Tercer ensayo: El idealismo. “La filosofía de la redención” de Philipp Mainländer

Tercer ensayo

El idealismo

Traducción : Ezequiel Jorge Carranza

 

Si suprimo al sujeto pensante, entonces ha de caer

todo el mundo corpóreo, en cuanto que es nada, como apariencia

en la sensibilidad de nuestro sujeto y como un tipo

de representación del mismo. (Kant).

 

No hay objeto sin sujeto. (Schopenhauer).

 

Traigo de vuelta a la memoria mi definición de idealismo brindada en lo expuesto anteriormente:

 

1) El idealismo crítico es toda consideración natural que presenta al mundo como una imagen, un reflejo en el espíritu del yo, y remarca y prueba la dependencia de esta imagen reflejada respecto al espejo de la potencia cognitiva. Por eso, en definitiva, el idealismo hace del sujeto cognoscente aquello que es principal.

 

2) El idealismo absoluto eleva al trono del mundo al ser individual cognitivo y volitivo.

 

Sin embargo, debemos diferenciar dos tipos de idealismos:

 

1) el crítico o trascendental y

 

2) el idealismo absoluto o de la cosa en sí.

 

Solamente hay un único sistema del idealismo absoluto y es la doctrina profunda en su sentido, encantadora y maravillosamente bella del genial príncipe indio Sidhartta (Buda), al que hemos de dedicarle una sección especial. En esta sección únicamente hemos de ocuparnos del idealismo crítico o trascendental.

El término trascendental, con el cual en tiempos recientes se ha disparado una alocada insensatez, debe diferenciarse bien de trascendente. Kant ha introducido ambos conceptos en la filosofía crítica y les ha dado un significado totalmente determinado. Entonces no es cierto que carecen de procedencia y, sin considerar todos los otros conceptos, ellos ya son merecedores de la más honrosa gratitud que toda persona sensata debe albergar hasta el fin de los días hacia el mayor pensador de Alemania por ya no confundir ni alterar el sentido de estos términos empleados por él.

Trascendental quiere decir: dependiente del sujeto cognoscente; y por otro lado, trascendente es: que sobrevuela la experiencia, hiperfísico. (Sin embargo, Kant no se atiene estrictamente a sus propias definiciones, algo que merece una reprimenda en base al precepto de erradicar toda ambigüedad de la filosofía crítica).

Debido a que uno sólo muestra una insensata falta de claridad cuando dice con otras palabras algo que antes ya ha sido expresado muy bien, pretendemos introducir, por lo tanto, nuestra investigación acerca del idealismo crítico con dos pasajes de Schopenhauer:

 

¿Qué es el conocimiento? Es por lo tanto, y esencialmente, representación. ¿Qué es la representación? Un muy complicado proceso fisiológico en el cerebro de un animal, cuyo resultado es la conciencia de una imagen de aquello que está allí mismo. De forma manifiesta, la relación de una imagen de este tipo con algo del animal que se presenta en su cerebro resulta totalmente diferente, sólo por ser una muy inmediata. Esta es quizás la manera más sencilla y comprensible de cubrir la profunda brecha entre lo ideal y lo real. (El mundo como voluntad y representación II, 214).

 

En nuestra mente surgen imágenes, no por una disposición interna, como algo procedente de la propia arbitrariedad o de un contexto de pensamiento, sino que como consecuencia de una disposición externa. Solamente esas imágenes son aquello que podemos conocer inmediatamente, lo que nos es dado. ¿Qué relación pueden tener ellas con las cosas que existen de forma totalmente diferenciada e independiente de nosotros y que de algún modo llegan a ser la causa de esas imágenes? ¿Acaso tenemos certeza de que tales cosas están allí? Y, en tal caso, ¿acaso las imágenes nos dan pruebas acerca de su composición? Este es el problema y, como consecuencia del mismo, en los últimos dos siglos, el principal anhelo de los filósofos ha sido poder diferenciar estrictamente lo ideal, o sea, aquello que solamente pertenece a nuestro conocimiento como tal, de lo real, es decir, de lo presente independientemente de aquél, y hacerlo por medio de un acertado corte en línea recta, y de ese modo, lograr establecer una relación recíproca entre ambas cosas. (Parerga I, 3).

 

El primero que intuyó la dependencia del mundo ante el sujeto cognoscente fue Cartesio. Él buscaba un fundamento firme e inamovible para la filosofía y lo halló en el espíritu humano, y no en el mundo exterior, de cuya realidad se puede dudar, o se debe hacerlo; puesto que él es conocimiento mediato. No puedo ponerme en el lugar de otro ser y experimentar así si piensa y siente tal como lo hago yo. El otro ser puede asegurarme cientos de veces que piensa, siente y además existe tal como lo hago yo. Pero todas esas aseveraciones no prueban absolutamente nada y no me brindan un fundamento sólido. Puede ser así, pero también puede que no sea así, no es algo necesario. Pues, ¿no puede ser ese otro individuo y sus aseveraciones una mera figuración carente hasta de la más mínima realidad, un fantasma en colores que de alguna forma u otra se manifiesta ante mí? Ciertamente puede ser ese el caso. ¿En dónde más puedo hallar una prueba segura de que no es un fantasma? Si, por ejemplo, miro a mi hermano, observo que está constituido en un modo similar al mío, que habla en una forma similar a la mía, que lo que expresa muestra similitud con mi espíritu, que a veces está triste y otras veces contento, tal como yo, que puede experimentar el dolor físico, tal como ocurre conmigo. Si toco mi brazo y luego el suyo, percibo que ambos producen la misma impresión en mis nervios sensitivos, por un lado lo presiono, y por otro me presiona. Pero, ¿con ello he probado en algún modo que es un ser existente en realidad, un ser efectivo? De ninguna manera. Todo ello puede ser engaño, magia o un fantasma, pues solamente existe una solo certeza inmediata, que es mi yo individual que conoce y siente.

A esa verdad la sostuvo primero Cartesio en su famosa formulación: dubito, cogito, ergo sum, y por ello se lo llama, con todo mérito y razón, el padre del idealismo crítico de la filosofía más reciente. Por el idealismo crítico no ha hecho más que legarnos esa fórmula, con la cual solamente ha señalado el camino correcto para la filosofía, y puede ser estimado como en verdad poco, o como muchísimo, según el punto de referencia que uno asuma. Un gracioso ha caracterizado muy bellamente la actividad filosófica de este gran hombre con las siguientes palabras: Il commence par douter de tout et finit par tout croire.

Cuando uno solamente tiene en vistas el principal punto de acceso al idealismo crítico, de inmediato a la de él se le agrega, además, la figura del genial Locke.

En su inmortal obra On human Understanding parte desde el sujeto y estima que el mundo exterior, independientemente del espíritu del hombre, no puede estar constituido tal como se nos muestra, que es una mera manifestación y, de hecho, un producto de la cosa que fundamenta esa manifestación y del espíritu cognoscente, es decir, algo comparable al niño que es concebido por un hombre y una mujer, que muestra tanto rasgos de carácter del padre como de la madre.

Divide las propiedades del objeto y las ordena en dos grandes clases.

A la primera la llama cualidades primarias, a la segunda, secundarias. Las primeras provienen del fundamento de la manifestación, las segundas son agregados del espíritu humano. Las dos clases combinadas forman la manifestación, el objeto, la cosa tal como la vemos.

A las cualidades primarias pertenecen:

 

la impenetrabilidad

la extensión

la forma

el movimiento

el reposo

la cantidad

 

A las secundarias:

 

el color

la tonalidad

el sabor

el aroma

la dureza

la blandura

la suavidad

la aspereza

la temperatura (cálido, frío).

 

Las primeras son independientes del sujeto y, por lo tanto, permanecen en cada cosa aún cuando ésta no es percibida por ningún espíritu humano; por el contrario, las segundas aparecen y desaparecen con el espíritu humano.

Las primeras se pueden resumir en las siguientes expresiones más sencillas:

 

individualidad

movimiento.

 

Las segundas se pueden abarcar con el concepto de percepción sensible específica.

Si, por ejemplo, consideramos una cosa que, cuando la observamos, resulta ser un árbol de peras, ella es entonces una simple individualidad en movimiento, independientemente del ojo del animal que observa. La misma carece de color, no es dura ni blanda, ni áspera ni suave, ni fría ni cálida. Recién cuando la teñimos con los sentidos del hombre, ella se vuelve verde (en las hojas), gris (en el tronco), dura y áspera (en el tronco y la corteza), suave (en las hojas), fría o cálida.

