienes pierden la vida, de quienes declinan pero contienen el germen indestructible a partir del cual un nuevo ser ha de surgir: son un mismo ser. (El mundo como voluntad y representación II, 575).
A partir de ello nos resulta claro que todos los seres vivientes de la actualidad contienen el verdadero germen de todo lo que ha de vivir en el futuro, ello entonces ya está aquí en cierto modo. (Parerga II, 292).
Esto, expresado con áridas palabras, quiere decir: al momento de la muerte de cada organismo su esencia permanece intacta. Recae en una sola voluntad y se deposita como fuerza activa en alguna semilla o huevo. Aquello que era el hombre puede convertirse en un roble, un gusano, un tigre, etc., o incluso un mendigo moribundo puede volverse el hijo de un rey o la hija de una bayadera y así en lo sucesivo. No se puede creer que el mismo hombre que ha escrito el brillante capítulo “sobre la herencia de las características” pueda sostener estos pensamientos. Es como si un brahamán hiciese una ponencia acerca de la metempsicosis, o como si un monje budista hiciese una sobre la palingenesia. ¡Pero no! Ambas doctrinas son dogmas religiosos profundos, formulados para apoyar una moral. Schopenhauer, por el contrario, no reconoce ningún perecer tras la muerte, y la vida dentro de este mundo es el único castigo posible para la voluntad. -Sin embargo, es cierto que todos los seres que habrán de vivir en el futuro ya están aquí, pero esto solamente puede entenderse de modo que todo los robles futuros han de descender en forma natural de los robles presentes, que todos los hombres futuros lo harán de los hombres presentes. Dispongo de todos los motivos para suponer que Schopenhauer tomó prestado su absurdo ocasionalismo de la extraordinariamente importante doctrina del karma de Buda, de la que he de comentar en la sección sobre Metafísica.-
Después de las causas ocasionales viene la materia real que nos circunda discontinua y fugazmente y se sacude sus agujeros.
“¿Cómo?” ha decir uno, “¿la permanencia del simple polvo, de la materia cruda, puede considerarse una perduración de nuestro ser?” ¡Oh! ¿Conocéis ese polvo? ¿Sabéis qué es y de qué es capaz? ¡Conocedla antes de despreciarla! (El mundo como voluntad y representación II, 537).
¡Qué lamentable!
La materia sigue a la individualidad denegada.
A la individualidad la reconocí como la propiedad de todo ser orgánico, y por ello, cuando este ser es autoconsciente, lo es también de toda conciencia.
No hay ningún motivo para concluir ahora en que este mismo principio, totalmente desconocido para mí (!), que se escapa de ella, que comunica vida, es inherente a ella; al menos en cuanto veo que por todas partes en la naturaleza cada una de las manifestaciones individuales es obra de una fuerza general, activa en miles de manifestaciones similares. (El mundo como voluntad y representación II, 536).
Que la voluntad dentro de nosotros tema a la muerte proviene de que aquí, en la manifestación individual, simplemente el conocimiento se antepone a su esencia, a partir de lo cual surge el engaño de que ella declina con la muerte, algo así como la imagen en el espejo aparenta ser destruida cuando uno rompe el espejo. (Ibídem I, 569).
Después de la individualidad negada sigue la sucesión real negada y la fatal unión del desarrollo real con el tiempo “infinito”.
Toda una eternidad ya había transcurrido cuando nosotros aún no existíamos, pero esto no nos aflige en modo alguno. Por el contrario, que tras el momentáneo intervalo de una efímera existencia pueda transcurrir una segunda (!) eternidad en la que nosotros ya no hemos de existir nos resulta duro, ciertamente insoportable. (El mundo como voluntad y representación II, 531).
No hay mayor contraste que el que existe entre la fuga del tiempo, imposible de detener, que arrastra consigo todo su contenido, y la fija inmovilidad del presente real, que en todo tiempo es una y la misma. (Ibídem, 546).
La muerte es el fin temporal de la manifestación temporal; pero apenas excluimos el tiempo, ya no existe más ningún tipo de fin y esa palabra pierde todo su significado. (Ibídem, 551).
Comienzo, fin y duración son conceptos cuyos significados son tomados única y exclusivamente del tiempo, y por ello son válidos únicamente bajo las condiciones de éste. (Ibídem, 562).
Aquí uno solamente puede decir: ¡qué ingenuo!
Detrás del tiempo se esconde el género.
Los leones que nacen y mueren son como las gotas de una catarata; pero la leonidad, la idea, o forma del león se asemeja al inconmovible arco iris sobre ella. (El mundo como voluntad y representación II, 550).
Los géneros, es decir, los individuos atados por la cinta de la generación. (Ibídem, 582).
Para el individuo los asuntos del género en cuanto tal, es decir, las relaciones sexuales, la procreación y alimentación de las crías, son desigualmente más importante y más de su incumbencia que todo el resto. (Ibídem, 582).
Por medio de los genitales el individuo se relaciona con el género…
La eterna idea del hombre, extendida en el tiempo en una sucesión de hombres, aparece nuevamente en el tiempo como un todo por medio del lazo de la generación que los ata. (Ibídem II, 719).
Aquello que en dos individuos de distinto sexo finalmente y con fuerza atrae en forma exclusiva entre ambos es la voluntad de vivir que se muestra en todo el género, que aquí anticipa uno de sus propósitos referentes a la objetivación de su esencia en el individuo que ambos pueden engendrar. (Ibídem II, 612).
El individuo, sin saberlo, actúa aquí bajo el orden de algo superior, el género. (Ibídem, 627).
Este investigar y probar es la meditación del genio del género acerca del individuo que resulta posible a través de ambos y la combinación de sus características. (…)
Solamente el género posee una vida infinita y, por ello, es capaz de deseos infinitos, satisfacción infinita y dolores infinitos. (Ibídem, 630).
Esto es básicamente falso. El lazo de la generación une a los padres con los hijos, es decir, a quienes engendran con ellos mismos, y no a los individuos con un género que los abarque. -Si los individuos se aparean, lo hacen porque están al servicio de sí mismos y no actúan bajo el orden de un poder superior trascendente. A través de sus genitales el individuo se asegura la existencia más allá de la muerte. Así dice:
El mundo presente para la observación, aquello que cierta y efectivamente nos es dado, lo no falseado y que en sí mismo no conduce al error, por medio de lo cual nosotros podemos entonces ingresar en la esencia de las cosas. (Parerga I, 177).
Junto al género se halla la cognoscibilidad negada de la cosa en sí.
Es imposible conocer algo de acuerdo a cómo es simplemente en y para sí. -En la medida en que soy alguien que conoce, yo mismo dispongo propiamente (!) en mi misma esencia sólo una figuración; por el contrario, en la medida en que soy inmediatamente esa misma esencia, no soy alguien que conoce. (El mundo como voluntad y representación II, 664).
Por ello (porque solamente la figuración es en el tiempo, y no la cosa en sí) Schopenhauer llega a la conclusión de que la muerte no puede afectar para nada a nuestro más íntimo ser. Lo expresa muy claramente en Parerga II, pág. 334:
Contra ciertos tontos reclamos remarco que la negación de la voluntad de vivir no se corresponde en modo alguno con la extinción de una sustancia, sino con el mero acto de no querer: aquello mismo que hasta ahora ha querido ya no quiere más.
Se trata entonces de una voluntad que ya no quiere más, o sea, de algo
De cuya esencia no se puede tener concepto alguno.
Anteriormente he definido a la negación de la voluntad de vivir como el anhelo de la voluntad de vivir por liberarse de sí misma. La voluntad en este mundo anhela la más pura vida, el más noble movimiento, y con la muerte, su aniquilación; y este querer es por lo tanto su vida hasta su último aliento, su movimiento. Si comprendemos a la negación de la voluntad de vivir de un modo no tan agudo y la definimos como el anhelo de la voluntad por el vivir, pero en una forma que solamente se puede definir negativamente, como lo toto genere distinto de las formas de vida en el mundo, entonces habrá de querer siempre esa vida no representable, debido a que ella siempre ha de anhelar algo; ya que no puede ser pensada una voluntad que no quiera. Aquí no se habla de una sucesión ininterrumpida de actos volitivos conscientes,sino que simplemente de la voluntad de vivir.
La cita introducida es franca en todo sentido. Schopenhauer además habla en otros pasajes de forma totalmente atrevida, pero confiable, de una existencia que no es la existencia de la voluntad una. Dice:
Los horrores del escenario ofrecen a los espectadores la amargura y la carencia de valor de la vida, es decir, la nadería de todo sus anhelos: el efecto de esta impresión debe ser que éste, aún cuando solamente sea por medio de un sentimiento oscuro, se apropie de la idea de que es mejor desprender su sentimiento de la vida, apartar su querer de ella, para ya no amar al mundo y a la vida; por lo cual entonces, en su más profunda interioridad, la conciencia se verá conducida a que deba aceptar que existe otro tipo de querer e incluso otro tipo de existencia. (El mundo como voluntad y representación II, 495).
A la pregunta que surge de aquí mismo, en qué mundo puede ser desarrollada entonces esta forma tan distinta de existencia, la responde rudamente con las siguientes palabras:
Cuando digo “en otro mundo” es un gran malentendido preguntar: “¿dónde está entonces ese otro mundo?”, ya que el espacio que posibilita que todo dónde goce de sentido pertenece de hecho a este mundo: fuera de este mismo no hay dónde. -La paz, la calma y felicidad, habita sola allí donde no existe ni dónde ni cuando. (Parerga II, 47).
El absurdo de este pasaje precisamente cómico no precisa aclaración.
¿Cómo se figuró entonces Schopenhauer la voluntad de vivir una? Creo (porque no se puede tener una representación de un punto matemático) que como un mar, del cual una parte se encuentra en un movimiento incesante y la otra, en una eterna y absoluta calma. Las olas que ya no quieren ser más olas se retraen en la parte serena; por el contrario, aquellas que se afirman, caen muertas en la parte en movimiento, y enseguida se elevan nuevamente a la superficie como olas renovadas. Es el mar del místico, dividido en Dios como divinidad y Dios como Dios.
Ahora aparece el intelecto fundamentalmente distinto de la voluntad:
La voluntad es metafísica; el intelecto, físico. (El mundo como voluntad y representación II, 225).
El intelecto, en cuanto mera función del cerebro, se pierde con la corrupción del cuerpo; pero, por lo contrario, esto no ocurre en modo alguno con la voluntad. (Ibídem, 306).
El sujeto del conocimiento es la lámpara que se extingue después de haber prestado su servicio. (Ibídem, 570).
Ciertamente no es necesario que explique nuevamente la relación entre voluntad y espíritu. Recuerdo lo dicho, que Schopenhauer mismo debió finalmente proclamar y reconocer, que el intelecto ha de diferenciarse de la voluntad del mismo modo que el estómago de la voluntad de digerir, etc. Solamente quiero preguntar de modo muy sencillo: ¿qué nos enseña un cadáver? Nos enseña que no sólo la autoconciencia, la razón, el entendimiento, etc. se apagan, sino que también la voluntad. Toda la idea de hombre.
Es decir, ese carácter determinado con ese intelecto determinado. (Parerga II, 246).
Está muerto.
Al intelecto le sigue el conocimiento intuitivo favorecido.
