Por : Matías Miller
“Teoría analítica de la ciencia y dialéctica” es el trabajo central del filósofo Jürgen Habermas en la continuación que junto a Hans Albert llevó a cabo de la disputa del positivismo, iniciada en el Congreso de la Asociación Alemana de Sociología en Tubinga (1961). En esta intervención el autor juega el papel de árbitro entre las posturas de Adorno y Popper en relación al método de las ciencias sociales. Hace ya varios años, en 1956, se había dado su primer contacto con el miembro de la Escuela de Frankfurt a raíz de un artículo suyo titulado “Pensando con Heidegger contra Heidegger”, del cual llamó la atención su crítica a la valoración positiva que el filósofo alemán hizo sobre el nacional-socialismo tras la Segunda Guerra Mundial. En poco tiempo se convertiría en su ayudante académico y años más tarde sería considerado uno de los grandes representantes de la segunda generación de Frankfurt. El dilema que marcó la dirección de sus trabajos fue cómo recrear el ideal emancipador de la modernidad sin que derive en regímenes similares a los totalitarismos nazi-fascistas o la explotación del capitalismo avanzado. Será este último punto, esencialmente, el que tendrá relevancia en esta intervención.
Como ya se ha mencionado, Habermas tiene aquí el rol de árbitro entre los representantes de la teoría crítica (Adorno) y la corriente filo-analítica (Popper). El primero, desde una concepción dialéctica de la totalidad social, establece que las categorías de análisis deben surgir del objeto de estudio, para evitar así toda falsificación del mismo. El segundo, interpretado como parte de la tradición positivista (positivismo es entendido aquí en un sentido laxo, pues Popper no se considera a sí mismo un positivista), propondría la aplicación de la metodología empírico-analítica de las ciencias naturales a la sociología y, por tanto, un concepto funcionalista del sistema social. Ambas ideas de sociedad serán diferenciadas por medio de cuatro criterios: objeto, experiencia, historia y praxis.
Una vez realizado este desarrollo comparativo, Habermas le otorga una nueva dirección al análisis (he ahí su aporte en esta disputa) y lo lleva hacia la examinación de los juicios de valor y la neutralidad valorativa, cuestión que apenas fue esbozada por Adorno y Popper, para así comprender por qué la analítica aspira a convertirse en el único método válido para el desarrollo del conocimiento científico. Será en esta misma evaluación, a su vez, donde se esclarecerá la labor hermenéutica de la dialéctica como medio para desenmascarar el interés epistemológico que motiva la aplicación indiscriminada de la metodología empírico-analítica.
Habermas abre su escrito con una referencia al concepto de totalidad en Adorno, como aquella trama dialéctica que mantiene una relación de reciprocidad con sus partes: es imposible entenderla prescindiendo de sus componentes, pero estos tampoco resultan comprensibles sin tener en cuenta que pertenecen a una totalidad con esencia propia. Luego menciona, como contraste con este concepto, la idea funcionalista de sistema que propone el pensamiento analítico, “una trama funcional de regularidades empíricas”[1]. De esta manera, se propone analizar ambos conceptos de totalidad desde cuatro criterios esenciales que permiten dilucidar sus principales diferencias.
En primer lugar, se encuentra la relación entre la teoría y su objeto. La metodología empírico-analítica se funda sobre la construcción de sistemas hipotético-deductivos a partir de los cuales se puedan elaborar leyes empíricas, comparando los acontecimientos predichos y lo efectivamente observable. La aplicación de este método en las ciencias naturales no resulta problemática ya que los fenómenos allí estudiados no se encuentran preformados por el ser humano, de manera que no habría inconvenientes para elegir libremente las categorías de análisis. Al contrario de esto, no se le pueden imponer categorías a la totalidad social pues es ella misma la que las otorga. La dialéctica afirma, en línea con esto, que la investigación forma parte de la misma trama vital que se estudia, por lo que la teoría debe adecuarse a su objeto y no al revés.