Sin embargo, esa individualidad en contacto con los sentidos solamente se vuelve verde o marrón, y no amarilla y azul, dura y áspera, y no blanda y suave, fría, y no caliente, porque actúa sobre los sentidos en un modo determinado, porque posee propiedades que producen en los sentidos impresiones totalmente determinadas, pero esas propiedades no son esencialmente iguales a las impresiones en los sentidos, sino que son por completo distintas. ¿Qué son en sí mismas? A ello lo explica Locke como algo infundado. Sitúa su esencia en sus partículas más diminutas y no perceptibles, y deriva su efectividad específica del tipo de contacto de esas partículas. (Libro II, capítulo 8, parágrafo 11, y libro IV, capítulo 3, parágrafo 11).

Este corte a través de lo real y lo ideal, dado por este gran pensador, condujo a la verdad misma hacia sus manos: el corte figura en la historia de la filosofía como un corte maestro, como un hecho filosófico de primer rango, como una orgullosa acción de la más elevada potencia de pensamiento.

Con ello Locke no consiguió arrojar luz a aquella cuestión de determinar qué ha de quedar a la izquierda y a la derecha del corte. Pudo separar lo ideal de lo real, pero no logró diferenciar con precisión lo ideal y lo real.

Consideremos primero lo ideal. Aquí comienza con el error de no preguntarse antes que nada: ¿cómo es posible que vea un árbol por fuera de mi espíritu luego del efecto producido por el árbol en mi ojo y el procesamiento de sus impresiones efectuado en mi cerebro?, ¿cómo es posible la acción de una cosa sobre otra (aquello que el lenguaje artificial de la filosofía llama influxus physicus)?

Dicho con otras palabras: él no investigó la efectividad de la cosa y el influjo recíproco del lado real (pues aquí no logra separarse de lo ideal), y del lado ideal, pasó por alto la causalidad, es decir, la asociación ideal de dos estados del objeto, el activo y el pasivo, como causa y efecto.

Además, en la determinación de lo real, deja que el espacio y el tiempo se constituyan con independencia del sujeto, y comete el gran error de permitir que los individuos, que ha hallado y reconocido con una visión clara, fluyan todos juntos en una materia carente de diferencias, que es el fundamento lockeano de la manifestación, la cosa en sí lockeana. Por ello se lo considera el padre del materialismo moderno.

En mi crítica de la filosofía de este gran hombre he señalado cuán increíble puede parecer que Locke no haya podido reconocer lo correcto, estando allí tan cerca de la verdad develada (La filosofía de la redención I, pág. 420). De repente una gruesa venda se posó sobre su aguda y clara mirada; la verdad, así como el tiempo propicio, no parecía haber madurado para lograr aclarar este complicado problema, y primero quiso permitir que surja el materialismo moderno, que si bien es un sistema filosófico absurdo, ha sido y aún es extraordinariamente importante y provechoso, así como necesario para la cultura humana.

Todo aquello que podemos decir acerca del sustrato atañe única y exclusivamente a nuestras percepciones sensibles. Por consiguiente, el sustrato y la materia y la sustancia en un sentido amplio son por completo ideales, es decir, yacen en nuestra mente y no por fuera de ella. Entonces la materia pertenece al lado ideal y no al real, donde solamente se halla la fuerza, la auténtica cosa en sí, la que se torna objeto, es decir, sustrato, cuando la teñimos con nuestra sensibilidad. Debido al idealismo de Berkeley y reforzado por los oscilantes pensamientos doctrinarios de Kant y Schopenhauer, me he reservado señalar a la materia su ubicación correcta, dentro del entendimiento del hombre, es decir, del lado ideal.

A Locke lo siguió Berkeley, que, tal como fue señalado por Schopenhauer en forma totalmente correcta, ha influido en el pensamiento de Kant más que ningún otro, excluyendo a Hume, al punto de que sin Berkeley la Crítica de la razón pura jamás habría podido ser escrita. Kant no quiso dedicarle palabras a ello y a Berkeley solamente lo nombraba en forma compasiva como “el buen Berkeley”, una injusticia que, como he dicho, Schopenhauer la juzgó tal como es debido.

Ya por esa relación de Berkeley con la Crítica de la razón pura, su Tratado sobre los principios del entendimiento humano es una obra inmortal. Pero incluso lo sería sin ello, tal como hemos de observarlo más claramente en el Ensayo acerca del budismo, ya que simplemente con dos modificaciones, aunque esenciales, el idealismo de Berkeley puede presentarse a la filosofía de occidente como una maravillosa flor, en cuanto que es un idealismo de la cosa en sí, primario, brillante, inconmovible, atravesado por el espíritu de Indostán.

Del mismo modo, Descartes, con su voz de trueno, solamente había hecho resonar su llamado a despertarse dirigido a los espíritus soñadores, o incluso, sólo ha sido un heraldo en la ardiente y bella batalla de los sabios por la verdad y en contra de la mentira y las tinieblas. Ese llamado animó primero a Locke y modificó de inmediato su rumbo. Pero, a partir de Locke, la filosofía crítica solamente pudo ser un desarrollo. Ningún filósofo después de Locke pudo o estuvo en condiciones de desatender la obra del maestro. Se volvió la piedra angular del templo; fue el primer eslabón, que es la condición para la existencia de la cadena, sin el cual ningún otro eslabón tiene agarre; fue la raíz sin la cual no puede formarse tallo alguno, u hoja alguna. A partir de él siempre vemos a los sucesores montados en hombros de los antecesores y observamos con una mirada encantada a la maravillosa aparición en la vida de los pueblos europeos: a la sucesión de filósofos germanos.

Locke, Berkeley, Hume, Kant y Schopenhauer, ¡qué nombres! ¡Qué joyas del género humano! De paso, ha de ser remarcado que los judíos y los indo-germanos son aquellos pueblos que se desplazaron hacia la cúspide de la vida espiritual de la humanidad y que nos conducen hacia ella. Los segundos pueden ser comparados con la nube durante el día, y los primeros, con la columna de fuego durante la noche, que condujeron a los israelitas que abandonaron Egipto.

 

Y el Señor se puso delante de ellos durante el día en una columna de nubes que los conducía por el camino correcto, y durante la noche, en una columna de fuego, que los iluminaba para poder viajar día y noche.

La columna de nubes jamás se alejaba del pueblo durante el día, ni la columna de fuego durante la noche. (Éxodo 13, 21-22).

 

¿Qué le debe la filosofía crítica a Berkeley? Un resultado por demás importante, si bien, muy parcial:

 

Que las cualidades secundarias que predicaba Locke son aquello que nosotros llamamos materia o sustancia de una cosa, que, por lo tanto, la materia es algo ideal en nuestra mente.

 

Berkeley no ha arribado por sí mismo a este resultado, la solución de uno de los mayores problemas de la psicología, tal como he de demostrar a continuación, pero es el núcleo imperecedero y pleno de verdad que se manifiesta en su doctrina.

Obviamente Berkeley parte del sujeto. Su mirada al mundo le presenta dos ámbitos esencialmente distintos entre sí: por un lado, una infinita variedad de objetos (árboles, casas, campos, praderas, flores, animales, hombres, etc.), y por otro lado:

 

algo que conoce y percibe aquello, y ejerce distintas acciones, como querer, representarse, rememorar las ideas (objetos). (Principios del conocimiento humano, parágrafo 2).

 

Ese ser activo en el percibir es aquello que llamo ánimo, espíritu, alma o mí mismo. (Ibídem, parágrafo 2).

 

Esto no resultó nada nuevo, ya que el espejo (el espíritu) y la imagen en el espejo (el mundo) son los principios fundamentales de todo idealismo y el comienzo de su recorrido.

Pero novedosa, si la comparamos con las de sus antecesores, y original fue la explicación de Berkeley:

 

que todo el ser de todas las cosas no pensantes es ser percibidas. (Ibídem, parágrafo 3).

 

Más claramente expresa eso mismo en esta cita:

 

¿Puede ser llevada la abstracción a un punto más alto que al de la diferenciación de la existencia de las cosas sensibles de su ser percibidas, de modo que uno se figure que existen de forma no percibida? Luz y color, calor y frío, extensión y figura, dicho en pocas palabras, las cosas que vemos y sentimos, ¿qué son más allá de las percepciones sensibles de distintos tipos, representaciones, ideas o impresiones en los sentidos?, ¿y resulta posible separar, aunque solamente sea en el pensamiento, alguna de ellas del ser percibida? (Ibídem, parágrafo 5).

