Política. “La filosofía de la redención” de Philipp Mainländer

 

Política

 

Todos, incluso el mayor genio, en alguna esfera

del conocimiento somos decididamente limitados.

Schopenhauer.

 

Se debe decir que es una suerte que Schopenhauer no haya intentado resolver ningún problema de la filosofía desde la perspectiva empíricamente idealista, sino que, continuamente agotado por las pesadas cadenas, las haya arrojado para analizar las cosas como un realista. Lo hizo de forma similar a Kant, quien, dicho más precisamente, se vio forzado a mantener la cosa en sí como una x. Si, por ello, también el sistema de Schopenhauer se volvió uno totalmente corroído, entonces, por otra parte, ofrece una cantidad de juicios auténticos y verdaderos de la mayor importancia. También en el ámbito de la política, además de las más absurdas opiniones, hemos de encontrar algunas buenas y acertadas, pero lamentablemente en un número espantosamente reducido. La causa de ello yace en que también en ese ámbito haya podido tomar la palabra el ciudadano Schopenhauer, lleno de prejuicios y de muy buenas costumbres. Es cierto que la miseria del pueblo fue presentada en forma acertada, pero solamente para darle un encuadre al pesimismo. Por lo demás, Schopenhauer solamente tiene palabras de burla y desprecio para el pueblo y sus anhelos, y uno se vuelca con rechazo a la perversidad del sentir de este gran hombre.

 

 

Partiendo de la observación pura apriori del tiempo, Schopenhauer niega de inmediato el desarrollo real del género humano:

 

Toda filosofía histórica, aunque pretenda no darlo por sentado, y haciendo de cuenta que Kant nunca haya existido, asume al tiempo como una determinación de la cosa en sí. (El mundo como voluntad y representación I, 322).

 

La historia es como un caleidoscopio que con cada aplicación brinda una nueva configuración, mientras que nosotros, propiamente (!), tenemos ante nuestros ojos siempre lo mismo. (Ibídem II, 545).

 

Todos aquellos que sostienen esas construcciones sobre el devenir del mundo o, como las llaman, la historia, no han captado la verdad fundamental de toda filosofía, que en todo tiempo es la misma, ya que todo devenir y surgir es simple apariencia, solamente permaneciendo las ideas, el tiempo ideal. (Ibídem, 505).

 

Los susodichos filósofos de la historia y estos exaltados son entonces simples realistas, para ello, optimistas, eudemonistas, además de gente llana y filisteos encarnados, e incluso, y propiamente, malos cristianos. (Ibídem).

 

Todas estas abundantes secreciones vesiculares de los idealistas furiosos me han causado siempre un gran placer; pues, ¿por qué habrían de enojarse? Solamente porque no han comprendido la verdad fundamental de toda filosofía, que el tiempo de hecho es ideal, pero que el movimiento de la voluntad es real, y que el primero depende del segundo, pero no el segundo del primero.

Entonces si no prestamos atención a los anteriores improperios, también hemos de dejar de lado su buen consejo:

 

La verdadera filosofía de la historia debe reconocer lo idéntico en todos los procesos, en la edad antigua como en la actualidad, en el oriente como en occidente, y a pesar de las diferencias en las circunstancias específicas, en las vestimentas y en las costumbres, siempre debe tener en consideración a una misma humanidad. Esto idéntico y permanente frente a todos los cambios se basa en las características principales del corazón y de la mente humana -muchas malas, pero algunas buenas. (El mundo como voluntad y representación II, 506).

Tiene la más sorprendente impresión de la historia misma.

 

A la historia le falta el carácter fundamental de la ciencia: poder señalar la subordinación de lo sabido, en vez de la simple coordinación de aquello mismo. Por tanto no existe ningún sistema de la historia, cuando sí lo hay de cualquier otra ciencia. Ella, de hecho, es un saber, pero no una ciencia, puesto que jamás llega a conocer lo particular por medio de lo general. (El mundo como voluntad y representación II, 500).

 

Incluso lo más general en la historia es sencillamente en sí mismo algo particular e individual, o sea, un extenso segmento de tiempo o un acontecimiento importante: en ello lo peculiar se comporta entonces como la parte respecto al todo, pero no como el caso respecto a la regla, tal como tiene lugar en las ciencias, puesto que ellas brindan conceptos y no meros hechos. (El mundo como voluntad y representación II, 501).

