Realismo e Idealismo.  “La filosofía de la redención” de Philipp Mainländer(Vol.2)

Tomo II

 

Id, predicad y decid: el Reino de los Cielos está próximo. Haced que los enfermos se curen, purificad a los extranjeros, resucitad a los muertos, expulsad al demonio. (Mateo 10, 7-8).

 

I- Realismo e Idealismo

Siete ensayos

Cuando alguna cosa en el mundo es digna de ser deseada, tan digna de ser deseada que incluso la tosca y vaporosa gente del montón habría de estimarla por encima de la plata y el oro, de modo que un rayo de luz caiga en la oscuridad de nuestro ser y nos dé alguna indicación sobre esta enigmática existencia en la que nada resulta claro más allá de su miseria y su nadería. (Schopenhauer).

 

I- Realismo e Idealismo

 

Siete ensayos

 

1° Ensayo: El Realismo

2° Ensayo: El Panteísmo

3° Ensayo: El Idealismo

4° Ensayo: El Budismo

1- La parte esotérica de la doctrina de Buda

2- La parte exotérica de la doctrina de Buda

3- La leyenda de la vida de Buda

4- La imagen del carácter de Buda

5° Ensayo: El dogma de la Trinidad

1- La parte esotérica de la doctrina de Cristo

2- La parte exotérica de la doctrina de Cristo

3- La imagen del carácter de Cristo

6° Ensayo: La filosofía de la redención

7° Ensayo: La verdadera fe

 

Primer Ensayo

El Realismo

 

Primus in orbe Deos fecit timor. (Petronius).

 

¡Teme a los dioses

el género humano!

Ellos sostienen su dominio

con sus manos eternas,

y pueden usarlos

como se les plazca. (Goethe).

 

Cuando el primer hombre en estado de naturaleza, que fue determinado objetivamente, reflexionó por primera vez acerca de sí mismo y del mundo, no flotaba ninguna imagen engañosa en su alma: él había visto la verdad cubierta con un velo extremadamente fino.

Por un lado él se había visto a sí mismo y a su propia fuerza, su yo a menudo victorioso, tozudo, magnífico; y por otro lado, fuerzas, no una fuerza unitaria, que ciertamente se concebían en su poder individual, fuerzas ante las cuales él, además, se sentía completamente indefenso.

La concepción del mundo que se conformó a partir de esta percepción totalmente correcta fue el politeísmo: la verdad cruda.

Alrededor de estos dos puntos, que son al mismo tiempo los dos focos de una elipse, es decir, alrededor del yo encerrado en su egoísmo y de la suma de todos los otros individuos de este mundo que rodean a este yo, giraron y giran todas las religiones y todas las filosofías, todas las religiones naturales, todas las grandes religiones éticas, todos los sistemas filosóficos.

Aquello que diferencia entre sí a cada religión particular y a cada sistema filosófico particular es solamente el tipo de relación en que es situado el individuo en lo que respecta al resto del mundo. A veces la mayor parte de la fuerza fue atribuida al yo, otras veces al resto del mundo, a veces toda la fuerza fue depositada en el yo, otras veces en el mundo restante, a veces la fuerza del mundo restante, que ante la clara mirada de un pensador libre de prejuicios siempre se muestra como algo resultante de muchas fuerzas, era vista como tal, pero también comprendida crudamente, otras veces fue convertida en una unidad oculta, sagrada y todopoderosa. Y, de nuevo, esa unidad fue situada a veces por fuera del mundo, simplemente dominándolo, y otras veces en el interior del mundo, habitándolo (el alma del mundo).

La correcta relación del individuo con el mundo y la correcta determinación de la esencia de cada uno de estos componentes de la relación conforman la verdad, la majestuosa luz cuyo rastro persigue la gente noble, el cuenco del grial de cuyo dulce fluido solamente puede pretender beber un Parceval cualquiera, luego de que, colmado por el asco, se haya borrado, por propia decisión, de las tablas de la vida.

Y todos aquellos que buscaron la verdad, todos los sabios, todos los grandes iniciadores de la religiones, profetas y genios han visto la luz de la verdad, sólo que algunos de una forma más pura que otros, y muy pocos de forma totalmente clara. ¿Y por qué todos han visto la luz de la verdad? Porque básicamente se trata de algo extraordinariamente simple: han debido considerar en forma contemplativa y poner en una relación mutua dos componentes que aún la mirada más estúpida logra reconocer. Además, la relación en verdad correcta solamente requiere de una facultad de juzgar libre, ya que en todo momento es señalada por la naturaleza en un modo correcto. Desde el instante mismo en que un hombre estuvo por vez primera ante ella y la vio a los ojos, la esfinge, el enigma del mundo, dijo:

 

En mis ojos se halla la clave para resolver el enigma del mundo. Si permaneces sereno y te mantienes libre de confusiones, ¡habrás de reconocerla y con ella podrás resolver el enigma!

 

Y ella repite estas palabras desde aquel instante en que aquel Parceval se presentó ante ella, y habrá de repetirlas hasta la extinción del género humano a todo aquél que la busque.

Entonces ha de ocuparnos ahora aquello que desde el principio de la cultura hasta nuestros tiempos ha sido reconocido en los ojos de la esfinge para esta búsqueda de la verdad, y seguidamente, aquello que se resume bajo el concepto de realismo. Con ello hemos de arribar al resultado sorprendente de que el panteísmo indio, a pesar de su idealismo, es el realismo puro, desnudo, llevado a su punto cúlmine y que allí resalta.

Antes que nada debemos definir el término realismo de una forma completamente precisa.

A partir de Kant se entiende por realismo (realismo ingenuo, realismo acrítico) a toda aquella consideración de la naturaleza que sea efectuada sin una previa investigación precisa de las disposiciones humanas al conocimiento. El mundo es considerado por el realismo exactamente igual a como lo ve el ojo y lo escucha el oído, en resumen, a como lo perciben los sentidos. Por ello, también se puede decir que el realismo brota del yo cognoscente.

Por otro lado, el idealismo crítico es toda aquella consideración de la naturaleza que presenta al mundo como una imagen, un reflejo en el espíritu del yo, y es remarcada y probada esta dependencia de la imagen reflejada respecto al espejo de la potencia cognoscente. Por ello, también se puede decir que el idealismo crítico hace del yo cognoscente, su punto de apoyo, el aspecto preponderante.