 

Algunas verdades son tan cercanas y tan luminosas que uno solamente precisa abrir los ojos del espíritu para reconocerlas. Entre ellas cuento a esa importante verdad que sostiene que todo el coro celeste y la totalidad de los objetos terrenos, dicho en pocas palabras, todas las cosas que hacen a la construcción del mundo, son incapaces de subsistir por fuera del espíritu, que su ser es su ser percibidas o conocidas, que ellas, por lo tanto, cuando en efecto no son conocidas por mí o existen en mi espíritu, o en el de algún otro ser creado, o bien no pueden poseer existencia alguna, o han de existir en el espíritu de un ser eterno. (Ibídem, parágrafo 6).

 

De lo dicho se sigue que no existe otra sustancia más que el espíritu o aquello que percibe. (Ibídem, parágrafo 7).

 

En estas pocas frases está contenida toda la doctrina de este genio inglés.

El sentido de su doctrina y su punto de sustento en lo que respecta a Locke es el siguiente:

 

1) No solamente las cualidades secundarias de todas las cosas no pensantes, sino que también las primarias atañen a las impresiones sensibles.

2) Porque, de este modo, todo lo que sabemos de estas cosas son impresiones sensibles, entonces la cosa solamente existe en un espíritu que percibe, y fuera de ello no posee existencia alguna.

 

Expresión de 1:

 

Algunos hacen una diferenciación entre cualidades primarias y secundarias: por las primeras entienden la extensión, la figura, el movimiento, el reposo, la solidez o la impenetrabilidad y el número; y con la segunda expresión designan todas las otras cualidades sensibles, como por ejemplo: el color, la tonalidad, las percepciones gustativas, etc. Ellos sostienen que las ideas que poseemos de esas cualidades no son la imagen efectiva de alguna cosa que exista por fuera del espíritu, o de forma no percibida; pero afirman que nuestras ideas de las cualidades primarias son impresiones o imágenes de cosas que existen por fuera del espíritu en una sustancia no pensante que llaman materia. De acuerdo con ellos, debemos entender por materia una sustancia inerte, no sensible, en la cual en efecto existen la extensión, la figura y el movimiento. Sin embargo, la extensión, la figura y el movimiento son solamente ideas que existen en el espíritu. […] De ello resulta claro que incluso el concepto de aquello que es llamado materia o sustancia corpórea encierra en sí mismo una contradicción. (Ibídem, parágrafo 9).

 

Aquí Berkeley no diferencia una cosa de otra, y por eso he dicho anteriormente que él mismo no estaba en condiciones de procesar el verdadero y auténtico resultado de su doctrina, que, he de repetirlo, es el siguiente:

 

Las cualidades secundarias son, en su conjunto, la materia, y ésta, por lo tanto es ideal, se halla en nuestra mente.

 

Ésta ha sido una mejora del sistema de Locke muy significativa, que Berkeley realizó de manera inconsciente, ya que el error en el que ella está contenida se puede señalar muy fácilmente.

Berkeley afirma en la siguiente cita:

 

Locke sostiene que las cualidades secundarias no son la imagen efectiva de alguna cosa que exista por fuera del espíritu, o de forma no percibida. (parágrafo 9).

 

Ésta es una afirmación básicamente falsa. Locke, de hecho, dijo que, por ejemplo, aquello que causa el sabor dulce en el azúcar no es esencialmente igual a lo dulce (de la percepción sensible), pero no por ello negó que la causa de lo dulce en el azúcar sea independiente del sujeto. De hecho, sin sujeto no existiría el azúcar dulce (el objeto), pero sí habría una cosa que posee una cualidad determinada: ¡existe una gran diferencia!

Si pasamos por alto esta interpretación errónea del sistema de Locke, Berkeley lo mejoró esencialmente.

Locke dijo:

 

La materia es la cosa en sí, independiente del sujeto.

 

Por otra parte, Berkeley sostuvo (es decir, se destaca de su doctrina como el resultado más bello para los críticos):

 

La materia es la suma de las cualidades secundarias, y por lo tanto, es algo ideal.

 

Quizás se me habrá de reprochar que ponga estas palabras en boca de Berkeley, pero bien puedo hacerlo, ya que disminuyo mi propio mérito en beneficio de este gran hombre.

Ahora queremos prestar atención a la siguiente expresión de Berkeley:

 

que el objeto, en tanto que de hecho no es reconocido por mí, o que no existe en mi espíritu ni en el espíritu de ningún otro ser creado, o bien no posee existencia, o existe en el espíritu de un ser eterno. (Ibídem, parágrafo 6).

 

De hecho, él casi ya no se halla más en relación con el idealismo crítico, pero hemos de observar que nos situamos en buenos términos con el budismo.

Como hemos visto, Berkeley niega rotundamente la materia objetiva, la sustancia corpórea, y no reconoce ninguna otra sustancia más que la del espíritu, primero la del espíritu humano y luego la del espíritu eterno: la de Dios. Todo lo otro, animales, plantas y las fuerzas químicas no poseen una existencia independiente del sujeto, son por completo irreales.

O dicho con palabras del obispo filósofo:

 

Pero si incluso fuese posible que las sustancias estables, formadas y móviles se correspondan con las ideas que poseemos de los cuerpos, existiendo así por fuera del espíritu, ¿cómo sería posible saberlo? (Ibídem, parágrafo 18).

 

Lo único cuya existencia ponemos en cuestión es aquello que los filósofos llaman materia o sustancia corpórea. (Ibídem, parágrafo 35).

 

La cosa, o lo que es, es el nombre más general de todos, por ello entendemos dos clases heterogéneas, completamente distintas entre sí, que no tienen nada en común una respecto a la otra, ellas son: espíritus e ideas. Las primeras son sustancias activas e indivisibles, las otras, cosas inertes, perecederas y dependientes que en sí no existen, sino que son contenidas o existen en los espíritus o en las sustancias espirituales. (Ibídem, parágrafo 89).

 

Cuando se dice que los cuerpos no existen por fuera del espíritu, esto no debe ser entendido como si estuviese referido a este o aquel espíritu individual, sino que a todos los espíritus, sean cuantos haya. (Ibídem, parágrafo 48).

 

El resto más considerable de la filosofía de Berkeley es éste:

 

Ya que, por una parte, no es potestad del espíritu humano producir arbitrariamente la observación, y que por otra parte, las impresiones sensibles deben tener una causa que no ha de yacer en el objeto, ha de existir entonces un espíritu eterno que produzca las impresiones en nuestros sentidos y en nuestros cerebros, y que sea la causa general de todas las ideas, de todos los fantasmas que hay allá afuera, de la gran fantasmagoria del mundo: Dios.

 

O dicho con palabras de Berkeley:

 

Percibimos una sucesión continua de ideas, algunas de las mismas han de ser consideradas novedosas, otras serán modificadas o desaparecerán por completo. Sin embargo, existe una causa de esas ideas, de la cual dependen y por la cual ellas son producidas y modificadas. (Ibídem, parágrafo 26).

 

Cuando abro los ojos a plena luz del día, no está en mi poder si he de ver, o no, así como tampoco determinar qué objetos individuales habrán de presentarse a mi visión; y en igual modo ocurre con mi audición, y con los otros sentidos, en lo que respecta a ideas impresas en la sensibilidad que no son creaciones de la voluntad. Existe, por lo tanto, otra voluntad o espíritu que las crea. (Ibídem, parágrafo 29).

 

Si los hombres simplemente pretendieran considerar que el sol, la luna, las estrellas y todos los otros objetos sensibles pueden ser meras percepciones en el propio espíritu, que no poseen otra existencia más que el solo hecho de ser percibidos, entonces ciertamente éstos no habrían de desaparecer y lograrían ofrecernos sus ideas, y tanto más bien habrían de brindar su homenaje a aquel espíritu eterno e invisible que produce y conserva todas las cosas. (Ibídem, parágrafo 94).

 

Partiendo de ello, resulta sumamente claro cuánta razón tenía cuando en el ensayo “Panteísmo” llamé realismo absoluto al idealismo de Berkeley, en referencia a la parte crítica, es decir, a aquella parte que aún permanece, de la que Berkeley hizo lo más importante. Berkeley depositó la criatura impotente y muerta en las manos del “espíritu invisible y eterno que produce y conserva todas las cosas”.

Además, que su idealismo no sea un idealismo absoluto, algo que sostuvo Schopenhauer y muchos otros supusieron, es resultado de que, a la par del yo cognoscente, haya situado a todos los otros hombres como seres reales, en un pie de igualdad. Pero para el idealismo absoluto, para el idealismo de la cosa en sí, es esencial que se enseñe que un único hombre es real, y se lo eleve al trono del mundo, como si fuese Dios.