 

Uno no se puede figurar una perspectiva más confusa. Toda ciencia sería solamente un saber, hasta el punto en que cada particularidad, los innumerables casos que se presentan uno junto a otro en una extensa concatenación, sea resumida y subordinada a una regla, y toda ciencia ha de volverse más científica mientras su unidad sea situada cada vez más alto, el último principio en el que confluyen todos los hilos. Ordenar el monstruoso material de la experiencia, reunirlo y anexarlo siempre a un punto más elevado es la tarea del filósofo. Concediendo que en los tiempos de Schopenhauer la historia solamente haya sido un saber, entonces para él el desafío más urgente habría consistido en poner en una perspectiva general las incontables batallas, guerras ofensivas y defensivas, guerras de religión, descubrimientos e invenciones, revoluciones políticas, sociales y espirituales, en resumen, la sucesión de la historia; y nuevamente llevar a ello a otra aún más general, hasta que se haya arribado a un principio último, convirtiendo así a la historia en una ciencia por excelencia. A pesar de su idealismo, bien pudo hacer esto, pues, ¿son las otras ciencias reconocidas por él algo así como clasificaciones de cosas en sí y de sus efectos? ¿O no son más bien divisiones de manifestaciones carentes de valor y de realidad, manifestaciones de ideas eternamente invariables, completamente inabarcables para nosotros?

Pero, ¿era la historia en tiempos de Schopenhauer un simple saber? ¡De ningún modo! Ya antes de Kant se había comprendido a la historia como una historia cultural, o sea, se había reconocido que la campaña de Alejandro Magno en Asia había sido algo más que la satisfacción de las ambiciones y deseos de gloria de un joven valiente, que la protesta de Lutero había sido algo más que el distanciamiento de Roma por parte de un hombre franco, que la invención de la pólvora había sido algo más que un hecho azaroso en el laboratorio de un alquimista, etc., pues Kant en su breve, pero genial “Ideas para una historia universal en clave cosmopolita” ya había intentado desde un primer comienzo darle un propósito al movimiento del género humano: el estado ideal que habrá de comprender a toda la humanidad, y Fichte, Schelling y Hegel habían captado con verdadero entusiasmo el pensamiento de Kant para expandirlo y hacerlo accesible en todos lados. Especialmente ha de destacarse a Fichte que en sus obras inmortales “Los rasgos fundamentales de la época presente” y “Discurso a la nación alemana” -si bien ambos contienen opiniones completamente insostenibles y muchos errores palpables- fijó un propósito para todos los de nuestra estirpe que habitan la tierra:

 

Que el género humano, en modo libre, oriente todas sus relaciones de acuerdo a la razón.

 

Entonces para el filósofo Schopenhauer habría sido una obligación no ignorar a Kant, sino que más bien adherirse a sus tratados acerca de la filosofía de la historia y, arrastrado por su espíritu, configurar a la historia como algo más científico, tal como lo habría hecho Kant. Pero él prefirió negar la verdad para no tener que tirar del mismo carro junto a los tres “sofistas postkantianos”.

He probado en mi Política que ni el estado ideal de Kant ni el de Fichte pueden ser el último propósito del movimiento de la humanidad. Son solamente el último punto de tránsito del movimiento. Además, tanto las explicaciones de Kant como las de Fichte fallan en que en ellas se habla demasiado de causas finales y de un plan universal y muy poco de causas eficientes. No se puede hablar de un plan universal que presupone una inteligencia divina ni de una causa final, a menos que esté justificado deducirla desde un principio en la dirección de la sucesión del desarrollo, desde cuando éste se vislumbró claramente en las nieblas de la historia más antigua, hasta nuestros tiempos y hacia un punto ideal, en la medida en que todo ello sea alcanzado. Finalmente presentan un defecto en que si bien el movimiento ha sido fijado, los factores a partir de los cuales éste en todo momento procede no han sido recogidos en una expresión superior.

Estoy convencido de que he dado a la historia el carácter de una auténtica ciencia, al igual que a la estética y a la ética, y para más detalles recomiendo mi obra.

Sea como sea entonces que se conforme en adelante la vida de la humanidad, una cosa resulta clara, y es que los últimos de nuestro género han de vivir en una única y misma forma estatal: en el estado ideal, el sueño de los buenos y justos. Pero éste será solamente la antesala de la “finale émancipation”.

 

 

Si bien en lo antedicho Schopenhauer nos aseguró que todo desarrollo es básicamente una simple apariencia y divertimento, y entonces no concede hablar de un estado de naturaleza de la humanidad ni de una forma estatal que siga a éste, arroja, sin embargo, una mirada hacia un posible propósito de la humanidad. Ahora queremos seguir al realista.