Pero el realismo ingenuo y el idealismo crítico no cubren todo el conjunto de los conceptos de realismo e idealismo, puesto que solamente atañen al yo cognoscente. A ellos se agregan el realismo absoluto y el idealismo absoluto.

Tenemos, entonces, en relación al yo puramente cognoscente:

 

  1. a) el realismo ingenuo
  2. b) el idealismo crítico

 

Y en relación al yo total:

 

1) el realismo absoluto

2) el idealismo absoluto, al que yo también denomino idealismo cosa-en-sí.

 

El realismo absoluto se extiende al yo total, el cognoscente y volitivo.

El idealismo absoluto eleva al trono del mundo al yo cognoscente y volitivo, al individuo particular.

Ya de estas explicaciones resulta que la fenomenalidad del mundo perfectamente puede darse junto con el realismo absoluto. El individuo es una marioneta absolutamente muerta: su espíritu y su voluntad, toda su esencia, son fenoménicos.

Las explicaciones anteriores deben ser atendidas fielmente.

¿Cuál es el núcleo de todas las religiones de los pueblos en estado de naturaleza que se encontraban en el fulgor del amanecer de la cultura?

Su núcleo es el individuo extraordinariamente libre, asociado con el mundo.

El hombre individual comía, bebía y engendraba. Cazaba animales, criaba animales y cultivaba los campos. Si una serpiente venenosa lo hería mortalmente durante la caza, si un león le destrozaba un brazo de un violento zarpazo, si luchaba con el vecino y era derrotado, no veía en ello algo llamativo, ni algo sorprendente, ni algo atemorizante, ni algo maravilloso. La serpiente, el león o el vecino habían ejercido una violencia que era limitada y que podía ser comprendida claramente. Sabía que bajo ciertas circunstancias favorables él podía matar al vecino, al león o a la serpiente. Entonces, ¿cómo terminarían aquellos? Resultarían muertos y no se podría ver ningún rastro más de ellos.

El hombre realizaba sus ocupaciones y no se quejaba. Se afirmaba en su yo tozudo, que le resultaba totalmente suficiente en cuanto que habría de ejecutarlas con fuerza bruta. Descansaba en sí mismo, en su fundamento de vida individual que era firme como una roca, un fundamento que si bien él lo consideraba estrecho, limitado por los mismos de otros individuos, también lo estimaba como algo firme, sólido y poderoso.

Por otro lado, si en su manada se desataba una epidemia devastadora, si el cielo no fertilizaba sus cultivos o si el brillante sol le quitaba toda su fuerza a los tallos y los resecaba como pastos amarillentos, si el firmamento se ponía negro y caía sobre su mujer e hijos el fuego de los cielos, entre terribles estallidos y estruendos de truenos, si temblaba la tierra y desaparecía sin dejar rastro alguno su refugio, sus cosas y posesiones, si soplaban los ardientes vientos del desierto por sus campos, si frente al ardor de bosques y estepas incendiándose tenía que buscar refugio con una rápida huida, junto a animales salvajes, que en este caso se comportaban ante él como amistosos corderos, si se desbordaban los arroyos y ríos, y con sus correntadas se devoraban lo más querido de todo lo que poseía, si la enfermedad lo volvía achacoso y carente de fuerzas y lo forzaba a mirar con pavor hacia la fría noche de la muerte, allí caía al suelo como si hubiese perdido el sentido y mordía el polvo, allí temblaba con todo su cuerpo, allí se sacudía su tozudo fundamento individual de vida, allí desaparecía por completo de su conciencia su poder y significado individual, allí rogaba de rodillas a la fuerza invisible, que se le manifestaba con una claridad aterradora y omnipotente en los vientos del desierto, en las correntadas de agua, en las epidemias, en el fuego de los cielos, en el abrasador brillo del sol, en su propia enfermedad, allí le ofrecía todo, incluso su fuerza, y preso de un innombrable temor se sentía como la nada misma.

A la serpiente, al león, al vecino, podía darles muerte, pero el fuego de los cielos, el sol, las correntadas, todas esas fuerzas eran totalmente independientes de él, mientras que él era completamente dependiente de ellas.

Sin embargo, cuando ya había pasado la tormenta, cuando la tierra ya no se movía bajo sus pies, cuando el agua ya había bajado, en resumen, cuando la naturaleza ya había retomado su actividad normal, allí él se apoyaba nuevamente en su tozudo yo, allí descansaba nuevamente sobre sí mismo, sobre su fundamento de vida individual, firme como una roca.

Su comportamiento frente al mundo seguía siendo siempre el antiguo, el original y libre, el mismo desde que comenzó a figurarse dioses y a honrarlos de vez en cuando (el que fue usual cuando logró deducir su fuerza suprasensible a partir de las ocasionales manifestaciones). De hecho, también siguió siendo el mismo cuando surgieron las castas sacerdotales y la alabanza de los dioses tuvo lugar en base a un culto regular. El temor a los dioses luchaba todavía contra la conciencia del poder y la fuerza individual, y a menudo uno u otro se hallaba por encima y vencedor.

El politeísmo de los pueblos en estado de naturaleza muestra una gran verdad, una significativa simpleza y una muy destacada falta de claridad.

La gran verdad es:

 

1) que el individuo se halla en una igualdad de derecho respecto al resto del mundo, que es una fuerza del mismo modo que las otras.

2) que ese resto del mundo compuesto de individuos es una unidad colectiva, y no una unidad simple.

 

La significativa simpleza es:

 

que el individuo a veces asigna toda la fuerza a sí mismo, y otras veces, al resto del mundo.

 

La destacada falta de claridad es:

 

que, si bien el individuo en un modo totalmente correcto había logrado reconocer al resto del mundo como las acciones de individuos particulares, no elaboró el razonamiento de que esas acciones individuales están conectadas y asociadas, y de hecho, en una forma tan profunda que parecen provenir de una unidad simple.

 

Por ello anteriormente he denominado al politeísmo como una verdad en crudo.

Entonces a esa verdad en crudo la robustecieron algunas mentes geniales que, a través de instituciones sociales, se encontraron en una situación favorable para hacer de la mirada a los ojos de la esfinge su tarea en la vida: ellos, gracias a sus privilegios, estaban eximidos del duro trabajo físico para ganarse el pan de cada día.