Ya analizada esta primera relación, Habermas pasa a la cuestión experimental. El tipo de experiencia que tolera la teoría analítica es la que podría llamarse experiencia de laboratorio: reproducir bajo ciertas condiciones en un espacio cerrado algún comportamiento físico en particular y observarlo. El problema es que ningún concepto de totalidad puede ser demostrado sólo por la observación de fenómenos concretos, justamente porque preforma a los mismos. En consecuencia, la teoría dialéctica propone una apertura a una experiencia que excede esta observancia controlada y que puede resultar científicamente legítima sin ser susceptible de falsación, lo cual es contrario al planteo de Popper.
Una vez resumida la metodología que conlleva el concepto funcionalista de sistema, el filósofo va a comentar cómo ésta es aplicada a la ciencia histórica. En líneas generales, lo que se hace es subsumir casos bajo una ley empírica y realizar prognosis o predicciones, de manera que el valor de la historia es solamente retrospectivo. Esto quiere decir que lo único que permite es explicar acontecimientos concretos a partir de los cuales, luego, puedan construirse sistemas deductivos para realizar predicciones. No existen leyes históricas universales, tal como opina Popper, por lo que la historia no es una ciencia teorética. El problema, desde un punto de vista dialéctico, es que la totalidad social “(…) sólo se hace patente en las tendencias de su evolución histórica, es decir, en las leyes de su movimiento histórico, a partir de lo que no es”[2].
Finalmente, Habermas establece las relaciones entre la teoría y la praxis. El modo de hacer historia recién explicado, si bien carece de aplicación vital, puede ser útil para el dominio político de la sociedad. Una sociología que utilice este modelo metodológico podría prestar técnicas sociales “(…) con ayuda de las cuales podemos asegurarnos una incidencia sobre los problemas sociales similar a la posible sobre los naturales”[3]. La dialéctica, en cambio, considera que el sistema vital e histórico no puede ser encapsulado en contextos cerrados, aislados y repetitivos, precisamente porque los excede. La categoría de praxis resulta así no sólo ordenadora del proceso de investigación social sino de la propia intervención de Habermas, pues le permite detectar que esta metodología empírico-analítica no constituye solamente un error teórico sino que detrás de ella habría cierto interés particular, cuestión que es central en la segunda parte del texto.
La categoría de praxis, además, es esencial en estos momentos de su producción. Su obra Teoría y praxis. Estudios de filosofía social, publicada en el mismo año que esta intervención, estructura su análisis de la política en torno a esta categoría. Habermas reivindica aquí la idea aristotélica de que toda investigación se define en función de su objeto y, particularmente, su concepción de la política como el estudio de la praxis. De esta manera, se la entiende como una continuación de la ética que debe conducir a los ciudadanos hacia la realización de la vida buena. El autor considera necesario recuperar esta herencia del pensamiento clásico frente a la concepción de la política como una techné, tal como la entendía Hobbes a partir de los fundamentos de las ciencias naturales o Max Weber al separar a la investigación de su objeto y establecer una lógica positivista para las ciencias.
A partir de esta problemática, entonces, surge el problema de la neutralidad valorativa. Según Habermas, esta posee su origen en la escisión de los ámbitos descriptivo y valorativo. El conocimiento científico, desarrollado a través de leyes que explican determinadas regularidades empíricas, estaría conformado sólo por juicios descriptivos. En consecuencia, las normas sociales o prescripciones de la conducta de los sujetos, que constituyen el ámbito de la praxis, quedan fuera de toda consideración científica. Esta monopolización del saber bajo un tipo de razón no da cuenta, a pesar de su pretensión de cientificidad, que se erige en base a una norma, es decir, que no hay propiamente una justificación racional para adoptar este racionalismo. Es más: los conocimientos descriptivos de las ciencias empíricas sólo son relevantes en la medida en que el investigador se asume previamente como positivista. De ahí que, según Habermas, la solución de Popper sea “(…) salvar el racionalismo al menos como profesión de fe”[4].