No es posible construir el estado de naturaleza de otro modo que no sea que uno no observe todas las instituciones del estado y, en definitiva, comprenda al hombre como animal. Uno debe saltearse hasta la más recóndita sociedad y ha de quedarse en la animalidad. Pero en ella no hay justicia ni injusticia, sino que hay simplemente fuerzas. Ni siquiera se puede hablar de un derecho del más fuerte. En el estado de naturaleza cada hombre actúa de acuerdo a su naturaleza y todo medio es lícito. El hombre solamente puede tener propiedades como un animal tiene su nido y sus acopios: son inseguras, oscilantes, se carece del derecho de propiedad y, en cualquier momento, el más fuerte puede tomarlas sin cometer una injusticia. Me sitúo aquí en la perspectiva de Hobbes, del hombre “del modo de pensar completamente empírico”, de la justicia y la injusticia explicadas como determinaciones convencionales, aceptadas arbitrariamente, y por lo tanto, no observables por fuera de la ley positiva.

Entonces Schopenhauer reniega de ello y dice:

 

Los conceptos de justicia e injusticia, en cuanto poseen igual significado (!!) a los de lesión y no lesión, siendo que a este último pertenece también el defenderse de una lesión, son manifiestamente independientes de toda legislación positiva y, partiendo de ellos, existe un derecho puramente ético, o un derecho natural y una doctrina del derecho pura, es decir, independiente de todo estatuto positivo. (Ética, 218).

 

Ha sido tan obstinado en su falso parecer que acerca de Spinoza pronunció el juicio más injusto que se puede pensar. Dijo:

 

El optimismo inevitable llevó necesariamente a Spinoza hacia muchas otras falsas conclusiones, entre las cuales sobresalen las absurdas, y a menudo indignantes, sentencias de su filosofía moral, que avanzan hasta la auténtica infamia en el capítulo 16 de su tractatus theologico-politicus. (Parerga I, 79).

 

¿Y qué sentencias tenía aquí en vistas? Algunas como las siguientes:

 

Nam certum est naturam absolute consideratam jus summum habere ad omnia quae potest, hoc est, jus naturae eo usque se extendere quo usque ejus potentia se extendit.

Sed quia universalis potentia totius naturae nihil est praeter potentiam omnium individuorum simul, hinc sequitur unumquodque individuum jus summum habere ad omnia, quae potest, sive jus uniuscujusque eo usque se extendere, quo usque ejus determinata potentia se extendit.

Jus itaque naturale uniuscujusque hominis non sana ratione, sed cupiditate et potentia determinatur.

 

Es decir, sentencias que al igual que todo el capítulo 16 (si se comprende en modo correcto la palabra “derecho”) pertenecen a lo mejor que jamás se ha escrito. Expresan elevadas verdades que pueden ser combatidas, pero nunca derrotadas, y que el pesimismo, al igual que el optimismo, debe reconocer.

A los empíricos que defienden estas verdades, Schopenhauer los remite a los salvajes (Ética, 218), para lo cual manifiestamente carece de toda justificación, puesto que los salvajes, si bien habitan en la más lamentable sociedad, ya no se encuentran más en el estado de naturaleza y cuentan con un derecho consuetudinario no escrito, que, puesto que la razón humana es una misma, diferencia lo tuyo y lo mío tan bien como el mejor libro de derecho de los estados civilizados.

 

 

En lo que respecta al surgimiento del estado, como es sabido, algunos defienden la opinión de que éste puede ser remitido al instinto, y otros piensan que ha podido surgir por medio de un contrato. A la primera opinión también la sostiene nuestro Schiller:

 

La naturaleza no se inicia mejor en el hombre que con las obras que ha dejado. Ellas actúan por él, cuando aún no puede actuar por sí mismo como una inteligencia libre. Vuelve en sí de su ensoñación sensible, se reconoce como hombre, mira a su alrededor y se sitúa en el estado. Arroja tras de sí la urgencia de las necesidades antes de que pueda elegir en libertad esta situación; la necesidad había orientado a este mismo hacia simples leyes naturales, antes de poder hacerlo hacia leyes de razón. (Sobre la educación estética del hombre).

 

Por otra parte, Schopenhauer adopta la teoría del contrato.