¡Que a nadie se le ocurra, con una increíble consternación, arrojar excrementos al despotismo de los antiguos pueblos orientales y al sistema de castas de los antiguos indios! Aquél solamente habría de mostrar a una persona pensante su profunda ignorancia y una inmensa limitación. El despotismo de las antiguas monarquías militares se puede comparar con un gigante, que a la más maravillosa expresión de la humanidad, la flor de su espíritu, protegía de ser destruida por la bestia humana, como si se tratase de un capullo de rosa; y el estado basado en el sistema de castas era el suelo propicio, sólo desde el cual sus partes componentes, asociadas con una astucia admirable, podían brindar al capullo los nutrientes necesarios para lograr abrirse con un aroma embriagador.

Aún permaneciendo en el politeísmo, esos genios “cuyos nombres solamente Dios conoce” inmediatamente trazaron de un modo más claro la confusa división entre el individuo y el mundo. También extendieron la acción de los dioses al corazón humano. En el politeísmo originario, totalmente crudo, ningún dios, ningún fetiche, ningún demonio tenía poder alguno sobre el corazón humano. Su fuerza solamente alcanzaba hasta el límite de la piel del individuo. Las posesiones y la vida de los hombres dependían de poderes suprasensibles, pero, por otro lado, sus acciones en la vida emanaban solamente de su magnífico corazón.

A esa relación la modificaron con mano firme los reformadores del politeísmo crudo y, de ese modo, ingresaron en la senda en cuyo final necesariamente debía hallarse el realismo absoluto; pues, como ya he dicho anteriormente, la gran verdad del politeísmo crudo es:

 

que el individuo se halla en una igualdad de derecho respecto al resto del mundo, que es una fuerza del mismo modo que las otras.

 

Pero los reformadores delegaron una parte del corazón del individuo, y no la totalidad de éste, a los poderes suprasensibles, en la medida en que enseñaron que determinadas buenas y malas acciones de los hombres no emanan inmediatamente de la voluntad del individuo, sino que sólo de manera mediata por intervención externa demoníaca o divina, es decir, ésta aumenta la suma de fuerza de la totalidad del mundo que se contrapone al individuo a costas del poder de éste.

Esa modificación fue decididamente una mejora del politeísmo crudo, pero peligrosa. Fue una mejora porque expresó una verdad elevada:

 

que el individuo no puede actuar sin un motivo externo, totalmente independiente de él.

 

Pero fue una mejora peligrosa porque fue hecha sin claridad filosófica, y por ello se vio desplazada la correcta relación fundamental del individuo con el mundo. Ella situó al individuo humano un escalón más abajo en esa escala fatal, al extremo de la cual éste se situó como una marioneta muerta, que se halla totalmente bajo el poder de una unidad simple.

En el posterior desarrollo de la reforma del politeísmo, vio la luz una nueva mejora, igualmente peligrosa. Entonces aquí, por primera vez, se destaca para nosotros, entre las tinieblas de la antigüedad, un nombre inmortal: Zaratustra (Zoroastro).

En la medida en que reconoció que en efecto el sol, el aire, el fuego, el agua, la tierra actúan individualmente a veces destruyendo, otras veces siendo beneficiosos, pero que existe una correlación invisible entre todas estas cosas individuales y sus acciones, pudo enseñar la gran verdad:

 

acerca del contexto dinámico de las cosas.

 

Pero fue a costas de la verdad fundamental que fue precisada anteriormente:

 

que el resto del mundo está compuesto de individuos.

 

No sostuvo estas dos verdades en forma separada porque no pudo.

Como todo en esta tierra, la filosofía debió experimentar un desarrollo. En aquel tiempo el espíritu humano no estaba lo suficientemente esclarecido y empoderado para poder efectuar esta diferenciación extraordinariamente importante entre el mundo solamente compuesto de individuos y el contexto dinámico que lo envuelve de forma invisible.

Ese mejoramiento también fue peligroso en la medida en que dio al individuo la baja caracterización de una criatura impotente, de una marioneta, cuando nuevamente lo situó un escalón por debajo. Zaratustra no alcanzó a convertirlo por completo en una marioneta. También él se situaba dentro de los límites del politeísmo, en cuanto que lo llevó a su expresión más simple, el dualismo. Combatían el dios de la luz (Ormuzd), apoyado por tropas de ángeles buenos, y el dios de las tinieblas (Ahriman, Satanás, el diablo), apoyado por sus fieles demonios. Ellos peleaban entre sí por los aires y, al mismo tiempo, se daba su reflejo en el espejo contenido en el pecho humano como impulso para las buenas y malas acciones, cuya realización aún dependía de la voluntad individual. Como hemos dicho, el individuo tampoco es una marioneta en la bella doctrina de este persa genial, sino que aún posee una fuerza autónoma. Pero el fundamento en donde puede desarrollarse esa fuerza es muy estrecho.

Entonces solamente bastaba dar un paso, y el espíritu humano debió darlo. Cuando éste fue dado, se recorrió todo el camino del realismo. Fue totalmente igual a como ocurre en la balada del rey de los elfos:

 

el niño estaba muerto en sus brazos.

 

Es decir, en los brazos del realismo absoluto yacía el individuo ya muerto, una marioneta carente de vida que a la vez era usada y “galvanizada” por un ser unitario y todopoderoso.

¿Qué había ocurrido entonces en el monoteísmo judío y en el panteísmo indio?

Ante todo, la elevada verdad acerca del contexto dinámico de las cosas fue captada con una claridad insuperable. El dualismo de Zaratustra fue aplastado con una mano audaz, y en su lugar fue situado el más estricto monismo. El desarrollo del mundo ya no estuvo condicionado por la cambiante suerte en una guerra de dos poderosas divinidades que se encuentran en una permanente pugna entre sí, sino que era la emanación de un único Dios, junto al cual no había ningún otro dios más. En lugar de un desarrollo originario del mundo, un caprichoso juego de espíritus buenos y malos, había un progreso necesario según leyes inmutables, presentado de acuerdo a un sabio plan universal.

Era una cuestión totalmente secundaria cómo uno podía figurarse esa unidad. Si uno no se la representaba en modo alguno, o si la pensaba como un espíritu, una fuerza infinita carente de sustancia, o si se la figuraba en la fantasía como un ser antropomórfico con una mirada benevolente, rasgos amables y una larga barba blanca, era algo accesorio, carente de significado. Lo principal seguía siendo el conocimiento de un contexto dinámico del mundo, una conducción unitaria del mismo y un desarrollo mundial que cargaba con la inexorable marca de la necesidad.

Pero esa verdad era cara, fatalmente cara, obtenida a costas de otras verdades.

