Por Paula Gutiérrez*
La figura de Cicerón (106-43 a.C.) es asociada y reconocida mucho más a menudo dentro del campo de la oratoria y la política romanas que de la filosofía. Sin embargo, cerca del final de su vida, luego del año 45, se dedicó a escribir numerosas obras de carácter filosófico. Entre ellas, Del supremo bien y del supremo mal[1]. Años antes, entre el 54 y 52, luego de un exilio que lo obligó al ocio forzado, pero digno, como él lo llamó «otium cum dignitas» –Cicerón no era muy defensor del otium al estilo catuliano–, había compuesto dos libros político-filosóficos: Sobre la república y De las leyes. También es cierto que, antes de él, no existía una filosofía propiamente romana.
Se le ha criticado que, a pesar de su dedicación hacia los temas filosóficos, no logró el título de «filósofo», en la medida en que su búsqueda en este campo estaba condicionada por las circunstancias y dependía de su espíritu práctico. En algunas ocasiones, Cicerón declaraba que escribía filosofía para paliar su dolor (su hija había fallecido durante un parto y, además, había experimentado la peor pena para un ciudadano romano –y más para él, que valoraba tanto la civitas–: su exilio), en otras ocasiones, contradictoriamente, él mismo declaraba que escribía filosofía para orientar a los jóvenes[2]. En todo caso, sus intereses no tenían que ver con la filosofía en sí misma, con el «amor por la sabiduría» propia de los filósofos, sino con fines que parecen cambiar de acuerdo a las circunstancias.
Se sabe que Cicerón estudió en la Academia aristotélica, que estaba en contra de la filosofía epicúrea, y que era cercano a algunos preceptos estoicos, pero no a su dogmatismo. Además, se dedicó a traducir numerosas obras filosóficas, entre ellas las de Platón.[3] Con respecto a su rol como traductor ocurre la misma situación contradictoria: en ocasiones, afirma que intenta traducir lo más fielmente posible al original, en otras, él declara: «No me limito a la función de simple traductor, sino que expongo fielmente las teorías de aquellos a quienes apruebo, y añado mi opinión personal y mi peculiar arte de narrador» (Cicerón, 1 2, 6, 1987).
Se lo ha juzgado de arribista, de ser ideológicamente acomodaticio. Parecía que lo que tomaba, lo «usufructuaba» para un fin:
No puede decirse de Cicerón que tenga un sistema teológico coherente, sino que en cada caso particular perseguía un fin preciso de persuasión y tenía en cuenta las creencias de su auditorio más que su propia convicción; por eso se le ha acusado, a veces, de hipócrita en asuntos religiosos (resaltado mío, Herrero Llorente, 1987, 19). [4]
Previo a este párrafo, Llorente mencionaba los intereses del orador romano:
La filosofía que busca siempre Cicerón es la que mejor pueda armonizarse con el orden civil, con los valores morales y las virtudes de los antepasados que fraguaron la antigua grandeza de la república romana. Y, así, proclama en su filosofía la espiritualidad del alma humana, coloca la virtud por encima del placer y admite la providencia divina y la inmortalidad del alma.
Quizás sea por esta razón, continúa Llorente, por la que se haya relacionado a Cicerón con el ideal cristiano y se lo haya puesto de intermediario (junto con Virgilio) entre el materialismo de los antiguos y el espiritualismo del pensamiento cristiano. En su clase de seminario, Laura Corso (2020) plantea la relación entre el conocimiento del «sí mismo», el ipsus sui, propio de la tradición socrático-platónica, y su reelaboración en los latinos Cicerón y Séneca, y, también, las reelaboraciones de estos en la escolástica medieval.
Desde la tradición griega, nos explica Corso, el conocimiento de sí mismo es planteado como un umbral hacia un paradigma mayor: el de saber qué es el ser humano, el de conocer su naturaleza arquetípica. Así, a través del ipsus sui, se parte de la individualidad para llegar a un universal. Ya en el primer estoicismo, el conocimiento de sí es una apertura: representa un movimiento que va desde el sí mismo al otro. El descubrimiento de sí permite descubrir la naturaleza del orden que hay en sí y en el mundo, y por tanto, en la comunidad de los seres humanos. Entonces, este conocimiento, el sensus sui, no nos lleva a un absorbernos sobre nosotros ni al egoísmo, sino que nos lleva al bien común, es una inclinación al bienestar. El impulso rector de este movimiento es el amor a sí mismo. Así, el sensus sui está acompañado de un componente puramente emocional y afectivo: el amor sui. Ese primer impulso es el que nos lleva progresivamente a encontrar lo bueno para una comunidad.
Cicerón toma este contenido estoico del movimiento hacia sí y su sentido comunitario. El ser humano, plantea, se siente inclinado hacia sí mismo y hacia su conservación: sibi ipsum conciliari hic conservatio sui. Este proceso inevitable, explica Corso, lleva a develar en sí la jerarquía de lo que es bueno y lo que no, el verdadero bien y mal, la autosuficiencia del principio estoico de la felicidad con relación a la virtud: el bien es la virtud y el mal es el vicio.