 

Así como aceptamos que el egoísmo del individuo, en los casos precedentes, constituye una injusticia, también se ha dado un correlato necesario en el padecimiento de una injusticia por parte de otro individuo, para el cual aquello constituye un gran dolor. Y entonces, en la medida en que, desde la perspectiva propia del individuo al que pertenezca, pudo surgir la razón que reflexiona acerca de la totalidad, y por la conexión con aquello éste logra desligarse de sí mismo y permanentemente ve superado el disfrute de la injusticia hacia otro individuo por un dolor relativamente mayor en el padecimiento de la injusticia por parte del prójimo, y encuentra además que, porque aquí todo está librado al azar, todos han de temer que para cada uno sea mucho menos frecuente el disfrute de una ocasional injusticia que tomar parte en el dolor de padecer una injusticia. Entonces la razón ha podido reconocer a partir de ello que, tanto como para mitigar el padecimiento que se extiende a todos, como también para repartirlo del modo más uniforme que sea posible, el mejor y único medio es diseminar entre todos el dolor por el padecimiento de una injusticia de modo que todos rechacen el disfrute obtenido al cometer una injusticia. Este medio (…) fácilmente ideado por el egoísmo y paulatinamente corregible es el contrato social o la ley. (El mundo como voluntad y representación I, 405).

 

Yo también me he inclinado por la teoría del contrato.

De este estado el mismo Schopenhauer habla con escasa estima. Para él no es más que una institución forzosa.

 

Puesto que la exigencia de justicia es simplemente negativa, se permite que se la demande: pues el neminem laede puede ser ejercitado por todos al mismo tiempo. La institución forzosa para ello es el estado, cuyo único propósito es proteger a los individuos unos de otros y a la totalidad de los enemigos externos. Algunos chapuceros filósofos de esta época fallida pretenden convertirlo en una institución de la moralidad, de la educación, edificante: con lo cual, en el trasfondo, el propósito jesuita espera aumentar la libertad personal y el desarrollo individual de cada uno. (Ética, 217).

 

Sin arbitrariedades uno debe preguntar: ¿cómo fue posible que un pensador del estado tan eminente haya podido tener una idea de guardia nocturno (como lo ha expresado Lasalle en una forma insuperable)? ¿Quién le enseñó a leer y escribir?, ¿quién le dio su formación clásica?, ¿quién puso bibliotecas a disposición de su espíritu inquiridor?, ¿quién ha hecho todo eso y además, en forma accesoria, lo ha protegido de robos y asesinatos, y como parte de un todo, también lo ha hecho en lo que respecta a potencias extranjeras?, ¿quién más que el estado? Prescindiendo del estado, ¿habría podido él alguna vez escribir aunque sea una página de su obra inmortal? ¡Cuán pequeño se muestra aquí este gran hombre!

El estado es la única forma histórica en la que el género humano puede ser redimido, y recién habrá de desplomarse al momento de la muerte de la humanidad. Además, fuerza al hombre a actuar en forma legal, y esta imposición contiene al egoísmo natural de la mayor parte de los ciudadanos. Si bien uno no debe necesariamente darle la razón a Fichte cuando afirma:

 

El estado, por medio de su mera existencia, promueve la posibilidad de desarrollo general de las virtudes dentro del género humano en la medida en que produce buenos hábitos externos y costumbres, que, sin embargo, por mucho no son virtudes… Si la nación, bajo esta constitución, vive en paz y sosiego sólo a lo largo de una sucesión de generaciones humanas, tendremos nuevas generaciones, y las generaciones que desciendan a su vez de ellas, nacerán en la misma situación, y crecerán y se desarrollarán en ella: así poco a poco se impondrá por completo el uso de sólo dejarse tentar internamente por la injusticia. (Obras completas, tomo 7, 168).

 

Queda indudablemente claro que las cualidades volitivas intensas y persistentes pueden ser heredadas en una forma distinta y suavizada. En segundo lugar, el estado protege religiones que, en la medida en que no todos los hombres están suficientemente maduros para la filosofía, resultan necesarias para el descubrimiento del amor al prójimo y de la misericordia en el hombre, o sea, de las virtudes que el estado no puede imponer. En tercer lugar, como ya he dicho, únicamente en el estado se da la posibilidad de que la humanidad sea redimida, ya que el mismo no solamente posibilita al individuo, por medio de la educación, la obtención de una perspectiva que resulta necesaria para reconocer que el no ser es mejor que el ser, sino que también prepara a las masas para la negación de la voluntad de vivir en la medida en que en él se lleva al padecimiento al punto máximo.