Que solamente halle su fin una figuración, sin que por ello la misma cosa en sí sea refutada, es un conocimiento intuitivo inmediato de todo hombre. (Parerga II, 287).
¿Para ello Schopenhauer ha pensado alguna cosa más clara? ¿Cómo puede conocer intuitivamente el más genial de los hombres que es inmortal? Y más aún: ¡todos los hombres han de poder! En verdad, los errores de Schopenhauer aparecen de repente con una impertinencia y desvergüenza que llevan a la sangre serena al punto de ebullición. En el trance místico, alcanzado mediante ayuno y castidad, algunos piadosos y santos penitentes pueden ser inducidos a observar una imagen cuya visión les conceda la certeza de que el alma es inmortal; pero que todo hombre pueda conocer en forma de observación su propia inmortalidad supera a todo concepto. También apremia a Schopenhauer remitir ese conocimiento intuitivo al sentimiento, ya que sólo cuatro líneas más adelante se puede leer:
Cada uno siente que es algo distinto a los otros seres alguna vez creados a partir de la nada.
Finalmente el error fundamental de Schopenhauer, su inclinación metafísica, ha de hablar ex tripode:
Detrás de nuestra existencia se esconde algo que recién nos resultará accesible cuando nos libremos del mundo. (El mundo como voluntad y representación I, 479).
Creo que al momento de nuestra muerte nos enteraremos que un simple engaño había limitado nuestra existencia a nuestra persona. (Ibídem II, 689).
La muerte y el nacimiento son la constante renovación de la conciencia de la voluntad en sí carente de principio y fin, que solamente es comparable a la sustancia de la existencia (pero cada una de esas renovaciones brinda una nueva oportunidad a la negación de la voluntad de vivir). (Ibídem II, 571).
El ir y venir de Schopenhauer entre un ámbito inmanente y uno trascendente que existe al mismo tiempo que éste (una oscilación de la que hasta ahora no pudo escaparse ningún filósofo, y que recién gracias a mi filosofía se encuentra preparada para su súbito final) y su vano esfuerzo por poner en consonancia a estos dos ámbitos no se muestran tan claramente en ningún otro pasaje más que en éste:
También se puede decir: la voluntad de vivir se muestra en claras figuraciones que se convierten totalmente en nada. Pero esa nada junto a todas las figuraciones permanecen dentro dentro de la voluntad de vivir, reposan en su fundamento. (Parerga II, 310).
Al menos es tan honesto de agregar:
¡Por supuesto está oscuro!
Naturalmente para el Schopenhauer trascendente lo más importante en la vida no es el momento de la procreación, sino que la hora de la muerte. De ella habla en el mismo tono sumamente solemne y conmovedor que Kant lo hace sobre la conciencia:
La muerte es la gran ocasión de ya no ser más yo: bien por aquél que la usa. (El mundo como voluntad y representación II, 580).
Al momento de la muerte se decide si el hombre vuelve a caer en el seno de la naturaleza o si ya no pertenece aquél, únicamente que (…) para esa oposición carecemos de imagen, concepto y palabra. (Ibídem, 697).
La muerte del individuo es la pregunta de la naturaleza a la voluntad de vivir que se repite todas las veces incansablemente: ¿has tenido suficiente? ¿quieres apartarte de mí?(…)
En ese sentido está concebida la cristiana asistencia para un apropiado curso de la agonía, por medio de la penitencia, confesión, comunión y extrema unción: también por ello el rezo cristiano por la preservación de una muerte repentina. (…)
Sin embargo la muerte debe ser vista como el verdadero propósito de la vida: al momento de la misma ha de resolverse todo aquello que a lo largo del transcurso de la vida únicamente había sido preparado e iniciado. (Ibídem, 730).
En el momento de la muerte a todas las misteriosas fuerzas que rigen el eterno destino del hombre (más bien, propiamente a aquellas que están enraizadas en nosotros) les urge reunirse y entrar en acción. De su conflicto resulta el camino que ahora ha de tener que recorrer, preparando así su palingenesia, junto a todo el placer y dolor que en ella se contiene y con los cuales está inexorablemente determinada. (…) De eso se trata el carácter serio, decisivo, solemne y temible del momento de la muerte. Es una crisis en el más severo sentido del término, un juicio universal. (Parerga I, 238).
Uno debiera decir junto a Platón: “¡Oh, tú, hombre peculiar! Si los niños pequeños están asustados, su nodriza debe cantar”. ¿Debió Schopenhauer en verdad…?
Aquí es el lugar adecuado para decir algunas palabras sobre el suicidio. Schopenhauer, como hombre, se haya en la misma posición que yo, completamente libre de prejuicios, y es algo que estimo mucho de él. Solamente los hombres fríos y descorazonados, o los que se hallan presos de los dogmas, pueden condenar a un suicida. Dichosos todos nosotros, a quienes una mano generosa nos ha abierto una puerta a través de la cual podemos ingresar a la calma noche de la muerte si el calor de la tórrida habitación de la vida nos resulta insoportable. Solamente el despotismo más severo puede castigar el intento de suicidio.
Si la justicia criminal desprecia el suicidio, entonces éste no es ningún motivo eclesiástico válido y decidirlo a partir de ello es ridículo: pues, ¿qué castigo puede temer aquél que busca su muerte? Si se castiga el intento de suicidio, es la falla que lo llevó al fracaso aquello que se castiga. (Parerga II, 329).
Por otra parte, el filósofo Schopenhauer, sin ningún motivo sólido, sencillamente tilda al suicidio de constituirse como un acto sin propósito alguno. Dice:
Quien está agotado de vivir no debe esperar de la muerte una liberación y no puede salvarse por medio del suicidio; sólo con una falsa apariencia el orco frío y tenebroso lo atrae como si fuese el puerto de la tranquilidad. (El mundo como voluntad y representación I, 331).
El suicida solamente niega al individuo, no a la especie. (Ibídem, 472).
El suicidio es la arbitraria destrucción de una única manifestación, con lo cual la cosa en sí permanece indemne. (…)
Esto es falso. Como explicó Schopenhauer ex tripode: la voluntad es metafísica; el intelecto, físico, mientras que, por un lado, todo cadáver nos muestra claramente que la totalidad de la idea fue destruida, él aborda también así el suicidio. Toma el gesto del rostro como si él mismo hubiese experimentado con toda precisión, de la fuente más segura, qué ocurre con un suicida después de la muerte. La verdad es que el suicida, en cuanto cosa en sí, ha de ser aniquilado con la muerte, del mismo modo que cualquier organismo. Si no continúa viviendo en otro cuerpo, la muerte es su aniquilación absoluta; dado el otro caso, éste abandona la vida solamente con su parte más liviana. Detiene la rueda que habría seguido girando una vez que la fuerza motora la ha abandonado.
También puede leerse la página 474 del primer tomo de El mundo como voluntad y representación, donde a la muerte por inanición elegida en el asetismo le atribuye otra suerte distinta a la del suicidio habitual y uno ha de sorprenderse de los divagues de un gran espíritu.
A este análisis preliminar a la ética lo concluyo del mejor modo con otro gran pensamiento de Schopenhauer:
La filosofía ha de ser conocimiento comunicable, por ello debe ser racionalismo. (Parerga II, 11).
Estamos ante las principales cuestiones de la ética:
1) ¿es libre la voluntad?
2) ¿cuál es el fundamento de la moral?
Que la voluntad no es libre es una verdad muy antigua, pero continuamente refutada. Cristo la proclamó y San Pablo, San Agustín, Lutero y Calvino la sostuvieron. Los más grandes pensadores de todos los tiempos la han acatado y he de nombrar a: Vanini, Hume, Hobbes, Spinoza, Priestley, Kant y Schopenhauer.
Hemos de examinar entonces la posición que estos dos últimos filósofos tomaron frente a la libero arbitrio indifferentiae.
Según Kant, el mundo es una totalidad de fenómenos. El sujeto pensante produce por sus propios medios esos fenómenos, así como las conexiones entre los mismos (a través del espacio, del tiempo y de las categorías). Sin embargo, todo fenómeno tiene como fundamento una cosa en sí. Kant, como sabemos, se valió de la cosa en sí, de modo que la situó tomada de la mano de la causalidad, la cual solamente debía tener validez en el ámbito de los fenómenos: en esa relación tramposa entre el fenómeno y algo que se manifiesta en él se funda su famosa diferenciación entre el carácter inteligible y el empírico, que Schopenhauer cuenta:
entre las más bellas y más profundamente pensadas que este gran espíritu y cualquier otra persona jamás haya podido producir.
Y la considera como:
la más grande de todas las producciones del pensamiento humano.
Antes que nada hemos de observar si estos elogios son merecidos o no.
En primer lugar se ven afectados por una petitio principii debido a las causas ya expuestas, pues Kant, sin más, sitúa al carácter empírico por debajo de uno inteligible: sin dar pruebas de ello, ya que en efecto, y de acuerdo a su filosofía, de lo contrario no habría estado en condiciones de producir absolutamente nada. De momento pasemos por alto este asunto y aclaremos qué entiende Kant por estos dos caracteres. Dice:
Llamo inteligible a aquello que en un objeto dado a los sentidos por sí mismo no es fenoménico. (Crítica de la razón pura, 420).
Cada una de las causas eficientes debe tener un carácter, es decir, una ley de su causalidad, sin la cual no podría ser causa. Y entonces ciertamente en un sujeto del mundo sensible podríamos observar un carácter empírico por medio del cual la totalidad de sus acciones, en cuanto fenómenos, logren situarse en relación con otros fenómenos, según leyes naturales estables, y a partir de ellas logren ser deducidas como sus condiciones. (…)
En segundo lugar se debe admitir para ello un carácter inteligible, por medio del cual en efecto la causa de toda acción pueda mostrarse como fenómeno, pero situándose ella misma bajo ninguna condición de la sensibilidad y no siendo ella misma un fenómeno. (Ibídem, 421).
De hecho ese carácter inteligible jamás puede ser conocido inmediatamente, ya que no podemos percibir nada que no se nos manifieste, pero éste efectivamente debe ser pensado según el carácter empírico. (Ibídem, 422).
Se trata entonces de un determinado tipo de efectividad del sujeto en el mundo sensible: la naturaleza de acuerdo a la cual siempre debe actuar. Esa naturaleza es es su carácter empírico. Pero como tal es solamente la manifestación de una x, una cosa en sí carente de extensión y temporalidad, que, separada de todo tipo de necesidad, es con total libertad la causa de la manifestación y solamente puede ser pensada según su carácter empírico.
Entonces nos debemos atener al carácter empírico para poder captar el inteligible, y al mismo tiempo, una pequeña finalidad, pues ésta no puede subestimarse inmediatamente.
En el ejemplo del mentiroso (Crít., 431) dice:
Uno recorre su carácter empírico hasta las fuentes del mismo, que, en parte, puede fundarse en la mala educación, los males de la sociedad, como también en la perversión de un aspecto natural insensible a la vergüenza, y que por otra parte, se desliza hacia la imprudencia y la insensatez.
Y en otros pasajes parte de la idea de que el carácter empírico es la receptividad de una sensibilidad dada.