Ese idealismo absoluto también es llamado egoísmo teórico o solipsismo y, al igual que el panteísmo, posee el mismo pleno derecho sobre la famosa y profunda sentencia de los upanishads de los vedas:

 

Hae omnes creaturae in totum ego sum, et praeter me aliud ens non est.

 

No puedo dejar atrás la doctrina de Berkeley sin haber señalado una vez más su mayor mérito, que haya situado la materia en nuestra mente, que haya hecho de ella algo ideal, un mérito que se halla a la par del genial corte de Locke separando lo ideal y lo real. Además, debo agregar que hizo mención y difusión de todos los demás problemas del idealismo crítico, y de ese modo pudo legarle a Kant un suelo trabajado, en vez de un desierto. De lo contrario, la más significativa obra de la profundidad del sentido humano, la Crítica de la razón pura, podría sorprendernos como si se tratase de un mero milagro. Sería una flor que se ha generado espontáneamente, y no el florecimiento de una planta con raíces, tallo y hojas que crece lentamente y que, al igual que un agave americana, precisa cien años para florecer.

Berkeley trató el espacio, el tiempo (la extensión, el movimiento), la causalidad (el efecto de un objeto sobre otro objeto) y el espacio común (contexto de la naturaleza), e hizo de todo ello un hueso duro de roer para cualquier pensador: hizo que sean cosas ideales que solamente existen en nuestros espíritus. Obviamente ello ocurrió sólo como consecuencia de su principio: Dios, que es una sustancia eterna y carente de extensión, que muestra cosas que en sí no poseen ninguna causa real a nuestros espíritus, sustancias que poseen similares predicados. Así, el mundo no posee existencia alguna, independientemente del sujeto, y tampoco las cosas se encuentran en una conexión real, sino que en una asociación ideal; además: si a ninguna cosa, independientemente del espíritu humano, se le atribuye extensión y movimiento, tampoco el espacio y el tiempo son reales, sino que ideales.

Todas estas determinaciones son conclusiones correctas a partir de premisas falsas: Berkeley sacó sus conclusiones de forma caballerosa y como quien preside en el salón, o sea, superficialmente. Pero, ¡cómo debieron influir esas conclusiones del “buen” Berkeley en un pensador como Kant, impulsándolo y haciéndolo fértil! Ya tenía de antemano todo el material para su Crítica de la razón pura, solamente restaba montar las piezas de la construcción que ya eran dadas, y así edificar un templo para el idealismo crítico, pero era un trabajo que solamente él podía realizar.

Aún quiero mencionar otra cosa digna de ser remarcada. En el sistema de Berkeley yace de nuevo un bello reflejo de la sonrisa irónica de la verdad, que siempre hace muecas con sus labios, cuando un noble Parceval da una respuesta incorrecta al enigma del mundo.

Ya en lo anterior he señalado aquella cosa curiosa que se muestra en el panteísmo indio. Como he explicado, arribó a su unidad simple en el mundo por vía del realismo, y cuando felizmente alcanzó la meta y se dejó caer en los brazos de su alma del mundo, consideró que este camino había sido una mera apariencia. Fue algo similar a que alcance el techo de una casa con una escalera y luego declare: “he llegado hasta aquí saltando, la escalera que podéis ver allí es simplemente un engaño, no es una escalera real que pueda aguantar el peso de un hombre”.

En un modo similar, la doctrina de Berkeley, que no es otra cosa más que un monoteísmo muy refinado y espiritualizado, ofrece una generosa fuente de la mayor rareza, pues, me pregunto, ¿qué lo ha conducido al monoteísmo? El profundo conocimiento de un contexto real de las cosas que uno solamente logra explicarlo en la medida en que lo haya remitido a una unidad simple. Dicho con otras palabras: Dios es el firme fundamento del contexto dinámico y real del mundo, o incluso, Dios es la afinidad real del mundo personificada. ¿Y qué hizo Berkeley? Caballerosamente convirtió al contexto real, que únicamente había conducido al Dios de los judíos, en algo ideal, o sea, algo que solamente existe en nuestra mente.

 

Las ideas sensibles son más fuertes, vivas y determinadas que las de la imaginación: ellas poseen asimismo una cierta composición, orden y cohesión, y no han de ser remitidas al azar, como a menudo ocurre con aquellas que son efectos de un acto volitivo, sino que más bien se presentan en una sucesión ordenada o secuencia, cuya admirable conexión garantiza con suficiencia la sabiduría y bondad de su creador. Entonces, las firmes reglas y los modos determinados en que el espíritu del cual dependemos genera en nosotros las ideas sensibles son llamados leyes naturales, y a ellas las conocemos por medio de la experiencia. (Ibídem, parágrafo 30).

 

Entonces Berkeley convirtió (tal como Schopenhauer dijo muy acertadamente y en un modo similar sobre la Ética de Kant) en un resultado (una conexión digna de admiración) aquello que era el principio y la condición, aquello mismo que fue deducido como resultado (Dios). Aquí esta cosa muy curiosa yace tan claramente a la luz del sol que uno francamente debe reír. Difficile est, satiram non scribere, pues repito: solamente las leyes naturales conducen a la aceptación de un Dios, del cual en la naturaleza no se puede descubrir ningún rastro.

Finalmente debo decir algunas palabras sobre mi posición en lo que respecta a Berkeley en mi Crítica de la filosofía de Kant y Schopenhauer. Allí mismo caractericé al idealismo de Berkeley como la tumba de toda filosofía (página 439). Debí hacerlo porque tenía que juzgarlo desde la limitada perspectiva del idealismo crítico. Pues resulta claro que no se puede decir nada sobre la filosofía crítica, si un Dios que no es de este mundo es el causante de nuestras impresiones sensibles. Luego ha de decir: ¡dejad de filosofar y dedicaos al trabajo práctico y provechoso!

En la sucesión de los grandes idealistas críticos, a Berkeley le sigue el valiente luchador contra los oscurantistas, contra la mentira y contra todos los engaños teológicos, Hume. Desde la peculiar perspectiva del idealismo crítico, Hume se puede comparar con un gastador. Cabalga en su briosa yegua Escepticismo por delante de un pequeño puñado de pensadores independientes como lo haría un coracero que no conoce el miedo, al frente de su escuadrón, asegurándoles el camino.

Sin embargo, antes de destacar el mayor mérito de Hume en lo que respecta a la filosofía crítica, una vez más queremos señalar en forma breve los principales logros de sus antecesores.

Descartes había señalado el camino correcto. Locke había hecho el corte correcto entre lo ideal y lo real; Berkeley había comprendido bajo el concepto de materia a las cualidades secundarias pertenecientes al ámbito ideal, y al mismo tiempo había despejado el espacio y el tiempo, la causalidad y la comunidad.

Sin embargo, ninguno se había preguntado:

¿Cómo es posible que remita mis impresiones sensibles, las imágenes de objetos presentes en mi mente a cosas existentes por fuera de mí, a sus causas?

O dicho con otras palabras: todos habían entendido el contexto causal entre los estados de dos cosas como algo ya dado, causado por Dios, autoevidente.

De acuerdo a ello, en ese momento se hallaban en el ámbito real individuos reales, en movimiento, a los que unía un nexo causal real.

Entonces Hume dirigió sus ataques escépticos a ese nexo causal real, o en resumen, a la causalidad que yace en su fundamento (la relación de la causa con el efecto). Dudaba de la necesidad y de la validez objetiva de la ley de causalidad, de la ley natural superior a todas, es decir: que todo efecto ha de tener una causa de la cual resulte.

 

Porque, según la filosofía de Locke, la experiencia de la cual han de provenir todos nuestros conocimientos jamás puede conseguir el contexto causal mismo, sino que únicamente obtiene siempre una simple sucesión de estados en el tiempo, es decir, nunca algo exitoso, sino que una mera secuencia que, incluso en cuanto tal, resulta algo casual, nunca se muestra como necesaria.

 

Así es como Schopenhauer ha resumido muy claramente las causas de las dudas de Hume (en Parerga I, 95).

Uno piensa qué puede significar en verdad esta duda bien fundada. Puesto que la imagen del mundo exterior concierne en nuestra visión, o en nuestro espíritu, a la ley de la causalidad, entonces, por medio del ataque a esta ley, se encontró amenazada inmediatamente la existencia real del mundo exterior, y en alguna forma mediata, también el contexto inherente a las cosas, su conexión indestructible, que había sido considerada algo firme e intocable.