A manos de ella recibió su estocada mortal la gran verdad del politeísmo:

 

1) que el individuo se halla en una igualdad de derecho respecto al resto del mundo, que es una fuerza del mismo modo que las otras.

2) que la totalidad del mundo está compuesta de individuos y que ninguna unidad simple se halla en, o por encima del mundo.

 

La relación fundamental del individuo con el mundo, en la que la naturaleza era veraz, y nunca mentirosa, en la que ésta a toda persona atenta y franca, en todo momento, se mostraba descubierta a las miradas, se vio completamente tergiversada y presentada en una forma no natural. Todo el poder fue quitado al individuo y dado a la unidad. El individuo ya no tenía más poder, era una pura nulidad, una marioneta muerta; por otra parte, Dios tenía todo el poder, era la plenitud inagotable, la fuente primigenia de toda vida.

Aquello que diferencia al monoteísmo del politeísmo, más allá de las ramificaciones de estos dos grandiosos sistemas religiosos, cuyo sentido profundo colma siempre de admiración a quien los estudia, carece de valor para nuestra investigación. Para nosotros lo principal es aquello que es común a los dos. Tienen una raíz común, el realismo absoluto, y los dos apuntan a una meta exactamente igual: al individuo muerto que yace en los brazos de un dios todopoderoso.

Pero uno habrá de preguntarse, ¿cómo es posible que la verdad pueda confrontarse con la verdad? ¿Cómo es posible que en el progreso del desarrollo del espíritu humano una verdad siempre haya sido reconocida sólo a costas de otra verdad?

Esas cuestiones tocan al enigma del mundo precisamente en el punto donde todo deja caer sus velos y debe descubrirse, del mismo modo que un disparo que sale dirigido hacia el centro de una figura que se halla detrás de un disco de tiro.

Al enigma del mundo lo resumo en estas palabras:

 

El mundo es como la naturaleza se muestra, sólo está compuesto de individuos; en ningún sitio se puede reconocer rastro alguno de una unidad simple. El proceso del mundo es el resultado de los efectos de todos estos individuos.

Y, sin embargo, este proceso del mundo, este contexto del mundo, es uno tal que a todo observador atento ha de remitirlo a una unidad simple.

 

La última frase se reviste del brillante ropaje de la poesía, como se ve a continuación:

 

¿Dónde estabas tú cuando creé la tierra?

¿Sabes tú quién le ha fijado sus dimensiones? ¿O quién ha extendido sobre ella una norma?

¿O sobre qué se apoyan sus pies? ¿O quién le ha colocado una piedra angular?

¿Quién ha encerrado al mar en sus compuertas, allí cuando brotó como saliendo del vientre materno?

¿Allí cuando lo vestí de nubes y lo envolví en oscuridad como si fuera un pañal?

Cuando detuve su marcha con mis diques, y le puse un barrote y una compuerta;

y le dije: hasta aquí puedes avanzar y no más allá, aquí han de parar tus orgullosas olas.

¿Puedes reunir el cúmulo estelar de las siete hermanas? ¿O deshacer el cinturón de Orión?

¿Puedes traer al lucero del alba en su horario? ¿O conducir el carro del cielo por encima de sus hijos?

¿Sabes tú cómo es gobernar los cielos? ¿O puedes manejarlos desde la tierra? (Job, 38).

 

Cada frase del enigma del mundo contiene a los otros. Cada una niega, lo que otra propone. Cada una expresa una verdad elevada, y cada una de esas verdades confronta con las otras: se hallan entre sí en una oposición absoluta, de enemistad.

El enigma del mundo es un dilema al mismo tiempo lógico y real: es el dilema más amargo que pueda existir, pero también es a la vez el más brillante y agudo estímulo para el espíritu, para concentrar todas sus fuerzas y lograr la conciliación de la contradicción.

Ahora pretendemos retornar en nuestra observación y revisar el desarrollo del espíritu.

Su primera observación del mundo era correcta, pero tosca. Afirmó el fundamento de la verdad para todos los tiempos:

 

de un lado está el individuo, del otro lado está el mundo: cada uno es un poder real, cada uno actúa sobre el otro y lo limita.

 

Sobre este fundamento el espíritu edificó la primera planta de la verdad, pero sin construir sobre el muro de los cimientos. Edificó las paredes de esta planta justo entre los muros del fundamento, y no sobre éstos, en contra de toda regla de edificación. Su planta se presentaba en una forma totalmente correcta, pero flotaba en el aire: de ninguna manera contaba con un sustento sólido. No acató el plan y sostuvo la verdad:

 

que el individuo no podía actuar sin un motivo externo, totalmente independiente de él.

 

El espíritu gravitaba en torno a un factor del movimiento del mundo y aumentaba su poder en contradicción con la naturaleza, a costas de la fuerza del otro factor. Sin embargo había alcanzado un logro inconmensurable. Había arrojado la primera mirada al contexto dinámico del mundo.

Sobre ello el espíritu edificó la segunda planta de la verdad. Aquí fundamentó el contexto dinámico, lo hipostasió e hizo de él solo el Señor del mundo. Mató al individuo para darle a Dios el doble de poder, el doble de vida. Sostuvo un único Dios, creador del cielo y de la tierra, o un único Dios en el mundo, un alma en el mundo.

Todo ello no fue una solución al enigma del mundo, una conciliación de la contradicción que muestra la naturaleza. Todo ello fue una consideración unilateral de la naturaleza. Gruesos velos fueron retirados de la imagen de la verdad, pero al mismo tiempo, y con una misma mano, ésta fue cubierta con nuevos velos. La verdad recibió profundas heridas supurantes. Pero los nuevos velos eran menos gruesos que los ya retirados, y la verdad creció y se desarrolló a pesar de las heridas supurantes; pues también aquí, en el puro ámbito del espíritu, pudo manifestarse la ley fundamental de todo el mundo, el progreso.

Más allá del Antiguo Testamento, ningún otro documento producido por el género humano que se remonte a esa floreciente y pujante primavera del espíritu nos muestra en un modo más sublime la salvaje fermentación del impulso por el progreso y la verdad. Ahora pretendo señalar eso en curiosas citas del libro de Job, de los Salmos y del Eclesiastés. Al instante uno habrá de notar de qué bella forma el tozudo individuo se rebeló de inmediato contra la omnipotencia de Dios. ¿Por qué? Sintió y reconoció su fuerza; la conciencia de un señorío parcial sobre sí mismo, comprendida de inmediato y por sí misma, no siempre pudo ser oscurecida por la doctrina abstracta acerca de un ser todopoderoso que ha creado todo lo que existe y que lo mantiene en vida. Hemos de observar un intenso pendular del hombre entre las dos frases del enigma del mundo que se contradicen entre sí, y, por lo tanto, a veces podremos oír palabras de una criatura que se siente totalmente impotente, y otras veces, palabras de una individualidad encendida, las cuales suenan algo así como:

 

¿Acaso no has hecho todo por ti mismo, Sagrado Corazón destellante?