Entonces, de acuerdo a lo anterior, uno puede pensar que el carácter inteligible es el sustrato de esas características que se manifiestan, de esas particularidades del carácter, en resumen, la conformación permanentemente estable del corazón; pues el carácter empírico es solamente una manifestación del inteligibles; y éste es simplemente la causa trascendental de aquél; por lo cual entre ambos, en términos absolutos, no puede haber diferencia alguna, aún cuando, de acuerdo a la esencia del carácter inteligible, éste no puede ser conocido inmediatamente.
A pesar de esto, Kant sitúa el carácter inteligible en la mente del hombre.
El hombre, que entonces conoce la totalidad de la naturaleza sencillamente por medio de sus sentidos, también se conoce a sí mismo mediante la mera apercepción, y de hecho, en sus acciones y en sus determinaciones internas que no puede contar entre las impresiones sensibles, y es en sí mismo, por una parte, fenómeno, pero por otra parte, en la consideración de ciertas capacidades, se trata de un objeto meramente inteligible, pues la acción de las mismas no puede ser contada entre la receptividad de la sensibilidad. Denominamos a esas capacidades entendimiento y razón, y esta última, más que nada, y en una forma muy propia y destacada, se diferencia de todas las fuerzas empíricamente condicionadas ya que ella estima sus objetos simplemente a través de ideas. (Ibídem, 426).
Entonces la disposición al conocimiento es el fundamento trascendental de las características morales de un hombre, que es un tipo determinado de su voluntad, de su disposición al deseo.
Contra ello debo protestar con decisión; no solamente desde el punto de vista de mi filosofía, sino que también en nombre de Schopenhauer, quien ha probado brillantemente que el intelecto y la autoconciencia no necesariamente pertenecen a la esencia de la cosa en sí, que ellos, por lo tanto, jamás pueden ser el fundamento trascendental de un fenómeno.
Kant prosigue:
La razón pura como una simple disposición inteligible no está subordinada a la forma temporal, y por ello tampoco a las condiciones de la sucesión temporal. La causalidad de la razón en el carácter inteligible no surge, o no es que se erija en un momento determinado, a fin de producir un efecto. Pues, de presentarse así, ella misma estaría subordinada a la ley natural de los fenómenos, en cuanto que determina los encadenamientos causales en el tiempo, y la causalidad así sería naturaleza, y no libertad. Entonces podremos decir: si la razón puede contemplar a la causalidad en lo referente a los fenómenos, es por lo tanto una disposición gracias a la cual recién puede darse la condición sensible de una sucesión empírica de efectos. (Ibídem, 429).
Esto es igualmente falso y se genera a partir de la observación pura a priori del tiempo, que ha de pertenecer a la sensibilidad. Sabemos, en primer lugar, que el presente es la forma de la razón, y en segundo lugar, que la cosa en sí, independientemente del tiempo ideal de un sujeto cognoscente, vive en un movimiento real. Si aparto la cosa del tiempo, entonces de ningún modo la he retirado del movimiento real a fin de transformarla en un ser solitario y carente de movimiento que se halle por encima del flujo del desarrollo. Entonces ni en el peor de los casos el carácter inteligible por sí mismo puede comenzar un encadenamiento empírico de efectos, ya sea que se lo sitúe en la razón o en la voluntad de vivir schopenhaueriana; pues siempre cada unas de sus acciones, que resultan en un encadenamiento de efectos, es por sí misma el eslabón de una cadena cuyos eslabones están unidos por la más estricta necesidad.
De momento pasemos esto por alto y figurémonos que el carácter inteligible pueda ser libre. ¿Cómo
podría entonces ser llamada libre la acción de éste, ya que está totalmente determinada por su carácter empírico (del tipo de sensación) y resulta ser necesario? (Crítica de la razón pura, 429).
De dos posibilidades solamente resulta una: o bien el carácter inteligible (la forma del pensamiento) ha determinado de una vez por todas la naturaleza del carácter empírico (la forma de los sentidos) y el carácter de un hombre permanece igual a lo largo de su vida, es simplemente el carácter inteligible desplegado en un encadenamiento de actos particulares, o bien el hombre ocupa en la naturaleza un lugar excepcional e incluso es libre en cuanto fenómeno, posee el liberum arbitrium.
Kant evita estas alternativas y al carácter inteligible le atribuye la capacidad de determinar el carácter empírico en todo momento.
Pues ya que la razón misma no es un fenómeno y no está subordinada a ninguna condición de la sensibilidad, en ella no tiene lugar ninguna sucesión temporal, incluso en lo que atañe a su causalidad, y, por lo tanto, a ella no puede ser aplicada la legalidad dinámica de la naturaleza que determina las consecuencias temporales de acuerdo a reglas. (…)
Respecto al carácter inteligible, del cual el carácter empírico solamente es el esquema sensorial, no vale ningún antes ni después, y cada acción es la acción inmediata del carácter inteligible de la razón pura, que además actúa de manera libre (…) y a esa libertad suya uno no puede considerarla solamente en modo negativo como independencia de condiciones empíricas, sino que también en modo positivo, señalando la disposición a dar inicio a un encadenamiento de sucesos por su propia cuenta. (Ibídem, 430).
Y entonces sigue el ejemplo del mentiroso, a partir del cual se explica clara y concisamente que el carácter inteligible puede determinar en todo momento al carácter empírico.
La crítica se funda en una ley de razón, para lo cual se la considera como una causa que puede y debe haber determinado de un modo diferente el comportamiento del hombre, más allá de las ya mencionadas condiciones empíricas. (…)
La acción es atribuida al carácter inteligible del mentiroso; éste, en el instante en que miente, y porque miente, tiene toda la culpa, ya que, más allá de todas las condiciones empíricas del hecho, su razón era completamente libre, y su omisión por completo ha de ser atribuida a ella.
Además (Crítica de la razón práctica, 139):
Cumplir con el imperativo categórico es una fuerza en cada uno de nosotros presente en todo momento.
Dicho con otras palabras: el hombre es en todo momento libre y la necesidad de sus acciones es una apariencia, tanto como sí mismo (en cuanto cuerpo), el mundo y todo aquello que es simple apariencia.
No se podía esperar otro resultado desde la perspectiva del idealismo nominalmente crítico, pero en los hechos, empírico. Con sus propios labios Kant reconoce la necesidad; pero con su corazón, la libertad de la acción humana. Tampoco resulta posible abarcar con una mano la libertad y la necesidad en el mundo. O bien solamente hay libertad, o bien solamente hay necesidad.
Kant mismo ha de reconocer:
En la aplicación, si uno combina ambas cosas (libertad y necesidad) en una misma acción y entonces quiere explicar esa misma combiación, genera grandes dificultades que parecen hacer impracticable tal combinación. (Crítica de la razón práctica, 211).
Y:
Pero, debo decir, la solución a las dificultades aquí expuestas lleva consigo muchas cosas complejas, y no puede concebirse en una exposición clara. Sólo que entonces, ¿es más sencilla y comprensible que cualquier otra que se haya intentado o se pretenda intentar? (Ibídem, 220).
Además, el problema aún en los tiempos de Kant, descontando a los demás, no había madurando para su resolución. Cada hombre posee una determinada esfera de acción; la de Kant era el ámbito de la disposición al conocimiento, en el cual produjo resultados inmortales. En la moral solamente le restó la tarea de ventilar todas las cuestiones emergentes. Lo hizo de la forma más abarcativa, pero no consiguió nada duradero. Una nueva y distinta fuerza renovada (Schopenhauer) se había reservado la tarea de develar la verdadera cosa en sí, que de hecho sólo podía ser la fuente de toda acción moral. Kant había dejado que la cosa en sí permaneciera en su teoría del conocimiento como una x, pero, por otra parte, en la ética, donde debía ser referida en una forma determinada, la situó en la razón humana, un lugar al que claramente no pertenece. Schopenhauer la develó, pero, como si en ello se hubiese agotado su potencia intelectual, no logró producir una ética impoluta, y debió legarme a mí la tarea de explicar la combinación de libertad y necesidad presente en una misma acción, en un modo claro y que a todos resulte convincente, sirviéndome de la separación absoluta del ámbito inmanente y del ámbito trascendente.
No con las mismas palabras, pero sí según su sentido, Kant partió desde un alma puramente cognitiva y desde una impuramente sensitiva. El hombre pertenece a dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible,
en el que ahora mismo estamos, y en el que continuará nuestra existencia de acuerdo a la más elevada determinación de la razón, al que nosotros podemos ser remitidos a través de determinadas prescripciones. (Crítica de la razón práctica, 226).
Entonces a veces brinda a cada una de las almas una voluntad particular, a veces hay una sola a disposición de las dos, a veces también la voluntad en sí no es nada en particular, a veces es algo. Las citas siguientes habrán de aclarar esto:
La arbitrariedad es puramente animal (arbitrium brutum), la cual no pueden ser definida de otra forma más que mediante los impulsos sensibles, es decir, de forma patológica. Pero aquellos que, independientemente de los impulsos sensibles, pueden ser definidos además por las causas del movimiento que solamente pueden ser generadas por la razón, a las que se llama libre arbitrio (arbitrium liberum), y todo aquello que se corresponda con esto, sea como causa o consecuencia, es caracterizado como algo práctico. La libertad práctica puede ser verificada por medio de la experiencia. Pues no simplemente aquello que estimula, es decir, que afecta inmediatamente los sentidos, determina el arbitrio humano, sino que contamos con una disposición a superar las impresiones sobre nuestra disposición al deseo en el plano sensible por medio de representaciones de aquello que es para sí mismo útil o perjuicioso en un modo distante. (Crítica de la razón pura, 599).
Solamente un ser razonable posee la disposición de actuar de acuerdo a la representación de las leyes, es decir, según principios, o de acuerdo a la voluntad. Ya que es necesaria la razón para que las acciones sean conducidas por la ley, entonces la voluntad no es otra cosa más que razón práctica. Si la razón determina a la voluntad de un modo no permanente, entonces estamos ante acciones de un tipo tal que pueden ser reconocidas tanto como objetivamente necesarias y así también como subjetivamente necesarias, es decir que la voluntad es una disposición a optar solamente por aquello que la razón, independientemente de la inclinación, reconoce como necesario prácticamente, es decir que reconoce como un bien. Pero si la razón por sí misma no determina por completo la voluntad, si la voluntad en sí no es completamente acorde a la razón (como en efecto se da en los hombres), las acciones que objetivamente son reconocidas como necesarias también serán entonces ocasionalmente subjetivas, y es necesaria la determinación de una voluntad así, acorde a leyes objetivas. (Crítica de la razón práctica, 33).
Más allá de las relaciones en que el entendimiento se encuentra respecto a los objetos (el conocimiento teórico), también se encuentra en una respecto a la disposición al deseo, de modo que ésta sea llamada voluntad y ha de ser llamada voluntad pura, en la medida en que el entendimiento puro (que en este caso es llamado razón) determinado mediante la mera representación de una ley es de carácter práctico. La realidad objetiva de una voluntad pura, o lo que es una y la misma cosa: de una razón práctica pura… (Ibídem, 162).
Tenemos entonces:
1) a) una voluntad animal
- b) una voluntad libre
2) solamente una voluntad
Esta voluntad una es:
1) indiferente, puesto que a veces se deja determinar por el alma pura y a veces por el alma impura.
2) no indiferente, sino
- a) la voluntad sin más, cuando ella expresa la relación del entendimiento con la disposición al deseo;
- b) la voluntad pura, cuando la razón es de carácter práctico gracias a la simple representación de una ley.