Para mostrar el estado de la situación muy claramente y en una imagen, he de plantear lo siguiente: gatillo una pistola y mi enemigo se desploma muerto. Entonces, Hume piensa que, a partir de la simple sucesión de la muerte de mi enemigo después de que le he disparado, no se puede concluir que mi disparo haya sido la causa del asesinato, que su muerte se produjo por mi descarga; la muerte solamente siguió al disparo, de la misma forma en que el día sigue a la noche, siendo que ella no lo provoca. Se sostiene que se puede dudar del contexto causal. Puede darse, como puede no darse: sobre ello no puede obtenerse certeza alguna, porque falta un criterio seguro.

Muchos habrán de reírse si caracterizo como un hecho inmortal en la historia del espíritu humano a ese simple ataque que no produjo en lo inmediato el más mínimo resultado positivo. Pero es así. Este ataque escéptico de Hume, con la pluma de ganso en la mano, en su silencioso escritorio, y dirigido a la ley natural suprema, vale más que la más majestuosa victoria lograda al servicio de la cultura, obtenida sobre un campo de batalla regado de sangre. Pues de ello solamente resulta claro que no hay nada más importante en el mundo que la verdad y que la masa madre en la vida de los pueblos solamente es preparada por aquellos que buscan la verdad (y a menudo ocurre en la fría y silenciosa habitación del altillo o en el árido desierto).

Entonces así fue allanado y preparado el camino para el mesías del idealismo crítico, al que no los profetas mismos, pero sí sus obras, habían señalado con un rígido e inamovible dedo, y el gigante hizo su ingreso con su amplia y alta frente, y sus grandes y claros ojos azules. ¡Oh, Kant! ¿Quién puede compararse con él? Desde que me sumergí en su estética y analítica trascendental, un solo deseo se ha apoderado de mí. Es éste: ojalá llegue el tiempo en que la situación social permita que primero todos los alemanes, y luego todos los hombres, hallen la musa y el ejemplo necesario para poder crear algo, a partir de esta fuente fresca y clara del mayor sentido de la profundidad intelectual. Pues, ¿qué es una vida en las tinieblas espirituales y sólo con el brillo de un corazón lleno de anhelos? ¿Qué es un hombre que se encuentra distanciado de los pensamientos de los mayores genios de todos los tiempos? Como la Cenicienta en los cuentos, se sienta de forma insensata junto al hogar y permanece encerrado entre paredes con hollín, mientras sus hermanos más afortunados se mueven ebrios de luz por el reluciente salón de fiestas de los dioses. Y porque el salón de fiestas de los dioses es un lugar para todos los hombres, también la Cenicienta tiene que ser conducida hacia allí, y ha de ser transportada a través de ciudades en llamas y de un torrente de sangre. Tampoco uno debe creer que la Cenicienta siempre se sienta entre las cenizas, llevando su tosco vestido. A menudo también se sienta allí usando su vestido de seda adornado con púrpura y dorado, y solamente su mirada insensata y las paredes llenas de hollín son siempre las mismas. En tanto, omne simile claudicat.

He realizado una investigación muy profunda de la Crítica de la razón pura de Kant, a la cual puedo atribuirle el predicado de quinceañera, puesto que el espíritu siempre está ocupado en la parte oscura de su taller con problemas fabricados, y he depositado los resultados de ella en mi obra principal. Por ello, aquí he de expresarme muy brevemente y solamente he de ofrecer lo más significativo de su doctrina en relación a lo que hasta aquí he expuesto.

Hemos visto que ya Berkeley había enseñado la idealidad del espacio, del tiempo y de la causalidad, pero en un modo que, si bien podía satisfacer a un teólogo, jamás conformará a un filósofo. Además recordamos que Hume ha encabezado el primer ataque filosófico a la ley natural suprema, a la ley de causalidad.

Kant reconoce abiertamente que este ataque del escocés ha ejercido la más significativa influencia sobre su propia potencia intelectual, la ha fecundado y alentado poderosamente. A Hume no lo llama “el buen Hume”; esto puede ser remitido a que los filósofos son los enemigos naturales de los teólogos, así como también lo son en una forma daimónica, mientras que sus almas vibran alegremente cuando frecuentan a uno de los propios, algo que naturalmente no excluye que, entre sí, incurran en grandes discordias y se insulten en la manera correspondiente.

De la misma forma en que un anatomista expone ante sus estudiantes, por ejemplo, el estómago y la mano de un cadáver, y señala claramente cómo digiere el estómago, cómo la mano agarra un objeto, de qué partes componentes están formados de manera artística el estómago y la mano, cómo funciona la totalidad, etc., así Kant toma el espíritu del hombre, lo descompone sin olvidar el más mínimo engranaje en el mecanismo de relojería, y señala cómo conoce el cerebro. Esto debe ser afirmado con total seguridad. En el espíritu humano, es decir, en el lado ideal, no hay absolutamente nada que Kant no haya hallado y señalado. Ha inventariado cada pieza de nuestro espíritu y no ha olvidado nada, como el más hábil comerciante lo hace con los bienes de su negocio (una expresión propia de él). Solamente se equivocó en:

 

que no reconoció con total precisión la naturaleza de estas partes, y por eso, a veces asentó por duplicado  una misma pieza, como las categorías de cualidad y sustancia; u ordenó en forma taxonómica (definió) una parte de modo equivocado, como el espacio y el tiempo; o tomó por una sola cosa una pieza que se divide en dos partes, como la causalidad.

 

Se equivocó, entonces, en:

 

1) que simplemente tomó las impresiones sensibles por algo dado y no se preguntó: ¿cómo puede ser que la imagen que se forma en mi cabeza refiera a un objeto que está por fuera de ella?

2) que abusó de su ley de causalidad subjetiva para fabricarse su cosa en sí.

3) que sostuvo que el ámbito real era algo inexplorable.

 

Ahora he de explicar todo ello dentro de las limitaciones en que me encuentro.

Kant diferencia tres disposiciones principales del espíritu humano:

 

1) la sensibilidad

2) el entendimiento

3) la razón

 

La sensibilidad posee dos formas: el espacio y el tiempo, y un sentimiento: la potencia de la imaginación; el entendimiento cuenta con doce conceptos originarios: las categorías, y un consejero: la facultad de juzgar; la razón posee un punto más elevado, un florecimiento: la autoconciencia.

La sensibilidad observa; el entendimiento piensa; la razón saca conclusiones.

Entonces, del mismo modo en que el estómago ha de poseer la capacidad de digerir antes de que por primera vez la leche materna ingrese en él, y del mismo modo en que la mano ha de contar con la capacidad de agarrar algo, antes de que haya tocado algún objeto por primera vez, pero también del mismo modo en que el estómago no digiere si ningún alimento ingresa en él, y la capacidad de la mano no se ejerce si no cuenta con un objeto, el cerebro posee capacidades que son anteriores a cualquier experiencia, que sin embargo solamente pueden ejercerse en contacto con la materia en crudo proveniente de los sentidos.

Esas capacidades anteriores a cualquier experiencia son: receptividad (capacidad de recibir impresiones) y síntesis (combinación y asociación como acciones). Kant denominó a sus formas como algo a priori, o sea, son formas originarias, independientes de toda experiencia, que surgen y desaparecen con el cerebro. En ellas yace todo el mundo exterior, como si fuera una bola de blanda arcilla en una mano, que la contiene y le da forma y conexión entre sus partes.

En mi crítica he probado que:

 

el espacio y el tiempo (según Kant, formas de la sensibilidad)

la materia (sustancia)

la causalidad general (según Kant, formas del entendimiento)

la comunidad

 

son, de hecho, ideales, tal como Kant lo ha enseñado, es decir, solamente están presentes en nuestras mentes. Al igual que las partes componentes del espíritu:

 

sentidos

entendimiento

potencia de la imaginación

memoria

facultad de juzgar

razón

 

han sido establecidas de forma inalterablemente correcta por este profundo pensador. A todo esto solamente ha de oponerse la sinrazón, la simple oscuridad y una razón perversa.

Pero surge otra cuestión: ¿ha situado Kant cada una de las partes componentes del espíritu en una correcta conexión mutua?, ¿y las formas en discusión no son solamente ideales, sino que también a priori, es decir, presentes antes de cualquier experiencia? Dicho con otras palabras: ¿han sido fundadas y fundamentadas de forma correcta las formas del espíritu? -las de la sensibilidad (observación pura a priori) y las del entendimiento (las categorías)-.