En línea con esto, el autor también detecta que los enunciados legales que sirven de base para el desarrollo de la investigación no pueden ser demostrados inductivamente, es decir, a partir de la experiencia. Son formulaciones protocolarias, “(…) enunciados universales no restringidos, con un número ilimitado de casos de aplicación principalmente posibles, (…)”[5] que no tienen su origen en un contexto estrictamente científico sino en el acuerdo de los investigadores que deciden optar por ellos. En relación con esta elección, Habermas denuncia un dilema circular, porque mientras la eficiencia de los enunciados sólo puede confirmarse una vez sabido qué hechos permiten interpretar, la relevancia de estos mismos hechos sólo puede salir a la luz una vez aplicada la ley.
Ahora bien, para entender a estas normas resulta necesario saber en qué contexto se originan. Surgen, particularmente, en el seno del sistema social de trabajo cuya finalidad es la dominación de la naturaleza. El problema es que la teoría analítica de la ciencia no da cuenta de esta referencia vital que “(…) le viene siempre hermenéuticamente presupuesta”[6] y postula como requisito del proceso de investigación que la validez de los enunciados sea independiente de todo contexto, es decir, el requisito de la neutralidad valorativa. Sin embargo, ni siquiera ella misma cumple con esta condición, en la medida en que se encuentra motivada por un tipo particular de interés que da lugar a esos enunciados: el interés técnico.
Esta supuesta neutralidad es atribuida, específicamente, a los medios de la investigación, mientras que la carga valorativa recae sobre los fines. Nuevamente se está frente a una escisión engañosa e imposible de aplicar en el estudio de la sociedad. De ahí que Habermas haga mención de la dialéctica hegeliana del fin-medio, la cual afirma que “(…) a los medios les es inmanente la pertinencia respecto de unos determinados fines como a los propios fines una conformidad respecto a unos determinados medios”[7]. La valoración también recae, por tanto, sobre los medios, con lo cual se hace aún más claro que la neutralidad es una ilusión. Con esto, en síntesis, el filósofo logra volver al inicio de su intervención para recalcar que la labor de la dialéctica consiste en insertar a la investigación dentro de su propio objeto de estudio para evitar tanto la elección de unos medios analíticos como el consecuente dominio técnico de la sociedad.
Ahora bien, si la neutralidad es una ilusión cabe preguntarse, ¿cuál es el interés detrás de la sociología de orientación dialéctica? Parecería insinuarse que es el interés práctico, pero no es algo que esté explicitado en el texto. Si bien es cierto que Habermas hace una revisión de estas reflexiones en La lógica de las ciencias sociales (1967), la sistematización y el desarrollo de lo aquí esbozado no se verá sino hasta Conocimiento e interés (1968), donde además de señalar el interés técnico oculto detrás de las ciencias empírico-analíticas se menciona el interés práctico de los saberes histórico-hermenéuticos (dentro de los cuales estaría la sociología) y el emancipador de los conocimientos de orientación crítica.
[1]Jürgen Habermas, “Teoría analítica de la ciencia y dialéctica” en AAVV, La disputa del positivismo en la sociología alemana (Der Possitivismusstreit in der Soziologie, Berlin 1969); trad. J. Muñoz, Barcelona, Ediciones Grijalbo, pp.147-180; cita p.148.
[2] Ibíd. P.156. Es decir, su objeto de estudio nunca está clausurado, pues la totalidad social está en constante formación en la medida en que siempre devendrá otra.
[3] Ibíd. P.157.
[4] Ibíd. P.164.
[5] Ibíd. P.166. Precisamente porque son universales e ilimitados en su aplicación jamás podrán ser demostrados por medio de la experimentación científica, aunque son la condición de posibilidad de la misma. La fe de Popper en el racionalismo podría verse reflejada también en este punto.
[6] Ibíd. P.172.
[7] Ibíd. P.177.