No es posible asignarle a un mismo término una pluralidad de significados aún mayor, dicho brevemente, aumentar la confusión.
Entonces la diferenciación kantiana del carácter inteligible del empírico no merece la alabanza que Schopenhauer le dedicó tan generosamente. Kant se aferró a la libertad y a la necesidad al mismo tiempo, y la consecuencia de ello fue que él no haya podido comprender ni la una ni la otra: se sentó en medio de dos sillas.
¿Por qué Schopenhauer se identificó con esa doctrina? Porque se correspondía con sus supuestos metafísicos, y porque le era cómodo poder situar como trasfondo a veces a la necesidad y otras veces a la libertad, siempre de acuerdo a sus necesidades.
Además, no dejó intacta la doctrina de Kant, sino que la moldeó violentamente, al igual que a la doctrina de las ideas de Platón. Enseguida convirtió en voluntad, en cuanto cosa en sí, al carácter inteligible de Kant, mientras que éste de forma en absoluto ambigua, clara y concisa dijo que se trataba de la razón; en segundo lugar, hizo que el carácter empírico sea determinado de una vez y por siempre por el carácter inteligible, mientras que Kant atribuyó al carácter inteligible la capacidad de manifestarse en cualquier momento en carácter empírico. Schopenhauer sostiene:
El carácter empírico en cuanto objeto de la experiencia, al igual que el hombre en su totalidad, es una mera apariencia, y por ello está ligado a las formas de todo fenómeno: espacio, tiempo y causalidad, y está sometido a sus leyes; por el contrario, el carácter inteligible, en cuanto cosa en sí, es independiente de esas formas y, por lo tanto, no está sometido a ninguna diferencia temporal, además de ser la condición permanente e invariable y el fundamento de toda esta manifestación; se trata de su voluntad en cuanto cosa en sí, a la cual, en su peculiaridad, también le pertenece una libertad absoluta, o sea, una independencia respecto a las leyes de la causalidad (como una simple forma de los fenómenos). Pero esa libertad es trascendental, o sea, no se manifiesta en la apariencia. (Ética, 96).
Además, el operari sequitur esse se afirma sin excepción en el mundo de la experiencia. Todas las cosas actúan de acuerdo a su composición y sus efectos resultantes de causas comunican esa composición. Todo hombre actúa según cómo es, y de acuerdo a ello cada vez la acción se torna necesaria, en cada caso individual, siendo solamente determinada por sus motivos. La libertad, que por ello no puede tener lugar en el operari, ha de encontrarse en el esse. (Ibídem, 97).
Es claro que Schopenhauer en su muy importante escrito “Sobre la libertad de la voluntad”, que sin dudas se cuenta entre los más bellos y profundos que jamás han sido escritos, mejoró esencialmente la doctrina de Kant; pero su diferenciación del carácter inteligible del empírico no es la de Kant. A la profunda brecha entre ambas explicaciones siempre la evita a propósito; solamente en dos ocasiones, desgarrado por la indignación, se queja brevemente:
La voluntad, que Kant de forma totalmente inadmisible llamó razón, provocando una lesión imposible de sanar en todo uso del lenguaje. (El mundo como voluntad y representación I, 599).
En la ética kantiana, más que nada en la Crítica de la razón práctica, en su trasfondo, se observa sobrevolar el pensamiento de que la esencia íntima y eterna del hombre consiste en la razón. (Ética, 132).
En el muy acertado escrito que he mencionado Schopenhauer prueba de manera irrefutable y definitiva que la voluntad, en cuanto carácter empírico, jamás es libre. Si la cuestión no es algo nuevo, entonces cuenta con el mérito incuestionable de haber saldado para toda persona razonable las controversias acerca de la libertad o no de las acciones humanas. La negación de la libertad de la voluntad pertenece, por lo tanto, a las pocas verdades que la filosofía ha conquistado. Acerca de la libertad trascendente hablaré más adelante.
En tanto, ¿pudo Schopenhauer, al menos esta única vez, resistir en verdad consecuente y fijo en esta perspectiva? Lamentablemente no es el caso. Incluso había perforado la necesidad de los actos volitivos del hombre, ya que permitió que se exprese la libertad trascendental de la voluntad humana, de la cual anteriormente había dicho que era una tal que no se manifiesta en la apariencia, en la medida queel operari sequitur esse se afirma sin excepción en el mundo de la experiencia, primero en dos casos, luego solamente en uno en los fenómenos, apareciendo como un deus ex machina.
Esa libertad, esa omnipotencia (…) entonces también de hecho allí donde se expresa nuevamente el conocimiento totalmente adecuado de su propio ser en su más perfecta manifestación, en la medida en que se encuentre aquí o en la cúspide de la sensatez y de la autoconciencia, ha de querer lo mismo que la ciega y que habría de querer desconociéndose a sí misma, pues allí el conocimiento, tanto en lo particular como en lo general, permanece para ella como un motivo; e incluso lo inverso, cuando ese conocimiento se torna un quietivo que calma y excluye todo querer. Esa es la afirmación y negación de la voluntad de vivir que, como una mirada sobre el transitar del individuo en general, no modifica algunas expresiones volitivas a fin de alterar el desarrollo del carácter, sino que o bien por medio de una presencia cada vez más intensa de todas las formas de actuar desarrolladas hasta entonces, o inversamente, por medio de la exclusión de las mismas, pronuncia vivamente aquella máxima que, de acuerdo al conocimiento obtenido a este punto, ha comprendido a la voluntad como algo libre. (El mundo como voluntad y representación I, 363).
Por el contrario, 113 páginas más adelante dice:
En verdad, la libertad verdadera, o sea, la independencia del principio de fundamentación, se corresponde solamente con la voluntad en cuanto cosa en sí, y no con su manifestación, cuya forma esencial es, ante todo, el principio de fundamentación, el elemento de necesidad. Sólo que el único caso en el que aquella libertad puede hacerse visible en su manifestación es aquél en el que aquello que se manifiesta encuentra un fin.
Aquí Schopenhauer dice claramente: solamente en la negación de sí mismo la voluntad es libre, pero en la primera cita lo era también en la afirmación.
Ser consecuente es la gran obligación de un filósofo, sin embargo se consigue muy raramente. (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, 122).
La partición de la voluntad individual en un carácter inteligible y en uno empírico, de acuerdo a mi filosofía, es inadmisible.
La voluntad humana individual se presenta a la vida con un carácter totalmente determinado, manifestándose hasta la muerte en un desarrollo real. Desde un punto de movimiento a otro, o dicho subjetivamente, de un presente a otro, este carácter se mueve, un carácter al que aquí se pretende atribuir una inmutabilidad de modo que cada una de sus acciones sea producto de su composición y de un motivo suficiente. Entonces aquello que aparece en cada acción es simplemente un carácter único. Si uno quiere llamarlo empírico porque se puede conocer su esencia por medio de la experiencia, puede hacerlo, pero a la premisa de que el carácter empírico sea solamente el carácter inteligible carente de temporalidad ingresado en el tiempo de modo aparente debo descartarla por absurda; puesto que ella tendría sentido solamente si el tiempo en verdad fuera una observación pura a priori, algo que creo haber desmentido con suficiencia. Por el contrario, si la cosa en sí es captada en el desarrollo real y el tiempo es solamente aquella forma ideal que nos fue dado para poder seguir y conocer la sucesión real, la sutil diferenciación ha perdido todo su significado y solamente puede hablarse de un carácter al que se lo puede denominar como uno quiera.
Entonces a aquello que atañe a la libertad trascendental que Schopenhauer, en su bello escrito “Sobre la libertad de la voluntad” ha depositado en el esse y quitado el operari, yo he debido quitarle también el esse. No reconozco ni un maravilloso ocasionalismo ni un momento de la muerte altamente importante en el que se prepare la palingenesia del hombre
Junto a todo el placer y el dolor que está contenido en él y determinado por él de forma irrevocable.
Solamente en el momento de la concepción el carácter del hombre es determinado, y lo es necesariamente. Se reúnen dos hombres totalmente determinados y generan un tercero también determinado por completo, que debe ser comprendido como un viejo ser rejuvenecido (un miembro de una cadena evolutiva). Este nuevo individuo se desarrolla de acuerdo a las palabras del poeta:
Como en aquel día en que te han dado al mundo
el sol salió a saludar a los planetas
has crecido desde entonces siempre más y más
según la ley de acuerdo a la cual tú has surgido.
Así debes ser, no puedes huir de ti mismo,
así ya lo han dicho sibilas, los profetas;
y ningún tiempo ni ningún poder destruye
la forma acuñada que se desarrolla vivamente.
(Goethe).
De acuerdo a ello todo ser posee una composición (un esse) que no puede haber sido elegida libremente. Pero todo ser da cuenta de otro y así finalmente arribamos al ser puro de una unidad trascendente a la que debemos atribuir libertad antes de su partición, una unidad a la que sin embargo no podemos comprender, así como a la calma absoluta. Pero en la medida en que todo lo que es, que estaba originalmente en esa unidad simple, también ha elegido para sí su esse con total libertad, por ello todo hombre es responsable de sus actos, a pesar de su carácter determinado a partir del cual fluyen las acciones necesariamente.
Ésta es la única solución posible, totalmente correcta e inútilmente buscada, al problema más difícil de la filosofía, que es la conjunción de libertad y necesidad en una misma acción.
Kant concedió libertad al hombre en todo momento, Schopenhauer (paso por alto su inconsecuencia) solamente lo hizo al momento de la muerte, y yo me reservo absolutamente toda libertad, auténtica libertad, remitiéndola al ámbito trascendente, el cual se ha desplomado e hizo lugar al claro mundo de la multiplicidad, del movimiento y de la necesidad sin excepciones: la fuente de todo nuestro conocimiento y de toda nuestra verdad.
Antes de que podamos avanzar al fundamento de la moral debemos probar la inmutabilidad de la voluntad.
La flor más bella, o mejor dicho, el fruto más noble de la filosofía schopenhaueriana es la negación de la voluntad de vivir. Cada vez habrá de reconocerse un tanto más que antes que en base a mi doctrina el tema de debate más serio habrá de ser que la filosofía toma el lugar de la religión, hasta poder penetrar en los estamentos más bajos del pueblo. ¿Qué ha ofrecido la filosofía anterior a Schopenhauer al corazón del hombre que en voz alta ha clamado por su redención? O bien un piadoso entramado mental acerca de Dios, la inmortalidad del alma, la sustancia, los accidentes, en resumen, una piedra; o bien, investigaciones minuciosas, muy agudas y por completo necesarias acerca de la disposición al conocimiento. Pero, ¿qué se pregunta el hombre acerca de sí mismo en un momento de admiración, cuando la razón obtiene el mando y una tenue voz triste le dice:
Vivo – y no sé por cuánto tiempo;
muero – y no sé cuándo;
me arrastran – y no sé hacia dónde?,
¿por las formas subjetivas del espacio y del tiempo, por la ley de causalidad y la síntesis de algo diverso en la observación? El corazón anhela tener algo a lo que pueda anclarse, un suelo firme en medio de la tormenta de la vida, pan y de nuevo pan para su apetito. Ya que el cristianismo pudo saciar este apetito, la filosofía griega debió ser derrotada en la lucha contra él, y porque pudo brindar un fundamento inconmovible cuando todo se sacudía y temblaba, mientras que la filosofía era el lugar de observación de riñas infructuosas y disputas furiosas, los hombres más sobresalientes a menudo se arrojaban a los brazos de la iglesia con sus alas entumecidas y su brillo apagado. Pero ya no se puede creer más en ello, y porque ya no se puede creer más, se descarta junto con los milagros y misterios de la religión su núcleo imperecedero: su verdad salvífica. Un indiferentismo total se fortalece a partir de aquellos ánimos que muy acertadamente Kant ha denominado “la madre del caos y de la noche”. A ese núcleo indestructible de la religión cristiana Schopenhauer se aferró entonces con la mano firme y lo llevó al templo de la ciencia, como un fuego sagrado, que habría de llevar una nueva luz a la humanidad y extenderse por todos los países, pues está hecho de modo tal que entusiasma a individuos y a masas, y enciende en sus corazones una llama clara.