 

¿Qué yo te adore? ¿Para qué?

 

También hemos de escuchar quejas conmocionantes acerca del enigma del mundo, cuya contradicción nadie más que Goethe pudo volcar en palabras tan maravillosamente poéticas:

 

Dios, que habita en mi pecho,

Puede estimular muy profundamente mi interioridad:

Entronizado por encima de todas mis fuerzas,

No puede moverse hacia afuera.

 

Sin embargo, antes haré una breve observación. Uno incurre en el más grave error cuando a partir de estas citas de la Biblia en mutua contradicción pretende dar al monoteísmo una caracterización más suavizada. Monoteísmo y criatura muerta son conceptos intercambiables. La criatura como marioneta y Dios todopoderoso son los fundamentales e inamovibles pilares tanto del monoteísmo como del panteísmo. Las citas de la Biblia en mutua contradicción, como ya he dicho, solamente reflejan la oscilación del individuo y no la esencia del monoteísmo.

Solamente se puede marcar una diferencia entre el monoteísmo y el panteísmo si no se tiene en cuenta lo no importante. En el último, el individuo es una simple forma en la que siempre actúa el único Dios en el mundo. En el primero, por el contrario, el individuo es parecido a un ratón que el gato ha cazado y que, cada tanto, deja andar libremente, a veces a la derecha, otras veces a la izquierda, a veces avanzando, otras veces retrocediendo. Pero el gato nunca lo pierde de vista. De vez en cuando, le hunde sus garras en la carne y le advierte que no es nadie. Finalmente le da pruebas de ello sin que haya tiempo para ningún tipo de resistencia: simplemente le arranca la cabeza.

Pero esta diferencia es sólo aparente, una diferencia en lo superficial. Dios ha creado a este ratón aparentemente autónomo a medias, le ha dado una determinada esencia. Entonces todos sus actos son a fin de cuentas actos divinos, al igual que en el panteísmo. ¡Pobres teólogos! ¡Cómo debieron atormentarse desde hace miles de años, y hasta nuestros tiempos, a fin de encubrir necesariamente esta verdad desnuda denunciando el correspondiente pecado! Y nunca el trapo quiere permanecer colgado. Siempre cae nuevamente con la más mínima ráfaga de viento. Aquello hizo el principio fundamental e inamovible del monoteísmo: ¡a veces la criatura muerta, a veces Dios todopoderoso!

Al sentimiento obstinado del individuo en los tiempos de las religiones naturales en crudo, dentro de la Biblia, lo encontramos expresado del modo más bello, muy especialmente en aquellos pasajes en que hombres piadosos como David, Salomón y Job hablan del abandono de Dios.

 

Los necios dicen en sus corazones: no existe Dios. (Salmos 14, 1).

 

Un hombre inútil se ufana, y alguien nacido como un hombre pretende ser como un joven salvaje. (Job 11, 19).

 

Un ateo ha levantado sus manos contra Dios y se ha opuesto al Todopoderoso.

Se lanza de cabeza y pelea tozudamente contra él. (Job 15, 25-26).

 

¿Se ha dejado convencer secretamente mi corazón de que mi mano bese mi boca? (Job 31, 27).

 

El ateo es tan orgulloso e iracundo que no pregunta por nadie, con toda su malicia considera que Dios no es nada.

Se comporta tozudamente con todos sus enemigos.

Dice en su corazón: jamás he de postrarme, jamás habrá necesidad de ello. (Salmos 10).

 

El Señor quiere erradicar toda hipocresía y la lengua que allí habla orgullosa.

Porque dice: ¿nuestra lengua debe imponerse para darnos derecho a decir quién es nuestro Señor? (Salmos 12, 5).

 

Por otra parte, el miedo del hombre en la salvaje lucha contra las fuerzas elementales y su interna honra a Dios, sólo cuando se siente como si estuviese agarrado del cuello por una mano de acero -sí, sólo entonces- se muestra en una forma insuperablemente pura en las palabras de corazón ingenuamente poéticas volcadas por David en el Salmo 18.

 

Si tengo miedo, llamo al Señor y grito por mi Dios.

La tierra tembló, y se movió, y los firmes fundamentos de los cerros se movieron, y temblaron porque él estaba enojado.

Salía vapor de su nariz, y de su boca, fuego que consume todo, que desde allí relampaguea.

Se orientó hacia el cielo, y descendió, y había oscuridad bajo sus pies.

Y se condujo hacia un querubín y se fue volando de allí, oscilaba en el aletear del viento.

La capota sobre él era oscura, y densas nubes negras, tras la cuales estaba escondido.

Con un centelleo frente a él se abrieron las nubes con granizo y rayos.

Y el Señor relampagueaba en el cielo, y el Altísimo soltó sus truenos con granizo y rayos.

Tiró sus rayos y los diseminó, dejó que mucho tronase y se espantó de ello.

Luego se vieron inundaciones y la superficie de la tierra quedó cubierta, Señor, por tus reproches, por tu aliento y los resuellos de tu nariz.

 

La verdad de que ningún individuo en el mundo puede actuar sin un motivo, de que éste, por lo tanto, sólo posee una autonomía a medias, esta bella verdad del politeísmo reformado, se ve reflejada claramente en las palabras de David:

 

El Señor conduce el corazón dentro de todos ellos, rubricó su obra en cada uno de ellos. (Salmos 33, 15).

 

Y en el maravilloso pasaje que a un mismo tiempo caracteriza el auténtico contexto dinámico de la totalidad del mundo:

 

¿A dónde puedo escaparme ante tu espíritu? ¿A dónde puedo huir de tu rostro?

Si me voy hacia el cielo, Tú estás allí; si me cubro en las profundidades, ves, también Tú estás allí.

Si tomo el vuelo del alba y permanezco en el mar más externo, entonces allí mismo he de sentir tu mano, y atenerme a tu ley. (Salmos 139, 7-10).