Sin embargo, no he de responder esta cuestión en una forma extendida. He de indicar mi trabajo anterior, y aquí puedo repetir una vez más que Kant no ha olvidado nada en el inventario de nuestro espíritu, pero agrupó de forma incorrecta la mayor parte de las cosas y a muchas de ellas las ordenó taxonómicamente en una forma equivocada.

A partir de Kant, el espacio y el tiempo son innegablemente cosas ideales en nuestra mente. Independientemente del sujeto no existe ni el tiempo ni el espacio. Si en verdad alguna vez logramos obtener un vacío absoluto con una bomba de aire, no conseguiremos un espacio vacío, sino que la nada absoluta. -Estas dos cosas son entre sí toto genere distintas, ya que el espacio vacío (matemático) se sitúa del lado ideal, en la mente del hombre; y la nada absoluta, del lado real, por fuera de la mente. Solamente el pensamiento más confuso puede permitir que estos dos ámbitos se interfieran y que sus formas se mezclen entre sí.

En la misma medida que el espacio y el tiempo, son puramente ideales las categorías de la cualidad y de la relación, o sea, independientemente del espíritu humano no existe:

 

1) ninguna cualidad secundaria de las cosas (Locke)

2) ninguna relación de causa y efecto

3) ninguna comunidad (acción de intercambio).

 

Y frente a ello habrán de comportarse como locos incontables legiones de aquellos hombres que Fichte muy acertadamente caracteriza así: “en una filosofía a medias y en una confusión total se consideran ya esclarecidos”. -Es así y seguirá siéndolo: el espíritu se ha apropiado de estas invaluables joyas y ninguna fuerza logrará quitárselas de nuevo. Magna est vis veritatis et praevalebit.

Pero estas cinco combinaciones y asociaciones no son a priori; incluso las tres últimas no son categorías en el sentido expresado por Kant (formas a priori del pensamiento).

Entonces, y es esto lo principal, ¿cuál fue el resultado de la estética trascendental?

Solamente desde la perspectiva del hombre podemos hablar del espacio, de un ser extenso. (Crítica de Kant, 66).

¿Y cuál fue el resultado de la analítica trascendental?

 

Al orden y a la regularidad en los fenómenos, aquello que llamamos naturaleza, lo aportamos nosotros mismos, e incluso si no pudiésemos hallarlos allí, o bien no los tendríamos o los hubiese depositado la forma natural de nuestro ánimo. (Crítica de Kant, 1° ed., 657).

 

Tan exagerado, tan contrario al sentido común como pueda sonar: el entendimiento es la mismísima fuente de las leyes de la naturaleza, y además, de la unidad formal de la naturaleza, una afirmación tal es sumamente correcta, aún para los objetos y de acuerdo a la experiencia. (Ibídem, 658).

 

¿Y qué significa esto en palabras más áridas? Significa que, si tomamos las expresiones de Kant como ayuda:

 

Lo empírico de la observación nos es dado desde afuera.

 

De una forma inexplicablemente misteriosa para nosotros, se forman impresiones sobre los sentidos. A esas impresiones nuestra sensibilidad les concede extensión y las sitúa en relación con el tiempo. Luego, a esos fantasmas el entendimiento les concede color, temperatura, suavidad o aspereza, dureza o blandura, etc. (las categorías de la cualidad), o dicho brevemente, los hace sustanciales. Además, sitúa a dos de estos fantasmas en una relación causal, luego asocia a estos eslabones en un encadenamiento causal, y finalmente sitúa a toda la naturaleza en una afinidad, es decir, la convierte en una unidad formal.

O dicho con otras palabras:

A una imagen engañosa de los sentidos nuestro entendimiento aporta un nexo aparente, un contexto dinámico que no se constituye de forma independiente del espíritu: el mundo es nada, es un embrujo de nuestro espíritu, carente de existencia, que se basa en un estímulo extraño, que para nosotros es imposible de conocer.

A pesar de todo ello, a pesar de este resultado anonadante de la Crítica de la razón pura, que jamás ninguna persona sensata habrá de aceptar y reconocer, permanece como algo inalterablemente cierto que:

 

el espacio y el tiempo

la materia (sustancia)

la causalidad

la comunidad

 

son cosas ideales, y en definitiva, existen en nuestra mente. Pero uno habrá de preguntarse, ¿cómo es esto posible? El fantasmagórico y espantoso carácter fenoménico del mundo, en efecto, está condicionado por la idealidad de estas formas; entonces, ¿cómo puede ser salvada la realidad del mundo?

En esta cuestión se refleja el enigma del idealismo trascendental, del mismo modo en que la fórmula presentada en el ensayo “El Realismo” se reflejó en el enigma del mundo. Al final de este ensayo he de responderla en forma satisfactoria.

Ahora hemos de aclarar el error presentado en lo anterior como el punto 2.

En Kant la causalidad, la referencia de un efecto a una causa, es una categoría, un pensamiento primigenio a priori, anterior a cualquier experiencia, que solamente se presenta para la experiencia, y que más allá de ello, carece de significación, de forma similar a la mano, que está formada sólo en función de agarrar objetos asibles. Sin el material de la experiencia es un pensamiento primigenio muerto. Entonces, si uno pretendiera servirse de la causalidad para alguna otra cosa, a fin de proyectar en el mundo una asociación necesaria, estaría cometiendo un abuso. Por ello Kant no se cansa de aplicarse en no servirse de las categorías, incluso allí donde no hallamos el sustento seguro del mundo bajo nuestros pies. Por lo tanto, nos advierte de un uso trascendente como algo no permitido y alocado, en oposición al uso permitido, razonable y trascendental, es decir, un uso aplicado a los objetos de la experiencia.

A pesar de ello, él mismo, en un momento de debilidad, hizo un uso trascendente y no permitido de la categoría de la causalidad, puesto que retrocedió ante el desnudo resultado de su filosofía, el espantoso mundo fantasmagórico, carente de esencia, y se conmovió en lo más íntimo de su corazón. Prefería soportar el reproche de ser inconsecuente (algo que no se mantuvo), antes que ser puesto en la misma bolsa que Berkeley. Su mano debió haber temblado y su frente debió haber estado empapada en sudor provocado por el miedo, cuando con la causalidad dedujo la cosa en sí, aquello que yace en los fundamentos de la representación, es decir, aquello que se encuentra más allá del mundo de la experiencia, aplicándo esta categoría sobre aquello en lo que, según su doctrina, no ha de hallar uso alguno. Como ya he dicho en mi obra principal, me encuentro sorprendido ante este hecho del dudar plasmado por un gran hombre, y siempre que el idealismo absoluto del budismo me quiere arrastrar con sus redes mágicas, no me salvo aferrándome a mi doctrina, sino que imaginándome a Kant en su duda. Ya que si un hombre como Kant prefirió producirle una herida mortal a su obra, el más bello fruto de la profundidad del pensamiento humano, antes que explicar al mundo como un fantasma, algo que resulta acorde a su doctrina, uno no ha de tener otra elección cuando el idealismo de la cosa en sí se posiciona cerca del idealismo crítico, por consiguiente no se debe seguir al canto de sirena del príncipe indio.

Y de nuevo la verdad se sonríe en forma irónica. Incluso su más genial y fiel Parceval no ha resuelto el enigma del mundo: ha dado una respuesta contradictoria.

Nuevamente (y éste es el error de Kant presentado en el punto 3) la cosa en sí habría de transformarse de una absoluta nada simplemente en una incógnita, si a Kant se le permitiese hallarla de la mano de la causalidad. Pero porque, de acuerdo a su estética trascendental, el espacio (ideal) exclusivamente concede extensión a las cosas, se sigue que la cosa en sí misma sea carente de extensión, así su esencia ha de presentarse ante nosotros como algo completamente incognoscible, es decir, se ha convertido en una x, ya que no podemos formarnos imagen o equivalencia alguna de la esencia de una cosa que es un punto matemático.

Como consecuencia de todo ello, Kant ha mejorado y también ha echado a perder la doctrina de Locke. La ha mejorado porque ha explicado y ha agotado completamente la parte ideal; la ha echado a perder, porque ha arrastrado al lado ideal a las individualidades en movimiento que Locke había dejado en el ámbito real, y con ello las ha convertido en nada (en puntos matemáticos carentes de extensión y de movimiento).

Kant tuvo dos continuadores legítimos: Schopenhauer y Fichte. Todos los otros fueron aspirantes al trono sin títulos legales. Y de ellos dos, solamente Schopenhauer es significativo para el idealismo crítico: en esta perspectiva es el único heredero espiritual de Kant.