 

La humanidad debe caminar hacia la Tierra Prometida a través de un Mar Rojo de sangre y de guerra, y su desierto es extenso. (Jean Paul).

 

Recién dentro del estado el hombre puede desarrollar su voluntad y sus capacidades espirituales, y por ello también solamente en el estado se da la fricción necesaria para la redención. El padecimiento aumenta como también la sensibilidad hacia ello. Pero así debe ser, el estado ideal ha de cobrar existencia, ya que los hombres salvajes no pueden ser sus ciudadanos, y el hombre, en su egoísmo natural, es un animal cazador de presas, es l’animal méchant par excellence. Para domesticarlo deben aplicarse en su carne marcas de hierro incandescente: la miseria social debe caer sobre él, tormentos físicos y psíquicos, el tedio y otros medios de domesticación. Con la transformación de la voluntad ruda va de la mano el crecimiento del espíritu y, por encima de esta oscilación del intelecto que se va tornando cada vez más intensa, se eleva el daimón esclarecido para el conocimiento objetivo y el entusiasmo moral.

Schopenhauer ha reconocido muy bien el poder y el efecto benéfico de un padecimiento arduo y sostenido, pero no quiso ver que el estado es la condición para el mismo. Dijo muy atinadamente:

 

El padecimiento en general, tal como es impuesto por el destino, resulta una segunda vía para llegar a la negación de la voluntad: sí, podemos dar por hecho que la mayoría solamente por esta vía puede arribar a ello y que el mismo padecimiento percibido no es el que simplemente es reconocido, algo que muy a menudo conduce a la resignación total, frecuentemente cuando la muerte se halla próxima (…) La mayor parte de las veces, por medio del mayor padecimiento propio, la voluntad ha de quebrantarse antes de que se manifieste su autonegación. Pues observamos al hombre, una vez que ya ha sido conducido hacia el margen de la duda a lo largo de todos los escalones de una angustia en aumento, bajo la resistencia más intensa, volcarse sobre sí mismo, reconocerse a sí mismo y al mundo, cambiar todo su ser, elevarse por encima de sí mismo y de todo padecimiento, como si mediante ello fuese purificado y salvado, en una indiscutible calma, serenidad y estado sublime, voluntariamente desprovisto de todo aquello que anteriormente ansiaba con la mayor intensidad, y dichoso por alcanzar la muerte. (El mundo como voluntad y representación I, 463).

 

Aquí no puedo repetir cómo los estados han de transformarse en estados ideales por medio del desarrollo de las sociedades contenidas en ellos. Solamente he de decir una cosa. En los tiempos de Kant el estado ideal era en definitiva una imagen soñada por filántropos. La realidad brindaba solamente una señal insegura sobre aquél. Desde que se ha disipado la niebla que lo envolvía, y aunque pueda hallarse aún a una muy larga distancia, ya proyecta su sombra sobre la humanidad. Aquello que atraviesa el cuerpo del cuarto estado es el anhelo de educación, o sea, el anhelo por una mejor conducción, por otro movimiento, por un movimiento que conduzca al final del movimiento, en resumen, a la redención. Ese anhelo se halla necesariamente en el movimiento general de la totalidad del mundo que va del ser al no ser. Solamente los necios pueden pensar que el movimiento del mundo puede detenerse, y solamente los necios pueden dejarse confundir por la sucia espuma que se deposita en las clases más bajas y por los toscos cristales que señalan hacia otra cosa totalmente diferente, a los cuales apunta, sobre la superficie, el virulento anhelo por la educación. Si el hombre común abre su más íntimo corazón, entonces casi seguramente hemos de oír: “quiero salir de mi miseria, quiero poder comer y beber como los ricos y prominentes, debe ser de lo mejor, ellos son los más afortunados, nosotros somos los infelices, marginados y desheredados”. El conocimiento de los más educados en el verdadero sentido de la palabra que afirma que mientras más desarrollado se muestre el espíritu, tanto menos satisfactoria resultará la vida, que la voluntad de vivir en todas las formas de vida ha de ser esencialmente infeliz, no tranquiliza al hombre tosco que no se deja contradecir en que solamente él es desdichado. “Quieres engañarme, mientes, estás al servicio de la burguesía” le replica al filósofo. “¡Adelante!” dice él, “habrás de experimentarlo”.

Y lo hará, él ha de experimentarlo en un nuevo orden de cosas.