Pues la religión habrá de cumplir su tarea y habrá de completar su camino: entonces podrá abandonar a esta estirpe que ha alcanzado la mayoría de edad, y aún separarse en paz. Esta habrá de ser la eutanasia de la religión. (Parerga II, 361).
Pero la negación de la voluntad de vivir, ese maravilloso fruto de la filosofía de Schopenhauer, primero debe ser puesto a resguardo de él mismo, ya que ataca a su propio hijo y pone en riesgo su vida.
Aquello que en primer lugar se contrapone a la negación de la voluntad de vivir es la individualidad denegada.
Si la individualidad es una simple apariencia, si ella se sitúa junto al sujeto cognoscente y cae, entonces el punto central del ser humano se encuentra en la especie, en la objetivación schopenhaueriana o idea de hombre (pretendo pasar por alto la voluntad una e indivisa); por lo tanto, el individuo no ha de ser redimido por otro medio que no sea a través de la especie, esto no quiere decir otra cosa más que por medio de todas las voluntades de los hombres, puesto que nuevamente el género logra su existencia en los individuos, o dicho con otras palabras: el individuo, que solamente cuenta con un anhelo: ser expulsado de la sucesión de seres vivientes, cdebe esperar hasta que todos los seres humanos opten por tener el mismo deseo. Una filosofía que enseña esto no podrá jamás reemplazar a la religión cristiana que todo el tiempo eleva al individuo por encima de las masas y lo vivifica y deleita con la esperanza de la liberación individual.
No estimo necesario señalar una vez más lo esencialmente falso del asunto. La individualidad real es tan cierta como cualquier principio de la matemática.
Basándonos en otra explicación de Schopenhauer también podemos decir que si en todo individuo está contenida por completo la voluntad una e indivisible, entonces debiera colapsar todo el mundo cuando un hombre, por voluntad propia, se negase a sí mismo. Pero si bien ya muchos han negado su propia voluntad, el mundo permanece firme y seguro.
El segundo error fundamental que hace ilusoria la negación de la voluntad es que sea negado el desarrollo real.
Si la más íntima esencia del individuo se encuentra inmóvil, excluida del tiempo, tras su apariencia, la redención es completamente imposible. La negación solamente puede seguir a la afirmación. El estado de la voluntad que se afirma no puede existir al mismo tiempo que el estado de la voluntad que se niega. El místico dice: “Si la luz ha de ingresar, entonces primero deben disiparse las tinieblas”. Si se deja de lado el antes y el después, entonces se sitúa al individuo en dos estados contrapuestos en un mismo presente que ningún intelecto puede pensar. Aquí, en esta importantísima doctrina de la filosofía (la negación de la voluntad de vivir), se muestra más claramente que en ningún otro sitio la imposibilidad de sostener, por un lado, las observaciones puras kantianas del espacio y del tiempo y, por otro lado, la fertilidad de mi teoría del conocimiento.
Muy íntimamente relacionada con la negación del desarrollo real se halla en tercer lugar la doctrina de Schopenhauer acerca de la inmutabilidad del carácter empírico.
El carácter del hombre es constante: permanece igual a lo largo de la vida.
El hombre nunca cambia. (Ética, 50).
Por otra parte, atribuye al hombre la capacidad de suprimir por completo su carácter.
La clave para la conciliación de esta contradicción reside en que el estado en el cual el carácter está desprovisto del influjo del motivo no surge inmediatamente de la voluntad, sino que de una forma de conocimiento diferente. Entonces en la medida en que el conocimiento no sea otro más que aquél que se halla cautivo en el principium individuationis, que por excelencia es aquél que sigue el principio de fundamentación, también resulta irresistible la potencia del motivo; pero cuando pasa por alto el principium individuationis, la idea, o sea, la esencia de la cosa en sí, es reconocida inmediatamente como una misma voluntad presente en todos, y a partir de ese conocimiento surge un quietivo común del querer, a continuación los motivos particulares se tornan inefectivos, puesto que se ha retirado la forma de conocimiento que se corresponde con ellos, opacada por una que es completamente diferente. Por ello jamás el carácter puede modificarse parcialmente, sino que en el individuo debe seguir, con el grado de consecuencia de una ley natural, a la voluntad cuya manifestación él es en su totalidad; pero incluso esta totalidad, el carácter mismo, puede ser excluida por completo por la antedicha modificación en el conocimiento. (El mundo como voluntad y representación I, 477).
El hombre ingresa a la existencia con cualidades volitivas totalmente determinadas. Existe porque ante todo quiere la vida, en segundo lugar quiere la vida en una forma determinada. No se puede poner en duda que su voluntad posee inclinaciones determinadas. Toda mente esclarecida ha de reconocerlo, aún sin formación filosófica y sólo he de recordar al padre de Nerón que, de acuerdo a un informe de Suetonio, aclaró con una maravillosa objetividad: “a partir de su carácter y el de Agripina solamente pudo haber engendrado un ser despreciable y dañino para la comunidad”. Pero las cualidades volitivas están poresentes en el niño solamente como germen. Esto es importante y, por ello, ha de ser reforzado.
Junto al carácter determinado de un hombre también le es dado el conocimiento, sin el cual no podría moverse hacia el exterior.
Debemos partir de estas dos verdades fundamentales.
El germen de fuertes cualidades volitivas es débil y puede ser influido. A ello atañe la importancia de la educación. Una cualidad volitiva puede ser reforzada, otra debilitada, una tercera puede ser marchitada, otra que había sido sofocada puede ser reanimada nuevamente.
El medio del cual se sirve el educador para alcanzar su propósito, dicho de un modo muy general, es la sensibilidad, que, como sabemos, se encuentra en una triple relación con la voluntad. En primer lugar, es su conductor dependiente, luego acompaña sus actos con el sentimiento, y, en tercer lugar, abre a la voluntad humana el acceso a su más profunda intimidad por medio de la autoconciencia.
El educador brinda entonces al niño una aptitud y un cierto panorama acerca de las relaciones reales. Por medio de ello hace del espíritu de aquél un conductor más o menos refinado, y brinda a la voluntad misma la posibilidad de moverse libremente. Luego usa la sensibilidad para, por medio de sus amonestaciones, transformar ese germen en cualidades volitivas de la forma dada, y finalmente instruye al niño, por medio de la religión, acerca del valor de la vida. Si es un pensador, habrá de decirle: “el bien más preciado es la paz en el corazón y todo lo demás no es nada. Pero por encima de la paz en el corazón se sitúa la aniquilación total, cuya imagen terrenal es el dormir sin soñar. Mientras debas vivir, olvídate de ti mismo y obra para los demás. La vida es un pesado lastre y la muerte es redención.” No precisa guardar temores de que su aprendiz se arroje de inmediato al agua buscando la muerte. El joven quiere la vida y la existencia, pero esas palabras quizás hayan de agradar al hombre maduro y hayan de tornarse un motivo para él.
El mundo mismo concluye la educación. Si ingresa a él un individuo que ha crecido como un salvaje, entonces éste ha de ser su primer educador y su esencia se corresponde con la del sujeto abandonado a sí mismo, ya que, dicho gráficamente, es frío como el hielo y carece de compasión. Con su puño de acero hace a un lado a los inexpertos y a los obstinados y forja las cualidades volitivas que se han vuelto fuertes, pero que casi no han sido modificadas. Si el individuo es demasiado frágil, se rompe; si es astuto de nacimiento, huye y se cobra venganza; si es de buen corazón y limitado, se lo tolera y se lo explota.
Entonces Schopenhauer suscribe por completo a la influencia del conocimiento sobre la voluntad. Dice:
Ya que los motivos que determinan la manifestación del carácter, o la forma de actuar, influyen sobre él por medio del conocimiento, pero el conocimiento es variable, y a menudo pende de un lado a otro entre el error y la certeza, sin embargo, por regla, en el desarrollo de la vida se corrige cada vez más, aunque en grados muy distintos, de este modo la forma de actuar de un hombre puede cambiar notoriamente, sin que por ello pueda ser verificada una conclusión acerca de una modificación en el carácter. (El mundo como voluntad y representación I, 347).
Todo lo que pueden hacer los motivos es modificar la dirección de sus anhelos, es decir, hacer que él busque por otro camino distinto a los de hasta entonces aquello mismo que pretende de modo invariable. Por ello instrucciones, conocimientos mejorados, es decir efectos provenientes del exterior, pueden de hecho enseñarle que en el proceso ha cometido errores, y de acuerdo a ello puede hacer que él persiga por otro camino aquel propósito que anhela de una vez y de acuerdo a su esencia más íntima, o incluso perseguirlo en un objeto completamente distinto; sin embargo jamás puede hacer que él en verdad quiera algo distinto a lo que ha querido hasta entonces. (Ibídem).
Simplemente su conocimiento le permite corregirse, a partir de ello puede arribar a la conclusión de que este o aquel medio que ha empleado hasta entonces no conduce a su meta, o brinda más inconvenientes que beneficios, y entonces cambia de medio, pero no de propósito. (…) Únicamente en el conocimiento tiene lugar la esfera y el campo de toda mejora y ennoblecimiento. (…) Desde allí se desarrolla toda educación. La formación de la razón por medio de conocimientos y opiniones de todo tipo es moralmente relevante puesto que abre el acceso a motivos sin los cuales el hombre tiende a permanecer cerrado sobre sí mismo. En la medida en que no los pueda comprender, no han de estar presentes para su voluntad. (Ética, 52).
De vez en cuando las pasiones a las que en la juventud uno cede, con el paso del tiempo, se ven contenidas voluntariamente, sencillamente porque motivos opuestos han aparecido entonces para su conocimiento. (El mundo como voluntad y representación I, 349).
Entonces en este poderoso (e indirecto) influjo del conocimiento sobre la voluntad que Schopenhauer ha admitido está contenida implícitamente la mutabilidad del carácter, ya que si la voluntad, habilitada por el conocimiento, estima que una de sus cualidades ha de caer en el desuso para siempre, ésta poco a poco ha de tornarse más rudimentaria; siendo como si no estuviese presente.
Incluso se puede decir en forma general que todo hombre es voluntad de vivir y por lo tanto en cada hombre se halla también la posibilidad de expresar todas las cualidades de la voluntad. Por medio de la herencia y la educación se hallan presente en él algunas cualidades prominentes, y el resto simplemente como germen, junto a la capacidad de desarrollarlas.