 

De los pasajes que expresan el puro y rígido monoteísmo “aquí el individuo ha muerto, aquí está la unidad todopoderosa”, elijo los siguientes:

 

Tus manos me han moldeado, y han hecho todo lo que yo soy por completo. (Job 10, 8).

 

¿Quién no conoce todo aquello que han hecho las manos del Señor?

¿Que en sus manos está el alma de todo aquello que vive, y el espíritu de toda la carne de tales seres? (Ibídem 12, 9-10).

 

El hombre nacido de una mujer vive poco y está lleno de preocupaciones.

Se extiende como una flor, y marchita; se escapa como una sombra y no permanece. (Ibídem 14, 1-2).

 

A la putrefacción la llamo mi padre, y a los gusanos, mi madre y mis hermanas. (Ibídem 17, 14).

 

Observa, la luna ya no brilla y las estrellas no se ven despejadas ante sus ojos: ¿cuánto menos es un hombre, una mujer, un niño que el gusano? (Ibídem 25, 5-6).

 

Así Dios se habría pronunciado, así habría concentrado en sí todo el espíritu, todo el soplo vital. (Ibídem 34, 14).

 

El sacrificio que a Dios agrada es un espíritu temeroso, a un corazón temeroso y desgarrado, tú, Dios, jamás habrás de despreciarlo. (Salmos 51, 19).

 

Si el hombre es tanto como la nada misma, su tiempo transcurre como una sombra. (Salmos 144, 4).

 

Al hombre le va como al ganado; al igual que aquél muere, éste también perece; y todos tienen un mismo soplo vital, y el hombre no tiene nada más que lo que tiene el ganado, pues todo es fugaz.

Todo conduce a un lugar, todo está hecho de polvo y retornará al polvo.

¿Quién sabe si el soplo del hombre se conducirá hacia arriba y el soplo del ganado hacia abajo, hacia el interior de la tierra? (Eclesiastés 3, 19-21).

 

Pero más claramente que todos estos pasajes muestra que la conciencia y el sentimiento son una impotencia llena de desesperanza el hondo suspiro de David:

 

¡Ah, qué nadería son todos los hombres! (Salmos 39, 12).

 

Por otra parte, cuán desmedidamente alaba este hombre piadoso a la fuerza que se le contrapone en la naturaleza:

 

Reconozco que Tú eres capaz de todo, y que ningún pensamiento está oculto para ti. (Job 42, 2).

 

Dios ha dicho una frase que yo incontables veces he escuchado, que solamente Dios es poderoso. (Salmos 62, 12).

 

Sin embargo, el individuo con su poder real (ese hecho de la experiencia interna y externa) se ha indignado con Dios (ese hecho sólo de la experiencia externa) tantas veces como pudo, tanto con reclamos acerca del enigma del mundo, como con un intenso oscilar entre la fuerza individual y Dios, y en un reproche directo.

 

También uno pone las manos sobre la roca y excava el cerro.

Se saca agua de las piedras y todo lo que es una delicia puede ver el ojo.

Se contiene el curso de las aguas, y lo que está oculto en ellas se saca a la luz.

Pero, ¿en dónde se quiere hallar la sabiduría? ¿Y dónde están las regiones del entendimiento?

Nadie sabe dónde se encuentra, y nada será hallado en el mundo de los vivos.

No se puede pagar oro por ella, ni pesar plata para adquirirla.

El oro y los diamantes no logran igualarla, ni se puede cambiar por joyería en oro.

La sabiduría debe valorarse mucho más que las perlas.

Entonces, ¿de dónde proviene la sabiduría? ¿Y dónde están las regiones del entendimiento?

Está oculta a los ojos de todos los seres vivos, incluso vedada para las aves que se encuentran por debajo, en el cielo.

Dios conoce el camino hacia ella, y conoce sus regiones.

Pues Él se encuentra en los confines de la tierra, y observa todo aquello que se encuentra por debajo del cielo. (Job 28).

 

Pero me duele en el corazón y me da puntadas en los riñones

que yo deba ser un bufón, y no saber nada, y ante ti deba ser como un animal. (Salmos 73, 21-22).

 

Del mismo modo, tú no conoces el rumbo del viento, ni sabes cómo son formadas las extremidades en el seno materno; pues tú tampoco puedes conocer la obra de Dios, que la realiza en todas partes. (Eclesiastés 11, 5).

 

Me han disgustado los pretenciosos, ya que he visto que al que está apartado de Dios le va tan bien.

Ellos no se hallan en la desdicha como se encuentra otra gente, y no han de ser atormentados como otros hombres.

Por ello ha de ser una cosa sublime confrontarlos, y su profanación ha de llamarse obrar bien.

Esas personas se ufanan como una barriga llena, hacen solamente lo que tienen intención de hacer. (Salmos 73).

 

Le sucede lo mismo a uno que a otro, al justo que al apartado de Dios, al bueno y puro que al impuro, al que hace ofrendas que al que no hace ofrendas. Así como le va al bueno, también le va al pecador. Así como le va a quien perjura, le va también a quien teme no cumplir con su palabra.

Entonces ve y come tu pan con alegría, bebe tu vino con buen humor. (Eclesiastés 9, 2 y 7).

 

Por eso noté que no hay en la vida nada mejor que ser dichoso y comportarse bien en ella. (Ibídem 3, 12).

 

Notad que Dios comete injusticias conmigo y me ha rodeado con su cuerda de cacería. (Job 19, 6).

 

¿Quién es el Todopoderoso al que debemos servir? ¿O en qué nos vemos beneficiados si pedimos por él? (Ibídem 21, 15).

 

He dicho anteriormente que la diferencia entre el panteísmo y el monoteísmo no es una diferencia en sus fundamentos, sino que es una superficial, puesto que a fin de cuentas tanto en uno como en el otro sistema toda acción humana resulta ser un acto divino. Además he dicho que el principio fundamental del monoteísmo y del panteísmo (también del materialismo) es el individuo muerto en brazos de una unidad todopoderosa.

A pesar de ello, esta pequeña y débil diferencia fue suficiente para la fundamentación de una relación práctica muy respetable entre el hombre y el mundo, que es tan importante que conforma el fundamento de la religión cristiana, o sea, el fundamento de la verdad absoluta envuelta en el dogma. Esta relación práctica es la religión de David y Salomón. Uno puede denominarla como la verdad explicada, para diferenciarla del politeísmo, al que he caracterizado como la verdad inocente (en crudo); pues tanto una como otra atañen al fundamento de toda verdad, a sus dos pilares fundamentales: al poder real del individuo y al poder real de la naturaleza.