¿Y quién no avizora no muy lejos las sombras del estado ideal en los tribunales arbitrales políticos de nuestros tiempos, en la liga de la paz, en el lema: “los estados unidos de Europa”, en el despertar de los pueblos asiáticos, en la supresión de la servidumbre y de la esclavitud, y finalmente en las palabras de la autoridad máxima de uno de los países más poderosos del mundo?

 

Ya que el comercio, la enseñanza y la rápida transmisión de ideas y de materias por medio del telégrafo y el vapor han cambiado todo, creo, entonces, que Dios prepara al mundo para ser una sola nación, hablar una sola lengua, arribar a un estado de perfección en el cual la infantería y la flota de guerra ya no resulten necesarias. (Grant).

 

No es que el verano ahora esté en nuestras puertas, pero el frío del invierno ya cede en los valles y la humanidad se encuentra en una ola primaveral. -Entonces, ¿cómo se figura Schopenhauer el desarrollo de la humanidad?

 

Si el estado alcanza totalmente su propósito, debido a que sabría cómo hacer a la naturaleza restante cada vez más útil para sí, por medio las fuerzas humanas reunidas en él, hasta finalmente lograr desterrar todo tipo de males, en cierta medida podría entonces llegar al punto de asemejarse al país de las maravillas. Sólo que en parte éste no permanece muy lejos de ese propósito, pero por otro lado, habrá aún incontables males que resultan por completo esenciales para la vida, entre ellos se cuenta, aún cuando todo el resto pueda ser erradicado, el aburrimiento, que puede ocupar al mismo tiempo el espacio liberado por todos los otros, y éste, tanto antes como después, ha de mantenerse en el padecimiento; por otra parte tampoco por medio del estado la discordia entre los individuos podrá ser jamás superada por completo, ya que aquél en las pequeñeces te toma el pelo, mientras que en los grandes asuntos te mira mal, y como conclusión, la Eris alegremente impulsada desde el interior se vuelca finalmente hacia el exterior (…) en forma de guerra entre los pueblos. De hecho, concediendo aún que todo ello pueda ser superado y erradicado por medio de una astucia apuntalada por la experiencia de siglos, al final el resultado habría de ser la auténtica superpoblación de todo el planeta, cuyo terrible mal sólo puede antojarse hoy como imaginable a una capacidad imaginativa sumamente audaz. (El mundo como voluntad y representación I, 413).

 

De corazón, uno debe reírse. Para Schopenhauer las obras de economía nacional parecen haber sido completamente desconocidas, pues debiera haber sabido, basándose en la polémica entre Carey y Malthus, qué cantidad monstruosa de personas nuestro planeta aún puede acoger y alimentar. Además, ¿quién sabe en qué podrá entonces consistir la alimentación? Pero descontando ello por completo, se puede decir con seguridad que si se diese una ocupación total de la tierra, la realización de ella coincidiría también con la redención de la humanidad, ya que la estirpe humana es una parte de la totalidad del mundo y ésta porta el movimiento del ser hacia el no ser.

Más que nada a nuestro filósofo le ha faltado todo tipo de comprensión de las cuestiones políticas, algo que resulta muy fácil de probar. Afirma:

 

La humanidad completa, con la excepción de una parte manifiestamente pequeña, fue constantemente tosca y debe permanecer así, porque los tantos trabajos corporales indispensablemente necesarios para todos no permiten la formación del espíritu. (Ética, 246).

 

La forma de gobierno monárquica es la natural para el hombre. -En el hombre se halla un instinto monárquico. (Parerga II, 271-272).

 

El jurado es el peor de todos los tribunales criminales. (Ibídem, 274).

 

Es absurdo pretender dar a los judíos una participación en el gobierno o en la administración de cualquier estado. (Ibídem, 279).

 

En Parerga II, pág. 274, sostuvo con total seriedad la siguiente propuesta:

 

La corona imperial de por vida debiera traspasarse alternadamente de Austria a Prusia.

 

En las guerras solamente veía saqueos y asesinatos y, tan pronto como se le presentaba alguna ocasión, reproducía la expresión de Voltaire con una total satisfacción interna:

 

Dans toutes les guerres il ne s’agit que de voler.

 

En Parerga II, pág. 524, propone la liberación del servicio militar como un premio (!) para los estudiantes aplicados, mientras que todas las personas razonables y de corazón noble han de cumplir sus obligaciones militares gustosos y felices.