Sin embargo no se puede situar a la mutabilidad del carácter dentro de límites muy amplios.
La mutabilidad es un hecho. Ya el viejo ser rejuvenecido es un ser transformado, en la medida en que dos voluntades y dos inteligencias actúan como una y producen una nueva conexión entre la voluntad y el espíritu. La idea joven más tarde se muestra a la vida (en el sentido más amplio del término) y se desarrolla. ¿Puede mantenerse totalmente libre del influjo de su entorno correspondiente? No resulta posible.
De ello sacamos las siguientes conclusiones:
1) El hombre se muestra a la vida con gérmenes de cualidades volitivas más fuertes y más débiles.
2) Las más fuertes pueden debilitarse y las más débiles pueden fortalecerse por medio de la educación, el ejemplo, el mundo.
3) Sin embargo, el hombre posee en cada instante de su vida un yo determinado, es decir, es la conexión de una voluntad determinada con un espíritu determinado que debo emplear necesariamente y por razón suficiente. El hombre actúa siempre por necesidad y nunca es libre, aún tampoco cuando niega su propia voluntad.
Schopenhauer nos ha brindado otra prueba de la capacidad de adaptación del carácter por medio del carácter adquirido, al cual ha situado junto al inteligible y al empírico; ya que el carácter adquirido se manifiesta cuando el hombre cultiva especialmente ciertas disposiciones del carácter empírico, mientras que deja relegadas otras. Debo remarcar también que la exposición de Schopenhauer sobre el carácter adquirido es defectuosa. Él habla de una forma muy general sobre el cultivo de propiedades naturales, sin observar a éstas bajo la perspectiva de la ética.
Ahora somos claramente conscientes de nuestra forma de actuar por demás necesaria gracias a nuestra naturaleza individual, que permanentemente nos brinda máximas actuales según las cuales podemos proceder de un modo tan razonable como si hubiésemos sido instruidos, sin ser alterados en ello por la influencia constante de nuestro estado de ánimo o de las impresiones del momento (…) sin titubeos, sin oscilaciones, sin inconsecuencias (…).
Si hemos investigado dónde se encuentran nuestros puntos fuertes y nuestros puntos débiles, hemos de intentar cultivar y ejercitar nuestras disposiciones naturales más destacadas y, en el mejor de los casos, hemos de utilizarlas para inclinarnos siempre hacia donde ellas emergen y resultan válidas, así como hemos de evitar completamente, valiéndonos de autosuperación, las inclinaciones a las que por naturaleza tenemos una menor disposición. (El mundo como voluntad y representación I, 360).
Esos pasajes generales no son adecuados para una Ética. Si uno, a modo de ejemplo, considera un carácter cuya propensión más marcada es al robo, ha de ejercitarla entonces razonable y metódicamente, sin titubeos, sin oscilasciones, sin inconsecuencias, y si la honestidad se inclina a pronunciarse en él, entonces con autosuperación habrá de silenciarla. Realmente: difficile est, satiram non scribere.
Finalmente menciono también que Schopenhauer, ya que negó el desarrollo real y por ello se afirmó especialmente en la inmutabilidad de la voluntad, debió afirmar que la diversidad de caracteres carece de explicación (El mundo como voluntad y representación II, 604). Pero ella se puede explicar muy bien, tal como lo he demostrado en mi Política.
Ahora estamos frente a la cuestión principal de la ética, la pregunta por su fundamento.
También aquí debo hablar primero de Kant, pero he de decir pocas palabras puesto que la acertada crítica de Schopenhauer a la ética kantiana la ha aniquilado. El proceder de Kant es el siguiente:
Que tenga por resultado aquello que debió haber sido el principio o el requisito (la teología), y que tome por requisito aquello que debió haber sido deducido como el resultado (la máxima). (Ética, 126).
Y el error principal de su fundamentación de la moralidad:
Es carente de contenido real, es carente por completo de realidad, y por ello, de efectividad posible. (Ibídem, 143).
Por otra parte ha de ser útil remarcar tres resultados de la ética kantiana. Uno es que, por medio de la razón, a través de conocimientos claros volcados en conceptos, ejercemos un influjo sobre nuestra voluntad.
Tenemos una disposición a doblegar las impresiones sobre nuestra disposición sensible al deseo por medio de las representaciones de aquello mismo que de la forma más remota puede ser provechoso o dañino. (Crítica de la razón pura, 599).
El segundo es que solamente un desinterés total puede darle valor moral a una acción. Si el egoísmo entra en juego en lo más mínimo, entonces la acción en el mejor de los casos habrá de detentar legalidad, pero nunca moralidad. El tercer resultado es que por ello nunca en la vida se presentará una acción verdaderamente moral.
De hecho es completamente imposible resolver un caso particular con certeza total empleando la experiencia, ya que la máxima de una acción obligatoria ha de referir en definitiva a un fundamento moral y a la representación de su obligatoriedad.
Jamás puede concluirse con total seguridad que en verdad la causa propia y determinante de la voluntad no haya sido ningún impulso oculto del amor de sí mismo, bajo el simple reflejo de aquella idea. (Crítica de la razón práctica, 27).
Y porque ése es el caso, el mismo Kant debió finalizar como una teología moral aquella ética que había comenzado tan puramente.
Sin un Dios y un mundo esperanzado las geniales ideas de la moralidad son de hecho objeto de aprobación y admiración, pero no resortes impulsores de su propósito y ejercicio. (Crítica de la razón pura, 607).
Schopenhauer critica la afirmación de Platón y de los estoicos de que la virtud puede ser enseñada, y asigna a la ética únicamente el propósito de
interpretar en la perspectiva moral la forma de actuar de los hombres, que es sumamente diversa, explicarla y remitirla a su última causa. (Ética, 195).
También él parte de la opinión de que únicamente el desinterés concede valor moral a una acción y explica abiertamente:
La ausencia de toda motivación egoísta es el criterio para toda acción de valor moral. (Ética, 204).
Examinemos ahora el fundamento de la moral para Schopenhauer.
De acuerdo a la apariencia, él otorga a la moral un solo fundamento, sin embargo, si se observa más agudamente, se encuentran dos fundamentos, a saber:
1) La compasión.
2) La observación a través del principii individuationis.
Esto es algo que debo corroborar. Dice:
¿Cómo es entonces posible que el placer y el dolor de algún otro muevan mi voluntad de forma inmediata, o sea, como si fuesen míos, es decir, que directamente se tornen un motivo para mí, y que incluso lo hagan en un grado que en mayor o menor medida deba postergar mi propio placer y dolor, que de lo contrario son la única fuente de mis motivos? Evidentemente esto solamente ocurre en la medida en que aquel otro se torne el último propósito de mi voluntad, del mismo modo en que yo lo soy para mí mismo; es decir, del mismo modo en que quiero totalmente de inmediato su placer y no quiero su dolor, ocurre también ello de forma inmediata sólo en lo que respecta a mí. Pero ello presupone necesariamente que frente a su dolor en cuanto tal sienta exactamente ese dolor como si fuese sólo mío, y por ello he de anhelar inmediatamente su placer tal como únicamente habría de hacerlo con el mío. Pero esto requiere que de algún modo esté identificado con él, o sea, que al menos en cierto grado sea excluida aquella diferencia total que existe entre mí y aquel otro, diferencia que precisamente atañe a mi egoísmo. Pero porque no me hallo cubierto por la piel de otro, entonces solamente por medio del conocimiento que tengo de aquél, o sea, de la representación de él elaborada en mi cabeza, puedo identificarme con aquél, al punto que mi acción anuncie la exclusión de aquella diferencia. El proceso analizado aquí (…) es el fenómeno cotidiano de la compasión. (Ética, 208).
No se puede leer este pasaje sin admirar la agudeza que fue necesaria emplear para escribirlo. Cuán refinadamente en él el conocimiento en cuanto observación a través del principii individuationis se refleja en el simple fenómeno de la compasión. De acuerdo a ello, la compasión no es un estado puro de la voluntad, como lo son la tristeza, el miedo, el displacer en general, no se trata del flujo de una voluntad compasiva movida por un motivo, sino que (…) si puedo darle un nombre, es sentimiento y conocimiento suprasensorial al mismo tiempo. El proceso es completamente distinto. En la contemplación de una gran pena, del padecer de un hombre o animal, sentimos dentro de nosotros un violento dolor que nos desgarra el corazón y, en muchos casos, como cuando sufre un animal, resulta más profundo que el del padeciente. De ningún modo conocemos ni sentimos dentro de nosotros algo idéntico al padeciente, sino que en definitiva sentimos en nosotros un dolor totalmente positivo del cual procuramos librarnos en la medida en que podamos hacer del padeciente alguien libre del dolor. En consecuencia, el individuo que se libera de un padecimiento en la medida en que ayuda a otro hombre está actuando en un modo completamente egoísta. En el verdadero sentido de la palabra se ayuda a sí mismo, si bien auxilia a otro, ya que solamente en la medida en que auxilia a otro puede ayudarse a sí mismo.
Puede no agradarme privar de valor moral a las acciones que fluyen de un corazón compasivo, pero si en definitiva un hecho es moral en la medida en que no atañe al propio egoísmo, tal como Schopenhauer pretende, entonces las acciones movidas por la compasión no son morales, uno se inclina a hacer lo que quiere.
Ya de ello resulta que la compasión no puede ser el principio moral superior. Ahora pretendo probar esto en particular. Enseguida Schopenhauer se ve urgido de clamar por la ayuda de la razón, la verdadera cenicienta de su filosofía.
Sin embargo, de ningún modo es un requisito que en cada caso particular la compasión en verdad se vea estimulada, siendo que a menudo ocurre demasiado tarde, sino que a partir del conocimiento del padecer, logrado de una vez y para siempre, y que necesariamente conduce al de toda acción injusta sobre los otros (…) logra penetrar en los espíritus nobles la máxima: neminem laede, y esta razonable consideración se eleva hasta alcanzar el firme mandato, comprendido de una vez y para siempre, de respetar los derechos de todos.
Pues si bien los lineamientos y el conocimiento abstracto no son de ningún modo la fuente primigenia o el primer fundamento de la moral, son sin embargo (!) imprescindibles para un rumbo de vida moral. (Ética, 214).
Sin lineamientos firmemente comprendidos estaríamos inexorablemente expuestos a los resortes de impulso antimoral cuando ellos sean activados en nuestros afectos por medio de impresiones externas. (Ibídem, 215).
En un segundo momento, el mismo Schopenhauer admite:
Que el carácter reprobable de los pecados antinaturales de la lascivia no puede ser deducido del mismo principio de las virtudes de la justicia y el amor al prójimo. (Ibídem, Prólogo XIX).
En un tercer momento, la mayor parte de los actos de justicia no encuentran lugar en los fundamentos. Se puede pensar en los tantos casos en los que distintas personas pueden ser engañadas sin percatarse jamás de la situación. Toda persona mala sabe que en esos casos no ha causado ningún dolor, entonces, ¿cómo podría la compasión alejarlo del engañar? E incluso cuando no se trata del prójimo, sino del estado. Un engaño efectuado sobre el estado, un robo salvaje, la defraudación impositiva, es desde siempre y a los ojos del mundo el pecado más disculpable. A diario el estado es estafado y la compasión hacia el pobre estado aún no ha alejado del engaño a ningún canalla. Schopenhauer ha estimado bien el caso, pero se sirve de un truco:
La simple infracción de la ley, en cuanto tal, es despreciada de hecho por la conciencia y por los otros, pero solamente en cuanto que la máxima de respetar la ley, que hace al hombre verdaderamente sincero, se ve afectada por ello. (Ética, 236).