La religión práctica de los judíos principalmente se diferencia del núcleo del politeísmo en que comprende al poder que se contrapone al individuo como uno unitario, y en que el individuo se sitúa en una firme relación con él. De hecho, ella no logra fundamentar el verdadero contexto entre la totalidad del mundo y la correcta relación entre el individuo y el resto del mundo, que se arraiga tan profundamente, -esto ha de quedar reservado para Cristo-, pero nos situamos frente a una religión sana, que resulta suficiente para unos hombres prácticos muy laboriosos, y les brinda la satisfacción de algo firme en la tormenta de la vida.

Quiero explicar brevemente la mejora que el enérgico, activo y firme de convicciones David ha de compartir a un rígido monoteísmo, que resulta alocadamente teórico.

Él no comprende su posición respecto a Jehováh como la de una criatura totalmente impotente que se sitúa frente a su creador, sino que como una relación patriarcal entre un servidor limitado y su señor, el poderoso príncipe. No se situó a la misma altura de Jehováh, como bien pudo hacerlo, sino que muchos escalones por debajo. Ocupa allí un lugar firme: no se desploma en el abismo de la nada.

Entonces canta con entusiasmo:

 

Servid al Señor con temor y alegraos temblando. (Salmos 2, 11).

 

¡En gran estima te tengo a ti, Señor, mi fortaleza!

¡Señor, mi peñón, mi fortificación, mi liberador, mi Dios, mi refugio en el cual confío, mi escudo y cuerno de mi salvación, y mi protección! (Salmos 18, 2-4).

 

Señor, el rey se regocija en tu poder, y cuán dichoso es él por tu ayuda.

Le concedes a él el deseo de su corazón y no le niegas lo que su boca pide. (Salmos 21, 2-3).

 

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién habría de temer?

El Señor es mi fuerza vital, ¿de quién habría de espantarme? (Salmos 27, 1).

 

Confía al Señor tu camino, y ten esperanza en que Él siempre habrá de actuar bien. (Salmos 37, 5).

 

Del mismo modo en que un padre se compadece de su hijo, el Señor se compadece de quienes le guardan temor. (Salmos 103, 13).

 

Sed agradecidos con el Señor, pues es amigable y su bondad durará por siempre. (Salmos 106, 1).

 

Antes de ser humillado, me equivoqué, pero me atengo a tu palabra. (Salmos 119, 17).

 

Como se ha dicho, se trataba de la relación práctica de un súbdito que se siente muy limitado frente a un rey poderoso. La omnipotencia de Dios se pierde de vista y David ingresa en una apacible relación patriarcal con Dios. Como el Señor reprende a su siervo cuando no cumple con su voluntad, así Dios reprende a David cuando viola la ley. Pero del mismo modo en que un siervo sabe algo de su señor para complacerlo, David complace a Dios para obtener una ventaja, a menudo con un buen humor en verdad ingenuo:

 

Dios me ayuda; pues el agua me llega hasta el alma.

Me hundo en el profundo barro, allí donde no hay nada firme; estoy en aguas profundas, y la correntada pretende ahogarme.

He gritado hasta el cansancio, mi garganta está irritada: la vista me abandona porque tengo que aguardar tanto tiempo por mi Dios.

Es más aquél que me odia porque tengo pelos en la piel que los que me odian sin causa (Salmos 69, 2-5).

 

“Los que me odian sin causa”, esto resulta muy llamativo. En esos enemigos David no reconoce precisamente a Dios, sino que comprende en forma realista su relación con los que está habituado. En conjunto se presenta como un hombre que es asaltado por ladrones y allí pide ayuda a un poderoso benefactor. Todo ello se encuentra a una distancia sideral, por un lado, de la marcha del mundo totalmente necesaria, y por otro lado, del verdadero contexto de las cosas, pero aún así resulta cien veces mejor que el rígido monoteísmo teórico, que asesinó con sangre fría al individuo, lo real que nos es dado inmediatamente, aquello que es conocido y sentido con precisión por cada uno de nosotros, lo único seguro. Pues, en efecto, está presente una verdad inconmovible, que la verdad del contexto dinámico de las cosas atañe al del monoteísmo, y ello resulta de gran fuerza, pero esta gran verdad no debe ser obtenida a cambio de la muerte del individuo. David salvó al individuo sin negar a Dios. Si, a través de ello, tampoco él brindó una clara imagen tanto de uno como del otro, recondujo, sin embargo, a un espíritu extraviado hacia el muro fundamental de la verdad, y resultó ser un gran mérito.

La sobreestimación de la efectividad de todas las otras cosas del mundo, cuya efectividad se atribuye a un único Dios, un rasgo que se halla claramente presente en David, encontró su compensación natural en el hecho de que David, al igual que todo pagano, en verdad solamente pensaba en Dios y lo adoraba cuando le iba mal. En su vida cotidiana llevaba la cabeza en alto y portaba el sentimiento de su valor individual, de su voluntad y poder, y lo sentía con orgullo y se ufanaba de ello. Tampoco pretendía hacer un secreto de ese doblez oculto en su corazón. Ya anteriormente he citado su franca expresión:

 

Cuando tengo miedo, clamo por mi Señor.

 

Muchos otros pasajes son así de claros y, además, he seleccionado los siguientes:

 

En tiempos de necesidad busco al Señor.

Cuando estoy afligido, pienso en el Señor. (Salmos 77).

 

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Entro en llanto, pero mi ayuda aún es distante.

Estoy agitado como las aguas, todo mi esqueleto se ha sacudido y mi corazón parece en mi cuerpo cera derretida.

Mis fuerzas se han resecado como un cascote y mi lengua se queda pegada al paladar.

Pues los perros me han rodeado y la legión del Maligno se ha hecho de mí, han enterrado mis manos y pies.

Pero Tú, Señor, no estás lejos; mi Fortaleza, apúrate a asistirme.

Salva mi alma de la espada, mi Único, sálvame de los perros.

Quiero predicar tu nombre entre mis hermanos, quiero alabarte en la comunidad. (Salmos 22).

 

El cierre del pasaje es muy característico de la relación de David con Dios. Ante todo, uno debe reír frecuentemente, y con franqueza, de su intercambio con Dios, tan astuto, sagaz y próximo a la agudeza (algo auténticamente judío). Se puede leer algún pasaje ingenuo en ese sentido, como por ejemplo:

 

¡Oh, Señor! No me impongas una pena en tu ira, ni me castigues en tu furia.