 

Y, además, las citas:

 

El bello sexo, sin espíritu, sin amor por la verdad, sin franqueza, sin sentido del gusto, sin impulsos por las cosas nobles, por nada que esté por encima de los intereses materiales, el sitio donde se hallan los intereses políticos, se encuentra por debajo. (Parerga I, 187).

 

La cosa común permanece como una cosa común. (Parerga II, 73).

 

Aquí uno solamente puede gritar con desagrado: ¡Buh! Y proh pudor!

 

 

Aquí también es el lugar para criticar sus injusticias contra los judíos. La causa de su enemistad se halla en la inmanencia de la religión judía. El filósofo trascendente jamás pudo perdonarle que ésta no cuente con una doctrina de la inmortalidad.

Sobre aquello que atañe a los judíos en sí mismos, no puede ser negado que la libertad que repentinamente le ha sido otorgada a ellos trajo diversas manifestaciones. Muchos de ellos, sostenidos por su Mammón, son descarados, arrogantes, atrevidos y muchos comprueban aquello que Schopenhauer ha dicho de todos.

 

Los sabidos errores accesorios del carácter nacional de los judíos (alguna vez los llamó la raza tramposa), en el cual resulta una maravillosa ausencia todo aquello que expresa la palabra verecundia. (Parerga II, 280).

 

Pero no se debe olvidar que esta falta de lazos es aquello que sucedió a la más indignante presión y al más desmedido desprecio del siglo XVIII, que hoy muestra sus frutos. Entonces los judíos se vengan con su frío y muerto Mammón: para la perdición de los individuos, para el bien de la humanidad.

 

El dinero, una cosa que primero fue pensada inocentemente para la comodidad de los hombres, un vacío e insignificante sustituto de los bienes verdaderos, que luego fue creciendo poco a poco en significado, fue adoptando indecibles usos, fue mezclando objetos y pueblos en un creciente intercambio del más refinado espíritu nervioso de la unión entre los pueblos, finalmente se volvió un demonio, cambiando sus colores, volviéndose por sí mismo una cosa en vez de una imagen de una cosa, sí, una única cosa que engulle todas las otras – Un fantasma deslumbrante al que perseguimos como si fuese la misma suerte, un enigmático abismo del cual emergen todos los placeres del mundo, y al cual, buscando aquello, hemos arrojado la mayor fortuna que existe en esta tierra: el amor fraternal. (…) Y así los pueblos lo ansían, de hecho, casi toda la humanidad en un tembloroso odio hacia el martirio del cambio: adquirir y consumir, mientras al hombre se le escapa de las manos su única fortuna: jugar dulce y serenamente al rayo del sol del benévolo Dios, al igual que las aves por los aires (…) Pero bien ha de ser así, tan ciertamente como alguna vez puede ser de otro modo, en la medida en que se haya aplicado un inmenso plan de educación de los hombres bien puede darse que también se realice esta experiencia y así uno a otro se salven hasta que se extienda a la silenciosa humanidad para su libertad moral. (Adalbert Stifter).

 

Si uno por un momento pasa por alto la exagerada actividad en algunos aspectos, habrá de toparse con una gran misericordia dentro de este pueblo, más que nada entre las mujeres (si bien a menudo también se muestra como carente de tacto), una misericordia que se eleva por encima de todo elogio, y con una inteligencia innata, con una sagacidad que si es educada, puede desarrollarse hasta alcanzar la mayor fuerza espiritual. Efectivamente, si en la historia universal no hubiese sido documentada la verdad de que el movimiento de la humanidad proviene de una voluntad que se debilita constantemente y de una inteligencia que se fortalece continuamente en los individuos, entonces las modificaciones volitivas y espirituales producidas en los judíos a través del sufrimiento desmedido serían la mejor prueba de ello.

 

 

Lo único en verdad placentero que ofrece la obra de Schopenhauer en relación a la política son las consideraciones acerca del destino. Si bien Schopenhauer se deja oír enojándose, concediendo y nuevamente retrucando, afirmando y desmintiendo, siempre añadiendo cláusulas, se ve forzado, sin embargo, a reconocer que todo el mundo es un a totalidad firmemente cerrada con un movimiento fundamental. Dice:

 

Aquí se nos impone de forma irresistible la exigencia o el postulado metafísico moral de una última unidad de la necesidad y el azar. Sin embargo estimo imposible obtener un concepto claro a partir de la raíz unitaria de ambas cosas. (Parerga I, 225).