Aquí es fácil preguntarse: ¿es la razón o la compasión el principio superior de la ética? Si es la compasión, un robo salvaje puede no ser una acción inmoral.
Finalmente, el fundamento es muy estrecho, ya que la santidad no puede surgir de él. Pero Schopenhauer no es modesto. Con decisión hizo de la compasión una consecuencia de la observación a través del principii individuationis y entonces también hizo, precisamente en el último escalón, que la santidad, la negación de la voluntad de vivir, proceda de esta observación. Esto, sin embargo, es falso, y en verdad se trata, como he dicho anteriormente, de un segundo fundamento de la moral, a la par de la compasión, que es un simple estado volitivo y nada más. El ser compasivo se halla exactamente en la misma relación con el conocimiento que todas las otras cualidades: el conocimiento le brinda el motivo para expresarse.
Entonces, ¿qué es en verdad la observación a través del principii individuationis?
De hecho, la virtud proviene del conocimiento, pero no de uno abstracto, comunicable mediante palabras. (El mundo como voluntad y representación I, 434).
La verdadera bondad en el modo de pensar, la virtud no practicada y la nobleza pura, no provienen de un conocimiento abstracto, pero sí de un conocimiento: es decir, de uno inmediato e intuitivo, que no puede ser pensado ni por fuera ni por dentro, de un conocimiento que incluso no se puede comunicar, ya que no es abstracto, sino que cada uno por sí mismo ha de experimentar, que por ello no halla en las palabras su expresión adecuada, sino que lo hace de forma totalmente general en los hechos, en el curso de la vida del hombre. (Ibídem, 437).
A quien ha leído la Theologia Germanica no le agradan las palabras del noble Franckforter:
Y de aquello que aquí fue revelado, o que aquí se ha vivido, sobre ello nadie canta o dice nada. Nunca fue pronunciado con los labios ni con el corazón, ni jamás pensado o conocido como es en verdad.
De hecho aquí se encuentra Schopenhauer en medio de un canal de navegación místico: hacia adelante es todo inmanencia y se agota “la más poderosa fuerza del hombre”. Hay una amarga ironía en ello, que precisamente aquel hombre que no pudo hallar suficientes palabras de burla y desprecio por la “aparente sabiduŕía postkantiana”, sabiduría “de charlatanes y sacos de aire”, en el punto cumbre de su filosofía haya debido aferrarse a una “observación intelectual” para poder concluir su obra.
Por un momento pasemos por alto todo lo anterior y aceptemos que la santidad procede de un conocimiento intuitivo: ¿está entonces libre del egoísmo? ¡Oh, no! El santo quiere su bienestar, quiere verse libre de su vida. Tampoco puede querer otra cosa. Puede desear desde el más profundo fondo de su corazón que todos los hombres quieran ser redimidos, pero la redención propia permanece como el asunto más importante. Un cristiano que sea santo está preocupado por la salvación del alma, y su principal anhelo es asegurarse la vida eterna por medio de acciones que se correspondan con ello.
Y así vemos también en la ética schopenhaueriana, al igual que en la kantiana, y a pesar de las enérgicas protestas que se dirigen contra el egoísmo, a la individualidad real, ya que otra cosa no resulta posible. Las citas:
La ausencia de toda motivación egoísta es el criterio para una acción de valor moral.
Y:
Solamente lo que ocurre por el deber tiene valor moral.
Son frases huecas que no nos dicen nada, pensadas en la soledad de un escritorio en silencio, pero que no se condicen con la vida y la naturaleza, en resumen, con la verdad: solamente existen acciones egoístas.
Ahora pretendo, en pocas líneas, fundamentar la moral de forma puramente inmanente.
Toda virtud atañe o bien a una voluntad que se ha vuelto buena en el flujo del devenir: alguna cualidad volitiva noble fue activada de algún modo y luego transmitida, para que más tarde, en circunstancias favorables, se vea robustecida cada vez más hasta que en un individuo logre manifestarse una voluntad en verdad misericordiosa; o al conocimiento: un conocimiento advierte a un hombre, cualquiera que sea, sobre su verdadero bienestar e inflama su corazón. Por lo tanto, una voluntad originalmente buena no es condición para una acción moral. Las acciones morales pueden brotar de la compasión, pero no lo deben.
El egoísmo del hombre no solamente se expresa en que éste se mantenga en la existencia, sino que también en que quiera “la mayor suma posible de bienestar, de cada placer del cual sea capaz”, pero también en que de los dolores, que no pueden ser evitados, quiera la menor cantidad posible. De ello resulta una tarea para el intelecto en sí mismo: solamente tiene en su horizonte el bienestar general de la voluntad y lo determina a través del conocimiento abstracto, por medio de la razón. De esa forma, el egoísmo natural muta en el ya explicado, es decir, la voluntad refrena sus impulsos tanto como el bienestar en vistas lo demande. Ese bienestar tiene muchos grados. Primero es anhelado por la voluntad en forma práctica, de modo que ella se resigna a no robar, a no matar y a no tomar venganza para que no sea robada, asesinada o tomada en venganza; luego se limita cada vez un poco más, hasta que finalmente reconoce su máximo bien en el no ser y actúa en consecuencia. Todo el tiempo está aquí activa la razón y trabaja basándose en la experiencia, por medio de conceptos abstractos. En vistas de ese propósito, incluso la voluntad ciega y carente de conciencia debe escindir una parte de su movimiento, a fin de poder moverse en un modo distinto al anterior, de la misma manera en que ésta ha llegado a ser una planta o un animal, puesto que ha querido moverse en una forma distinta de la que es propia de las fuerzas químicas. Pero sería un delirio creer que esos actos han sido libres. Todo traspaso a otra forma de movimiento estuvo y está mediado por el desarrollo real y necesario. Pero todos los movimientos son consecuencia de un primer movimiento que debemos considerar como uno libre. Así, la razón, a la que podemos denominar como un principio liberador, ha surgido por necesidad y actúa por necesidad: en ninguna parte del mundo hay lugar para la libertad.
No digo que la voluntad, de acuerdo a la conformación de un deseo general que la restrinja, siempre deba actuar en consecuencia. Solamente un conocimiento saboreado, tal como dicen los místicos, resulta fructífero; solamente una voluntad inflamada puede actuar a gusto en contra de su carácter. Pero si la voluntad quiere redimirse, entonces solamente puede hacerlo por medio de la razón, con sus conceptos, tan maltratados por Schopenhauer.
Ella es eso que, por medio de la experiencia y la ciencia, le muestra al hombre la vida en todas sus formas, le permite examinar, comparar y deducir, y finalmente lo conduce al conocimiento de que el no ser es preferible antes que todas las formas del ser. Y está disponible para la voluntad e introduce en ella ese conocimiento abstracto con una fuerza irresistible, de modo que, surgiendo de ella, este intenso deseo repercute en la razón; de esta manera la obra salvífica se ve concluida por el camino más natural de todos, sin conocimiento intuitivo, sin signos ni milagros. Por ello hoy en día es absolutamente necesario para ser dichoso un saber inflamado, y alguna vez lo fue la verdadera fe. No en los instantes del éxtasis supraterreno, sino que observando agudamente y pensando sostenidamente, el hombre conoce por medio de conceptos y no de un modo milagroso contempla que todo en el mundo es voluntad de vivir individual, que no puede ser dichosa bajo ninguna forma de vida, ya sea la del mendigo o la del rey.
Si el antedicho conocimiento inflama su corazón, el hombre ha de caer en un renacer con la misma necesidad que una piedra cae en tierra. Y por ello las virtudes pueden ser enseñadas, deben ser enseñadas. Sólo que no puedo exigir a un ignorante en filosofía que reconozca su bien más elevado en el no ser. Ello corresponde a una educación superior y a un horizonte espiritual más amplio, si su corazón no ha mantenido ya desde su nacimiento una tendencia ascética. El ignorante solamente puede reconocer su bienestar en los bienes del mundo, la riqueza, el honor, la gloria, el disfrute, etc. Si, por medio de una auténtica educación, lo capacitamos para buscarlo en lo más alto, se le dará también la posibilidad de encontrarlo.
La voluntad inflamada por el conocimiento de que no ser es mejor que ser es, por lo tanto, el principio superior de toda moral (un principio subordinado es la voluntad originalmente misericordiosa). No lo es ni la compasión, ni la observación mística a través del principii individuationis, y la Sociedad Danesa de Ciencias tenía todo el derecho de no coronar el escrito de Schopenhauer.
De una voluntad así inflamada emana la virginidad, la santidad, el amor a los enemigos, la justicia, en resumen, todas las virtudes, y el descarte por sí mismo de la voluptuosidad antinatural, puesto que la consciente voluntad de morir flota por encima del mundo.
Pero incluso las acciones del santo siempre son egoístas, ya que actúa de acuerdo a su naturaleza iluminada, que es su yo, su sí mismo, que jamás puede ser negado. También sus acciones siempre son necesarias, ya que emanan de un carácter determinado y de un espíritu determinado, bajo determinadas circunstancias, en todo momento de su vida. -Si toda acción es egoísta, no debe pasarse por alto cuán distintas son unas acciones de otras acciones, según el grado de egoísmo. El hombre que se ha apartado de la vida y que sólo desea la muerte es un egoísta igual a aquél que quiere la vida con todas sus fuerzas, pero el egoísmo del primero no es el natural, al que usualmente, y en el peor de los casos, denominamos egoísmo o amor de sí mismo.-
Un lector atento habrá de notar que aquí no he fundamentado la moral como lo he hecho en mi sistema. Sin embargo, esto ha ocurrido de forma intencional. En definitiva me posicioné en el conocimiento de que el no ser es mejor que el ser (con el cual la voluntad se inflama), ya que el mismo es un conocimiento puramente inmanente, y no es dependiente de la metafísica. En mi filosofía, por otra parte, de inmediato he asociado ese conocimiento a la marcha del desarrollo de la humanidad, desde el ser hacia el no ser, y nuevamente he remitido a este a la marcha de la totalidad del mundo, o sea, a la voluntad de Dios, cuyo único acto fue el mundo. Incluso Dios quiso el no ser. Porque, antes del mundo, nosotros éramos un todo en él, así se explica por sí mismo la magnífica consonancia entre las acciones de un hombre que tiene en vistas solamente su mayor bienestar y las acciones que las grandes religiones exigen. Por eso también con lo dicho anteriormente la moral fue fundamentada en forma suficiente, sin metafísica, si bien una acción, en su más profundo fundamento, solamente puede ser denominada como moral si, en primer lugar, ocurre gustosamente, y, en segundo lugar, se da en consonancia con una fuerza superior (para mí, la suerte de la totalidad del mundo). -La moral no es una inútil invención del hombre, sino un muy sabio enaltecimiento de un mejor medio para lograr nuestro propósito. La afirmación de la voluntad de vivir, incluso si se aplica al robo o al asesinato, no se constituye como lo contrario de la negación de la voluntad, ya que el destino surge de la efectividad de todas las cosas. La diferencia radica en la recompensa: aquí, la paz en el corazón durante la vida y el exterminio con la muerte; allá, las penas de la existencia, o bien durante una vida de duración individual, o durante una vida indeterminadamente larga.