Señor, ten piedad de mí, puesto que soy débil: sálvame, Señor, pues mis huesos están conmovidos.

Y mi alma está muy conmovida. ¡Oh, Tú, Señor, cuánto en verdad!

Ven, Señor, y salva mi alma, ayúdame por tu buena voluntad.

Pues en la muerte nadie te recuerda, ¿quién quiere darte las gracias en las profundidades? (Salmos 6).

 

O:

 

¿Qué es de provecho en mi sangre, si estoy muerto? ¿Quizás el polvo habrá de darte las gracias y anunciar tu fidelidad? (Salmos 30, 10).

 

David, es decir, toda la religión práctica de los judíos, muy elegantemente navega alrededor del acantilado del monoteísmo teórico. La causa de ello yace en el carácter del pueblo judío, en la individualidad propia del judío. De hecho, el judío posee, desde la perspectiva de la voluntad, una gran energía, una tenaz fuerza vital; y desde la perspectiva del espíritu, un entendimiento desarrollado a costas de todas las otras disposiciones espirituales, un sentido de la agudeza digno de admiración, una profunda sagacidad. Del mismo modo en que el judío usurero de nuestros tiempos es insensible a toda adulación y formas de cortesía en el habla, y se concentra directamente en los viejos trastos cuyo valor reconoce de inmediato, mientras que un único vistazo arrojado al rostro del vendedor le muestra sin velo alguno su constitución anímica, así el judío pensante de la antigüedad, desprovisto de fantasías, consideraba al mundo y a la vida con su despejada y aguda mirada. No se hacía ilusiones acerca del valor o disvalor de ambas cosas: sopesaba y concluía que existe una mezcla de dicha y tristeza, de dolor y placer, con una decisiva preeminencia de la tristeza y del dolor.

 

El hombre nace para el infortunio, al igual que el ave planea hacia arriba para volar. (Job 5, 7).

 

Además, confiaba por completo en sus sentidos y en su disposición al conocimiento: no se puede reconocer ningún rastro del idealismo crítico ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Si un indio le hubiese dicho a David: Jerusalén se compone, tal como la ves, sólo en tu imaginación y, sin tus ojos, ella sería algo completamente distinto; si le hubiese dicho: tu cuerpo es solamente una manifestación que se genera y desaparece con el espejo que hay en ti; lo habría sacudido con furia, lo habría expulsado al umbral de su hogar siempre abierto a los visitantes y lo habría considerado un necio.

 

Alaba al Señor, mi alma. Señor, mi Dios, Tú eres muy majestuoso: eres bello y estás magníficamente adornado.

La luz es tu vestido, que ahora llevas puesto; te extiendes por el cielo como un tapiz.

Te arqueas hacia arriba con el agua: te conduces en las nubes, como si fueses en un carro, y vas sobre las alas de los vientos.

Tú haces de tus ángeles los vientos, de tu servidores las llamas del fuego.

Tú fundas tu reino terreno en sus bases, que permanecen por siempre y eternamente.

Tú lo cubres con las profundidades, como si fuese un vestido, y las aguas se sitúan por arriba de los cerros.

Pero huyen de tus reprimendas, de tus truenos se alejan.

Los cerros se elevan hacia lo alto, las praderas se extienden por debajo, en el lugar que tu has cimentado para ello.

Has puesto una barrera, por encima de ella no se puede ir, y no se puede retornar al reino terreno. (Salmos 104, 1-9).

 

David y los antiguos judíos, en general, eran realistas puros en aquel sentido estricto, según el cual la conformación del mundo exterior es idéntica a la imagen del mismo figurada en nuestra mente (realismo ingenuo). Y, en efecto, esa propiedad que atañe exclusivamente al entendimiento agudo los protegía del realismo absoluto, que, tal como lo he definido, se saltea su parte cognitiva y volitiva, o sea, al individuo por completo. Sin embargo, de la boca hacia afuera expresaban las consecuencias del realismo absoluto: un Dios omnipotente y una criatura muerta; pero un agudo y penetrante espíritu no dejaba sólo dentro del corazón al individuo real, el hecho de la experiencia interna y externa, tan escasamente como podían creer en la inmortalidad del alma o en el castigo por actos inmorales y la recompensa por acciones morales en otra vida distinta a la terrena. Aún en esa perspectiva, el espíritu más sobrio se mantenía en la expresión de la naturaleza, que no deja ningún punto sin aclarar acerca de la esencia de la muerte. Siempre repite lo mismo, y eso hacen con su expresión Moisés, Job, David y Salomón, como se observa en lo siguiente:

 

Tú que dejas que la gente muera y dices: ¡venid de regreso, criaturas humanas!

Dejas que viajen hacia allí como en una corriente, y se encuentran como si estuviesen dormidos, al igual que el pasto que pronto estará marchito.

Aquello que florece temprano, que pronto estará mustio, que será alcanzado por el atardecer y ha de estropearse. (Moisés).

 

Pero, ¿dónde se encuentra un hombre cuando ha muerto, ha perecido y se ha ido hacia allí?

Como el agua que corre y se aleja en el mar, y como una corriente que se agota y se seca.

Así es el hombre cuando yace muerto, no ha de resucitar y no habrá de levantarse, mientras permanezca en el cielo, aún sin ser despertado de su sueño.

¿Piensas tú que un hombre que ya ha muerto habrá de vivir nuevamente? (Job).

 

Pues Él sabe de qué género somos, y piensa que somos polvo.

El hombre es en su vida como el pasto; florece como una flor en el campo.

Cuando el viento arremete contra él, ya no está más allí y no conoce su ubicación.

Bien por aquél que teme al Señor y sigue su camino.

Habrás de alimentarte del trabajo de tus manos, bien por ti, si lo tienes a bien.

Tu mujer será como una parra fértil alrededor de tu casa; tus hijos, como el ramo de olivo en torno a tu mesa.

Ve que entonces será bendecido el hombre que teme al Señor.

El Señor habrá de bendecirte desde Sión para que veas la dicha de Jerusalén toda tu vida.

Y veas a los hijos de tus hijos. (David).

 

Todo se dirige a un lugar, todo está hecho de polvo y volverá nuevamente al polvo. (Salomón).

 

Así como suena paradójico, también es cierto que el realismo de los judíos los protegió del veneno del realismo, pues uno debe diferenciar muy bien el realismo cognitivo (realismo ingenuo) del realismo absoluto, tal como lo he señalado desde el principio.