Este movimiento/proceso, por el que el sujeto humano vuelve sobre sí paulatinamente, lleva a tener consciencia de sí, y en este sentido lleva a develar el orden del universo, a develarse, no solo en la propia individualidad sino como individualidad humana, por eso, lleva al sujeto desde el sí mismo particular hacia los otros: «(…) vuelve sobre sí incesantemente, y en esta vuelta, en este progresivo retornar, ‘conociéndose y amándose’, va adquiriendo, según los estoicos, una madurez, un develamiento de la ley natural que hay en sí: el develamiento de la racionalidad que hay en sí, de la divinidad que implica esa racionalidad, y de la ley que el hombre lleva inscripta en sí, por naturaleza», expresa Corso. Cicerón hace una relectura de la identificación estoica entre natura, ratio, lex (naturaleza, razón y ley), y así, en palabras de Corso, «la participación de la racionalidad divina en el mundo, en el hombre, se da de un modo específico en el ámbito de la inmaterialidad de lo específicamente humano, en cuanto a su racionalidad».
En palabras de Cicerón,
En cuanto al mundo, piensan los estoicos que está regido por la voluntad de los dioses, y que es como la ciudad y el Estado común de los hombres y de los dioses, y que cada uno de nosotros forma parte de ese mundo; de aquí resulta, como consecuencia natural, que antepongamos la utilidad común a la nuestra. Pues, así como las leyes anteponen la salvación de todos a la de cada uno, así el hombre bueno y sabio, que acata las leyes y no ignora sus deberes de ciudadano, atiende más al interés de todos que al de uno cualquiera o al suyo propio. Y no es más vituperable el que traiciona a su patria que el que abandona el interés o la seguridad común en provecho de su propio interés o de su seguridad (1987, III 64; 214).
Cicerón rechaza el corporalismo de la Estoa: en ese sentido, mantiene su adhesión al platonismo. Además, Corso plantea que Cicerón rechaza el fatalismo estoico. Plasmado en su De fato, justifica la autonomía de la voluntas humana ante el fatalismo y el azar, que era común en la academia de su tiempo. Intenta conservar ambos, la providencia divina y la autodeterminación humana, la voluntas. La concepción de Cicerón de la ley natural no es estoica. La conservatio sui (la oikeiôsis estoica) y la conciliatio sibi las va a mantener, pero en términos platónicos. Por estas razones, explica Corso, se relaciona la lectura de Cicerón con la filosofía escolástica del siglo XIII: su mediación en la relectura de los textos estoicos, la lectura receptiva de estos, se hace posible ya que «Cicerón no es estoico, es platónico. Esta no es una interpretación sino que es una radical afirmación de Cicerón».
El desarrollo de estos temas excede este texto que se propone un rol de comentario. Para finalizar, podemos decir que Cicerón ha sido fuente para numerosos y diversos autores posteriores por su gran destreza narrativa, argumentativa y expositiva, incluso hasta nuestros días.
BIBLIOGRAFÍA
CICERÓN, Marco Tulio (1987). Del supremo bien y del supremo mal. Gredos: Madrid.
CORSO, Laura. “Conocimiento de sí: Cicerón, Séneca y relecturas escolásticas” [Seminario]. UNSTA-CEOP. 23-04-2020.
HERRERO LLORENTE, Víctor José (1987). “Introducción” en Del supremo bien y del supremo mal. Gredos: Madrid.
ANÓNIMO, Retórica a Herenio (1997). Gredos: Madrid.
[1] Otros de sus tratados filosóficos de la misma época son: Paradojas de los estoicos, Hortensio (perdido), Académicas, Tusculanas, De la naturaleza de los dioses, Catón el antiguo, Lelio, De la adivinación, Del destino, De la gloria (perdido) y De los deberes.
[2] «Davies quiere adivinar en los tratados filosóficos de Cicerón tres intenciones principales: l. servir de guía moral a la juventud luchando contra su relajamiento; 2. representar un nuevo género literario importante, y 3. ofrecer un mensaje político coherente y duradero» (Herrero Llorente, 1987, 16).
[3] «(…) determinado como estaba Cicerón a convertirse en un gran orador, trató de combinar la oratoria griega con el estudio de la filosofía, puesto que estaba convencido de que las ciencias en general, pero la filosofía en particular, son las fuentes de la perfecta oratoria y de todas las grandes acciones» (Herrero Llorente, 1987, 11).
[4] En el texto Retórica a Herenio (1997), se menciona que el orador tiene como función «poder hablar de todo aquello que las costumbres y las leyes han fijado para el uso de los ciudadanos y obtener en la medida de lo posible la aprobación de los oyentes» (Anónimo, I 70), y luego, remarca que parte de la invención del orador consiste en la capacidad de encontrar argumentos verdaderos o cercanos a la verdad, de lo que se puede concluir que en cuestiones de oratoria – y Cicerón era un ícono dentro de este campo–, los discursos no requieren necesariamente ser verdaderos, ni tienen que ser coherentes más que con el hecho de captar la benevolencia de la audiencia y ganar la argumentatio.
*Estudiante de la Licenciatura en Letras. Trabajo presentado en la materia Ética I, 2020.