Al arrepentimiento Schopenhauer lo explica en un modo totalmente correcto:
El hombre sabe internamente que ha hecho aquello que en verdad no estaba de acuerdo con su voluntad: este conocimiento es el arrepentimiento. (El mundo como voluntad y representación II, 679).
Pero, por otra parte, no puedo decir que estoy de acuerdo con su explicación de la conciencia. Nos dice:
El conocimiento de nosotros mismos, que constantemente llega a ser más perfecto, el protocolo de hechos que cada vez se va completando un poco más, es la conciencia. (Ética, 256).
El temor por la conciencia debido a las cosas hechas no es algo inferior al arrepentimiento, sino que es el dolor por el conocimiento de uno mismo en sí, o sea, en cuanto voluntad. (El mundo como voluntad y representación I, 350).
El hombre actúa o bien siguiendo a su carácter o en contra de él, de acuerdo a su bienestar general. Si no ha actuado siguiendo a su carácter puede sentir arrepentimiento; por otra parte, si no ha actuado de acuerdo a su bienestar, pueden acosarlo los cargos de conciencia. Se debe a que en la estimación de su bienestar el hombre pone en consideración todas aquellas cosas que sabe (entre las que también se cuentan aquellas cosas en las que cree firmemente). Si realiza su acción a pesar de todo aquello que se muestra en contra, entonces habrá de importunarlo aquella voz que antes desatendió. Es la voz de la conciencia. Temor por la conciencia solamente habrá de sentir si cree en una recompensa tras su muerte, o por miedo a ser descubierto.
Como cierre debo retornar una vez más a la tan extraordinariamente importante cuestión de la negación de la voluntad de vivir. Ella debe ser comprensible, clara y reconocible para todos.
Ésta atañe al conocimiento de que el no ser es mejor que el ser. Pero ese conocimiento no es fructífero si no inflama la voluntad, ya que solamente existe un único principio: la voluntad individual. Schopenhauer entendió la relación entre el intelecto y la voluntad en un modo totalmente retorcido. Como en su Estética diferenció completamente al intelecto de la voluntad e hizo que aquella sola disfrutase del gozo estético, siendo que resulta evidente que la voluntad está exenta de toda pasión, en la Ética no consintió adjudicarle al intelecto una influencia forzosa sobre la voluntad.
La última obra de la inteligencia sigue siendo la superación del querer, al que hasta ahora había servido en sus propósitos. (El mundo como voluntad y representación II, 699).
Por otro camino el intelecto puede incluso orientarse en contra de la voluntad, de modo que éste excluye a aquél en los fenómenos de la santidad. (Parerga, 452).
Esto es falso. Para el conocimiento de que el no ser es mejor que el ser, algo que depende de una cultura espiritual superior, debe surgir primero la voluntad que decide y anhelar el no ser. Entonces, para que la voluntad pueda querer esto, una gran ventaja que sea claramente reconocible debe despertar lentamente en él el gran anhelo por ella. Lo más sencillo resulta hacer surgir este anhelo de una voluntad que desde el hogar ya sea tierna, suave y buena; luego, a partir de aquella que sufre gravemente, o de aquella que con facilidad alcanza la contemplación estética. El entusiasmo moral es reforzado por la educación temprana en los motivos pertinentes.
Aquí debe remarcarse que, del mismo modo en que el conocimiento por sí solo resulta estéril, tampoco una voluntad inflamada es fructífera cuando ya se ha afirmado en el niño. El mismo Schopenhauer oportunamente ha hecho hincapié en este punto tan importante en los siguientes pasajes:
Con aquella afirmación que va más allá del propio cuerpo, y llega hasta la figuración de uno nuevo […] se muestra la redención como algo infructuoso.
No nos hemos de dejar confundir cuando él, ex tripode, y siguiendo su tendencia metafísica, contradice esta clara y auténtica expresión: la naturaleza la corrobora una y otra vez. Además, este pasaje no figura allí en forma aislada. En El mundo como voluntad y representación I, pág. 449, dice:
La castidad voluntaria y completa es el primer paso hacia el ascetismo o negación de la voluntad de vivir. Ella niega entonces la afirmación de la voluntad que va más allá de la vida individual y da testimonio de que con la vida de ese cuerpo se preserva también la voluntad, cuya manifestación es él. La naturaleza, que siempre es auténtica e ingenua, expresa que si esa máxima se volviese algo general, el género humano habría de perecer.
Solamente he de añadir que la completa castidad es el único paso que conduce con seguridad hacia la redención.
No está en duda que la completa castidad sea el más íntimo núcleo de la moral cristiana.
Pero él les dijo: no cualquiera comprende la palabra, sino que aquellos a los que les es dada. Pues algunos son castrados ya que han nacido así del seno materno, y algunos otros son castrados, pues han sido castrados por los hombres, y otros son castrados, ya que se han castrado a sí mismo por querer alcanzar el Reino de los Cielos. (Mateo, 19: 11-12).
Y Jesús les respondió y dijo: los hijos de este mundo cortejan y se dejan cortejar. Pero aquellos que han de ser dignos de alcanzar el otro mundo y el renacer de entre los muertos no han de cortejar ni ser cortejados. Pues ellos no pueden morir, ya que son similares a los ángeles, e hijos de Dios, puesto que son hijos de la resurrección. (Lucas, 20: 34-36).
Ellos son los que no están manchados por mujeres, pues son vírgenes y siguen al cordero hacia donde va. Ellos son comprados a los hombres como primogénitos para Dios y el cordero. (Apocalipsis, 14: 4).
Es bueno para el hombre que no toque mujer alguna. (1. Corintos, 7: 32-33).
Quien es soltero se ocupa de aquello que es propio del Señor, de cómo pueda él agradar al Señor, pero quien corteja a alguien se ocupa de aquello que es propio del mundo. Hay una diferencia entre una mujer y una virgen. (1. Corintos, 7: 32-33).
También San Agustín lo dice abiertamente:
Novi quosdam, qui murmurent: quid, si, inquiunt, omnes velint ab omni concubitu abstinere, unde subsistet genus hunanum? Utinam omnes hoc vellent! dumtaxat in caritate, de corde puro, et conscientia bona, et fide non ficta: multo citius Dei civitas compleretur, ut acceleraretur terminus mundi (De bono conjugali).
También se puede leer en el Libro de la Sabiduría:
Pues dichoso es quien no ha tenido hijos, quien es inmaculado, el que es por tanto inocente del lecho pecaminoso; esto mismo habrá de disfrutar a su tiempo, cuando las almas sean juzgadas.
Lo mismo vale para alguien sin hijos que no ha cometido injusticias con sus manos, que no piensa nada desagradable contra el Señor; a éste, por su fe, le será dado un don especial y una mejor parte en el templo del Señor. (Cap. 3, 13-14).
Es mejor no tener hijos, así se es piadoso; ya que esto mismo brinda una eterna alabanza, ya que ambas cosas son elogiadas por Dios y por los hombres.
Donde esté, allí se lo toma como ejemplo. Pero quien no los tiene, pero los anhela y aún así se destaca en la corona, y conserva la victoria de la lucha de la castidad. (Cap. 4, 1-2).
Pero no obtiene una vida dichosa después de la muerte aquél que en forma efectiva niega la vida, sino que logra la completa y total aniquilación de su ser. Él, de hecho, ha agonizado y se ha muerto para siempre: ¡lo ha conseguido!
Sin embargo, la doctrina de la negación de la voluntad de vivir se aplica a todos y en todo momento. En primer lugar para que ya no ocurra en lo posterior una afirmación de algo que vaya más allá de la vida individual, y que con ello se dé la posibilidad de ser redimido mucho antes. En segundo lugar, para que el resto de las vidas individuales transcurra en paz y serenidad; en tercer lugar, para que, por medio de la enseñanza y la ilustración, se siembre en los tiernos corazones de los niños la semilla de la redención y para que, de ese modo, se pueda trabajar indirectamente en la propia redención que uno ya ha dejado pasar.
Está equivocado Schopenhauer si piensa que la negación de la voluntad de vivir suprime el carácter por completo. El carácter individual aparece en el trasfondo y tiñe la nueva naturaleza. Alguno habrá de huir a la propia soledad y vivir tranquilo, otro habrá de mortificarse por lo mismo, un tercero permanecerá fiel a su trabajo, un cuarto solamente habrá de ocuparse del bienestar de los otros y entregarse a la muerte por el bien de la humanidad. ¿Por qué no?
Porque muchos seguidores de la filosofía de Schopenhauer no sienten en sí mismos ningún signo o prodigio se encierran en el dolor y creen que no son llamados. Ésta es una consecuencia práctica muy seria de un error teórico. El éxtasis no es ningún signo de la redención. Signo, y, al mismo tiempo, condición, es la virginidad escogida sin presión externa.
Al estado en líneas generales de aquél que niega la voluntad de vivir lo presenta Schopenhauer de un modo insuperablemente bello y no puedo evitar citar algunos pasajes:
Un hombre tal, que luego de muchas amargas luchas contra su propia naturaleza, la ha superado por completo resulta simplemente un ser puramente cognoscente, un espejo del mundo libre de turbiedades.
(El mundo como voluntad y representación I, 462).
Si el impulso sexual es reprimido, entonces la conciencia habrá de reproducir aquella despreocupación e intensidad de la existencia simplemente individual, y, de hecho, en una potencia aumentada. (Ibídem II, 649).
El buen carácter se desarrolla en un mundo exterior homogéneo para su ser: los otros no son un no-yo, sino que un “yo nuevamente”. (Ética, 272).
Aquél en el que se ha iniciado la negación de la voluntad de vivir es tan pobre, carente de dicha y su estado tan pleno de privaciones, cuando es visto desde afuera, pero también es pleno de dicha interior y verdadera paz celestial. No es la inquieta urgencia por vivir, la dicha jubilosa, que tiene intensos padecimientos como condición anterior o posterior, tal como se constituye el tránsito de los hombres dichosos por vivir, sino que es una paz imperturbable, un profundo descanso y una intensidad interior, un estado al que no podemos observar sin sentir la mayor nostalgia cuando se presenta ante nuestros ojos o cuando la potencia de nuestra imaginación nos lleva a él. (El mundo como voluntad y representación I, 461).
Pero si dirigimos la mirada desde nuestra propia urgencia y enajenación hacia aquellos que han superado al mundo, en los cuales la voluntad, habiendo llegado a ser autoconocimiento pleno, se reencontró con todas las cosas y, con libertad, se negó a sí misma, y que luego esperó ver desaparecer su último rastro, con el cuerpo al que dio vida, así se nos presentan: en vez de la incesante urgencia e impulso, en vez del permanente tránsito del deseo al temor y de la alegría al dolor, en vez de la esperanza que nunca se conforma y que nunca muere, en vez de todo de lo que se compone la vida de ensueño del hombre que anhela, aquella paz que es más elevada que toda razón, aquella total serenidad propia del mar en nuestro ánimo, aquella profunda calma, imperturbable confianza e intensidad, cuyo resplandor en el rostro, como lo han representado Rafael y Correggio, es un completo y seguro Evangelio. (Ibídem, 486).