Me he aferrado con pasión a la crítica de la obra de Schopenhauer, a la diferenciación de lo defectuoso y pasajero, de lo significativo e imperecedero que hay en ella, tomándolo como una tarea vital, y por ello, sin querer repetirlo, debo remitirlos al anexo de mi obra principal. También sobre él, solamente he de decir aquello que se relaciona con el tema que nos ocupa.

Como hemos visto, para Kant la causa de la percepción sensible era algo secreto. Primero tolera que simplemente sea algo dado, después emplaza para ello a la cosa en sí, siendo que eso no estaba permitido. Entonces Schopenhauer le dio un mayor impulso a esta mancha de desgaste de la teoría del conocimiento kantiana, y con una sensatez digna de admiración formuló la pregunta que ya muchas veces cité en este ensayo: ¿cómo puedo lograr una observación?

Esta pregunta es en verdad el núcleo, el punto cardinal del idealismo crítico; pues de su respuesta depende nada menos que la decisión definitiva de si el mundo posee realidad, o si es solamente un fantasma, una apariencia carente de esencia.

Schopenhauer descubrió que, sin la referencia de una modificación en un órgano sensible a una causa, jamás obtendríamos una observación. Por lo tanto aquí ya la ley de la causalidad se emplaza como una función a priori, junto a la percepción sensible, y no tal como pretendía Kant, no como un concepto primigenio, por detrás de lo experiencial dado desde afuer en una observación. Por consiguiente, la ley de la causalidad no es un concepto a priori -con toda razón Schopenhauer desechó todo el aparato de las categorías utilizado como conceptos primigenios: ella es solamente una función del entendimiento, su única función-.

Aquí se halla un mérito que no es menor que el del corte de Locke entre lo ideal y lo real. Por esta prueba de que la ley de la causalidad es la función primigenia del entendimiento Schopenhauer ha recibido de la verdad la primera corona de laureles: la nación alemana, como es sabido, durante su vida no le ha dado corona alguna, ¡y cuánto hubiese anhelado recibirla de sus manos, cuánto se la merecía!

Pero no se puede entender que Schopenhauer se haya quedado con la ley de la causalidad en el lado subjetivo, y que sin más haya podido negar la efectividad en el lado real. Que la efectividad sea una causa es un claro disparate -asimismo, esto atañe a la ley de la causalidad: sin un sujeto jamás sería una causa, y para que la efectividad misma dependa de la ley de la causalidad, primero debe ser establecida por aquél. Cuando uno piensa en esta frase, se siente precisamente como si en nuestra razón hubiese escondido algo violento. Sin embargo, Schopenhauer no dudó al declarar en forma apodíctica:

 

Que la percepción sensible deba responder solamente a una causa externa atañe a una ley cuyo origen yace probadamente en nosotros, en nuestro cerebro, y por lo tanto no es menos subjetiva que la percepción misma. (Cuádruple raíz, 76).

 

Aquí Schopenhauer sencillamente ha mezclado la causa con la efectividad, y la consecuencia natural de esa amalgama fue primero que tuvo que explicar el mundo exterior como un engaño y un espejismo, tal como antes había ocurrido con Kant, y más tarde, que hubo de situarse en una terrible contradicción con los fundamentos de su doctrina, tal como ocurrió con Kant.

La verdad es (y me he reservado decirla) que resulta tan cierto que la ley de la causalidad es puramente ideal, subjetiva y a priori, como también lo es la efectividad de las cosas independientemente del sujeto, es decir, la efectividad en el ámbito real. La función ideal debe ser incentivada, estimulada desde fuera, de lo contrario es algo muerto, una nada.

A la ley de la causalidad, es decir, al traspaso del efecto sobre un órgano sensible hacia su causa, Kant no lo expuso de una manera especial en su inventario del espíritu. Solamente se reservó la causalidad general (la asociación entre dos objetos) ya que, como he dicho anteriormente, consideró como una sola a una sección que está dividida en dos partes. Pero la diferenciación entre ambas cosas es extraordinariamente importante. Una parte (la asociación del sujeto y el objeto) es por completo a priori e ideal, la otra parte es solamente ideal, ya que la causalidad general es una conexión a posteriori, realizada por la razón basándose en la ley de la causalidad a priori.

De este modo Schopenhauer mejoró la teoría del conocimiento de Kant:

 

1) por medio de la prueba de que la sensibilidad no puede observar, sino que la representación ha de ser una obra del entendimiento, algo intelectual y no sensual.

2) gracias a que destrozó el aparato categorial en mil pedazos, a los que ciertamente los insensatos siempre están recogiendo e intentando recomponer. Mediante ese parchado de la insensatez se alegran de un modo inexpresable ellos y sus herederos.

 

Por otra parte Schopenhauer echó a perder la teoría del conocimiento de Kant ya que junto a las categorías destrozó la síntesis y no supo salvar de otra forma, es decir, como combinaciones y asociaciones de la razón a posteriori, las categorías:

 

de la materia (sustancia)

de la causalidad general

de la comunidad

 

Además avaló el gran error de Kant, consideró que el espacio y el tiempo son observaciones puras a priori. Ellos son, tal como lo he probado, conexiones a posteriori basadas en formas a priori (el espacio puntual y el presente).

Recordemos que Kant se ha inventado la cosa en sí, es decir, lo efectivamente real, independiente de la mente humana, y sin embargo debió mantenerlo como una incógnita. Schopenhauer lo determinó en el corazón humano como voluntad.

Además, determinó que esta voluntad no es simplemente el libre arbitrio, la actividad volitiva consciente, sino que también aquello que Spinoza denominó movimiento del alma. De acuerdo a ello, diferenció la actividad volitiva en consciente e inconsciente. Gracias a esto, la verdad le concedió una segunda corona de laureles.

 

El núcleo y punto central de mi doctrina es aquello que Kant contrapuso, como cosa en sí, a la mera apariencia, algo que decididamente es entendido por mí como representación, y que, además, Kant consideró como algo incognoscible; yo digo que esa cosa en sí, ese sustrato de todas las manifestaciones, y por lo tanto, de toda la naturaleza, no es otra cosa más que aquello que hallamos en nuestra misma interioridad como voluntad, como aquello que nos resulta conocido de forma inmediata, y en lo que podemos confiar con certeza, y que, de acuerdo a lo dicho, esta voluntad que dista mucho de ser tal como todos los filósofos hasta hoy la han considerado, algo inseparable del conocimiento, o incluso un mero resultado de aquél, es completamente independiente y fundamentalmente distinta de aquel conocimiento del cual muy secundaria y tardíamente es su origen, pero que, como se sigue, no puede constituirse ni expresarse sin él, algo que de hecho se da en toda la naturaleza, descendientemente desde la vida animal [….] nunca se puede concluir la ausencia de voluntad a partir de la ausencia de conocimiento: más bien ella se puede verificar en todas las manifestaciones de la naturaleza carente de conocimiento, tanto en la naturaleza vegetal como en la inorgánica; es decir, no es tal como hasta ahora se ha aceptado sin excepciones, que la voluntad se encuentra condicionada por el conocimiento, sino que más bien el conocimiento por la voluntad. (Sobre la voluntad en la naturaleza, 2 y 3).

 

Aquí, en el núcleo de la naturaleza, en la voluntad, Schopenhauer cae en una oscilación inexpresablemente penosa entre la voluntad individual y la voluntad una e indivisible en el mundo, algo que es el sello de toda su doctrina. En el ámbito ideal a veces es realista, y otras veces es idealista; y en el ámbito real a veces es panteísta y otras veces es idealista de la cosa en sí.

Por ese motivo, la verdad también le sonrió de manera irónica, pero muy débilmente, dado que era sólido su amor por él. Se trataba de aquél que estuvo muy cerca de desgarrar el último velo: algo que ella anhelaba desde el fondo de su corazón para lograr hacer dichosos y redimir a todos los hombres.

En su corazón había descubierto el núcleo de la naturaleza como voluntad individual:

 

El carácter del hombre es individual: éste es distinto para cada uno de ellos. (Ética, 48).