 

De acuerdo a ello, todas aquellas cadenas causales que avanzan en la misma dirección que el tiempo forman una gran red común, muy intrincada, que, sin embargo, en toda su extensión avanza en la misma dirección que el tiempo y, en efecto, produce el desarrollo del mundo. (Ibídem, 230).

 

Así todo se refleja en todo, cada uno repercute en todos. (Ibídem, 231).

 

En la gran ensoñación que es la vida, todos los sueños de vida están artificialmente intercalados de modo que cada uno experimenta aquello que le es de provecho y brinda aquello que otros precisan, de acuerdo con lo cual, entonces, un suceso mundial eventualmente grande se ajusta a los destinos de varios miles, para cada uno de forma individual. (Ibídem, 235).

 

¿No sería algo estrechamente pusilánime considerar imposible que el desarrollo de las vidas de todos los hombres en su implicación mutua pueda contar con la misma cantidad de concentus y armonía con la que cuenta un compositor que sabe dar su sinfonía a los muchos tonos que aparentemente se alborotan en forma confusa? De hecho nuestra vergüenza frente a este pensamiento colosal se suaviza cuando recordamos que el sujeto de este gran sueño que es la vida, en cierto sentido (!), es uno solo, la voluntad de vivir. (Ibídem).

 

Si se acepta una unidad simple coexistiendo con el mundo de la multiplicidad, entonces todas las cosas del mundo se vuelven oscuras, confusas, llenas de contradicciones, misteriosas. Por otra parte, si aceptamos la existencia de una unidad simple antes del mundo, que se ha fracturado en un mundo de multiplicidad, que en última instancia es aquello que aún existe, entonces, tal como lo he señalado, desaparecen con una juguetona facilidad los problemas filosóficos más arduos. La caída de la unidad originaria en la multiplicidad, algo que no podemos conocer, fue el primer movimiento. Todos los demás movimientos son solamente consecuencias necesarias del primero. El destino ya no es más un secreto y podemos obtener un concepto claro a partir de la raíz común de la necesidad y del azar, algo que debió negar Schopenhauer, que siempre confundió lo trascendente con lo inmanente.

 

 

Si desde aquí echamos un vistazo a la ética y a la política de Schopenhauer y a mi ética, entonces la diferencia se muestra en toda su amplitud.

Una filosofía que pretenda tomar el lugar de la religión ante todo debe poder brindar el consuelo de la religión, que eleva y fortalece el corazón: que los pecados de todos pueden ser perdonados, y que una bondadosa providencia conduce a la humanidad hacia algo mejor. ¿Lo ofrece la filosofía de Schopenhauer? ¡No! Al igual que Mefistófeles, Schopenhauer se sienta a la vera del torrente humano y a quienes se retuercen en el dolor y claman por redención anuncia burlonamente: ¡vuestra razón no los ayuda en nada! Solamente la contemplación intelectual puede salvarlos, pero sólo aquél que está predestinado a ello por un poder misterioso puede ser parte. Muchos son llamados, pero pocos son elegidos. Todos los otros son condenados a ansiar “eternamente” en el infierno de la existencia. Y cuidado con el pobre que piense que puede ser redimido en la comunidad, ella no puede morir ya que su idea se sitúa por fuera del tiempo, sin la cual nada puede modificarse.

 

De hecho todos desean ser redimidos del estado del padecimiento y de la muerte: todos quieren, tal como acostumbramos decir, alcanzar la dicha eterna, ingresar al Reino de los Cielos; pero no simplemente marchando por cuenta propia, sino que pretenden ser llevados por el mismo desarrollo de la naturaleza. Pero esto es imposible. (El mundo como voluntad y representación II, 692).

 

Por el contrario, y de la mano de la naturaleza, yo afirmo: quien quiere ser redimido puede lograrlo en todo momento “por medio de la razón y la ciencia, la fuerza más poderosa del hombre”. Para la individualidad real, cuyo desarrollo en ningún modo depende del tiempo, el medio infalible para evadirse de la totalidad del mundo es la virginidad. Pero aquellos que ya continúan viviendo a través de sus hijos, aquellos que por lo tanto han perdido la posibilidad de redención en esta generación, y aquellos que si bien pueden captar cuál es el medio, pero no tienen la fuerza para implementarlo, todos ellos deben conservar un ánimo confiado y seguir luchando con franqueza: tarde o temprano serán redimidos, ya sea antes que la totalidad o con la totalidad, ya que la totalidad del mundo porta el movimiento que va del ser hacia el no ser.