 

¿Por qué abandonó este fundamento tan sólido y se arrojó a los brazos de una soñada unidad simple en el mundo? ¡Cuán pocas cosas menores a mejorar habría hallado en su doctrina si se hubiese mantenido en el individuo! Pues -he de decirlo aquí-, si hubiese hecho esto, y si, además, se hubiese servido de su división de los actos volitivos en conscientes e inconscientes, su doctrina se habría presentado en occidente como la misma maravillosa flor del budismo cultivada en el bosque tropical de la India, sólo que más encantadora y perfumada, puesto que se habría arraigado en el puro suelo del idealismo crítico. De modo similar al pintor que con un solo trazo convierte su pintura de un niño que llora en la de un niño que ríe, pretendo ahora transformar con una sola modificación el sistema de Schopenhauer, que está embebido en veneno y atravesado por serias contradicciones, en un sistema consecuente del más puro idealismo de la cosa en sí, un sistema del cual uno puede reírse, pero no logrará derribar. O como él mismo ha dicho:

 

Si los objetos que son conocidos por el individuo solamente como representaciones, además son manifestaciones de una voluntad, de la misma forma en que lo es el propio cuerpo, éste es el verdadero sentido de la pregunta por la realidad del mundo exterior: el sentido del egoísmo teórico es negarlo, de modo que a todas las manifestaciones, con la excepción del propio individuo, se las considera fantasmas; del mismo modo en que el egoísmo práctico lo hace con fines prácticos, es decir: considera a la propia persona como tal, y observa y trata a todo el resto como fantasmas. El egoísmo teórico es en efecto algo que jamás podrá ser refutado por prueba alguna, sin embargo, para la filosofía nunca será algo confiable, ya que es utilizado como un sofisma escéptico, es decir, como algo aparente. Como algo capaz de suscitar el más serio convencimiento solamente podríamos hallarlo en un loquero. (El mundo como voluntad y representación I, 124).

 

Sólo preciso asignarle a la voluntad humana inconsciente y carente de fundamentación la misma omnipotencia que Buda le ha dado sin dudar, y que Schopenhauer tuvo que atribuirle a una unidad indivisible en el mundo; y el sistema de Schopenhauer se convierte en la maravillosa flor azul, en algo consecuente, intocable, indiscutible y cautivante para el individuo. Pues se trata del espíritu eterno de Berkeley, Dios, que en nuestro cerebro da el primer impulso para la producción del mundo fenoménico, es la velada cosa en sí kantiana, la causa del fenómeno, ninguna otra cosa más que la parte desconocida de la voluntad humana, que con omnipotencia y desde su insondable profundidad brinda el impulso sensible al espíritu que lo reelabora, de acuerdo a sus funciones y formas, en un mundo de apariencias, en una pura fantasmagoria carente de esencia.

En este punto confieso abiertamente que por largo tiempo se ha desarrollado en mí una guerra entre Buda y Kant, por un lado, y Cristo y Locke, por el otro. Casi con la misma fuerza por un lado fui tentado a plantar la maravillosa flor azul en occidente, y por otro lado me vi inclinado a no negar la realidad del mundo exterior. Finalmente me decidí por Cristo y Locke. Pero además reconozco abiertamente que mi pensamiento, en lo que respecta a mi persona y su destino, oscila en una misma medida entre los pilares fundamentales de mi doctrina y el encanto del budismo. Y en cuanto que soy un hombre (no como filósofo) no prefiero a mi doctrina antes que el budismo. Me ocurre como dice Dante:

 

Intra duo cibi, distanti e moventi

D’un modo, prima si morrìa di fame,

Che liber’ uomo l’un recasse a’ denti.

(Paradiso, Canto IV.)

 

(Entre dos alimentos que se mueven de igual forma y

Que están a igual distancia, ha de morir de hambre

El hombre libre, antes de llevar uno de ellos a su boca).

 

Aquí también es el lugar adecuado para mencionar a Fichte.

El idealismo crítico no le debe nada a Fichte, ya que él no ha incrementado o disminuido las formas de nuestro espíritu, que ya había establecido Kant, sino que solamente las ha deducido de una nueva manera, bastante mala. Habría mejorado en verdad al idealismo de Kant por medio de la eliminación de la escandalosa y extraña cosa en sí externa, algo que Kant había establecido firmemente, si hubiese situado en el lugar de esa cosa en sí al núcleo velado del yo individual. Pero posicionó al yo general, a la racionalidad común. Dicho en pocas palabras: Fichte se volvió panteísta, después de que hubo desprendido el mundo del yo individual, y su doctrina resulta, como ha dicho Jacobi:

 

un spinozismo idealista invertido

 

Y en sus fundamentos, su doctrina resulta ser un realismo absoluto, al igual que todo panteísmo. El “rayo divino” roto o dividido en el individuo es, en efecto, simplemente un rayo de sol que no es nada sin el sol: el sol es todo, el rayo en sí mismo es algo muerto.

Como hemos dicho, si bien Fichte no merece mención alguna en una presentación del idealismo crítico, no lo dejo de lado por dos motivos: en primer lugar porque, al igual que con lo ocurrido con Schopenhauer, uno puede transformar su doctrina con un solo trazo en un idealismo de la cosa en sí (solamente se necesita desprender la sensibilidad de la profundidad velada del yo individual); luego, porque para mí es una necesidad defender a este gran filósofo frente a Schopenhauer. En el ámbito filosófico-político Fichte hasta ahora permanece inalcanzable y se cuenta entre los pocos hombres en verdad significativos de los que la nación alemana puede estar orgullosa. Schopenhauer es retirado de ese lugar junto a Fichte como una creación jesuita tullida en cuerpo y alma, situada junto a un poderoso gigante alemán por cuya sangre fluye aire fresco de los bosques de Turingia y del Mar del Norte. Mientras exista una nación alemana, Fichte será el ideal de un alemán en sus rasgos generales, y en particular, de un político filósofo. Sus “Discursos a la nación alemana” y “Los rasgos fundamentales de la época presente” recién caerán para la nación alemana al momento de ser sepultados.

Aún me he reservado la resolución del enigma del idealismo trascendental. Dado que ya ha aparecido aquí Schopenhauer, lo resumiré en las siguientes palabras:

 

El mundo depende del espejo en el espíritu humano, cuyas funciones y formas son las siguientes:

Funciones:

Receptividad de los sentidos

Ley de la causalidad

Síntesis

Formas a priori:

Espacio puntual

Materia

Presente

Formas ideales (a posteriori):

Espacio matemático

Sustancia

Tiempo

Causalidad general

Comunidad

El mundo es esencialmente fenoménico, es una manifestación. Sin el sujeto no existe el mundo exterior.

Y sin embargo, el mundo es una unidad colectiva de individuos en movimiento, independiente del sujeto, que se presenta como si estuviese amalgamada y unida por una afinidad real, un contexto dinámico.

 

La solución es la siguiente. Todas las funciones y formas espirituales para la formación del mundo exterior no existen en vano, sino que en definitiva existen para asegurar la posibilidad de conocimiento, como el estómago solamente digiere y no produce al mismo tiempo la alimentación, y la mano solamente agarra un objeto, y no produce el objeto. La ley de la causalidad conduce a la efectividad de las cosas, a que algo se convierta en causa, pero no la produce; el espacio conforma la cosa, pero no le concede extensión; el tiempo reconoce el movimiento de las cosas, pero no las mueve; la razón asocia las partes reconocidas de una cosa, pero no les concede la unidad de un individuo; la causalidad general reconoce la asociación de dos efectividades, pero no la produce; la comunidad reconoce el contexto dinámico de todas las cosas, pero no lo realiza; y finalmente la materia (sustancia) convierte a la cosa en algo material, sustancial, objetiva su fuerza, pero, a decir verdad, no crea su fuerza.

Como lo he mostrado en mi obra, aquí, dentro de la mente del hombre, en el lugar donde la fuerza, que es la auténtica cosa en sí, se funde con la materia, es el punto en el que debe dividirse lo ideal de lo real.

De este modo, yo no he hecho el corte entre lo ideal y lo real. A éste ya lo había hecho el genial Locke, lo había hecho de forma acertada e insuperable. Pero Locke había determinado en forma deficiente el lado ideal, y de forma totalmente falsa el real. Luego yo me he remitido a Locke, fecundado por Berkeley, Hume, Kant y Schopenhauer, y basándome en su acertado corte, he resuelto el enigma del idealismo trascendental. El mundo no es así como lo refleja nuestro espíritu: es manifestación, y en base a la manifestación es toto genere diverso, de acuerdo a todo su ser, y en definitiva, gracias a las propiedades secundarias de Locke, que he resumido en el concepto de materia (sustancia).

Y ahora nos disponemos a abordar un segundo tipo de idealismo, el auténtico idealismo de la cosa en sí, del cual existe en el mundo un único sistema: el budismo.