“La filosofía de la redención” de Philippe Mäinlaender. (Vol.2)
Segundo ensayo
El panteísmo
¿Quién puede nombrarlo?
¿Y quién reconocer:
creo en él?
¿Quién sentir
e inclinarse a decir:
no creo en él?
¿El que todo lo abarca,
el que todo lo contiene
no abarca y contiene
a ti, a mí, a sí mismo? (Goethe).
La flor del realismo, del realismo absoluto, puro, desnudo, balanceado en su punto máximo, es el panteísmo.
¿A qué le temían los toscos pueblos en estado de naturaleza, los rudos politeístas? Ellos le temían a una pequeña cantidad de sustancias químicas, o mejor dicho, a unas pocas sustancias y a unas pocas combinaciones de aquéllas, como también a sus procesos.
Más tarde, los efectos de esas sustancias fueron confundidos e hipostasiados, es decir, se aceptó que existía una única fuerza, y se le concedió a ella personalidad y omnipotencia.
Luego ya no se vio más en la picadura de una serpiente o en la victoria de un enemigo un proceso simple y totalmente natural, sino que la acción de un poder superior, precisamente del mismo modo en que, en la batalla, los héroes de la Ilíada se pensaban apoyados o perjudicados por los dioses. Y no solamente eso, no sólo lo exterior, sino que también el corazón del individuo fue transferido al poder superior.
A veces el hombre se sentía irresistiblemente dispuesto a malas acciones que su espíritu no aprobaba, otras veces lo colmaba un claro entusiasmo, un anhelo ardiente, por realizar acciones que su espíritu no había pensado. Estas hondas ansias emanaban de una profundidad vedada que el ojo no podía divisar. Por ello no se lo atribuía al oscuro maestro artesano que se halla en su pecho, a la sangre, sino que a un espíritu extraño que se había situado en su corazón y quería tomar posesión de él.
Después de que la ley hubo ingresado a la vida del hombre, y junto a ella, la diferencia entre lo justo e injusto, entre el bien y el mal, inmediatamente se cargó de espíritus buenos o malvados en las grandes acciones individuales. Pero luego, en el posterior proceso de formación del espíritu, se hizo de Dios la única causa de las acciones que emanaban de una interioridad del hombre cubierta de una oscuridad nocturna. A partir de entonces sólo Dios impulsaba todas las acciones, sean buenas o malas.
Muy bellamente se explica ello en el Antiguo Testamento. No fue Satanás la causa de la melancolía de Saúl, sino Dios.
Pero el espíritu del Señor se alejó de Saúl, y un mal espíritu del Señor lo puso muy inquieto.
Entonces los sirvientes le dijeron a Saúl: fíjate que un mal espíritu de Dios te pone muy intranquilo.
Nuestro Señor dijo a sus sirvientes, que se hallaban ante Él, que busquen un hombre que pueda tocar muy bien el arpa, para que cuando el mal espíritu de Dios arremeta contra ti, la toque con sus manos para que te sientas mejor. (1 Samuel 16, 14-16).
Otro día se presentó a Saúl el mal espíritu de Dios y trajo presagios oscuros a la casa. Pero David tocó las cuerdas con su mano, tal como acostumbraba. Y Saúl tenía una lanza en la mano.
Y la arrojó y pensó: quiero ensartar a David en la pared. (Ibídem 18, 10-11).
Aquí, de acuerdo al rígido monoteísmo teórico, Dios es culpable de haber producido un intento de asesinato en un sentido absolutamente manifiesto.
Anteriormente ya he remarcado que, en sus bases, el monoteísmo y el panteísmo no son distintos. Tienen en común las raíces y la punta de la copa, algo que la cita anterior corrobora nuevamente. Además, he remarcado que, únicamente gracias al sobrio sentido de los judíos, el monoteísmo nunca echó raíces en la vida práctica del pueblo, y, en ese sentido, Cristo pudo llegar a transmitir una verdad esclarecida, que logró reelaborar en una verdad absoluta y pura.
Por otra parte, en India fueron seguidas con osadía todas las consecuencias del panteísmo. Ese hecho halla su explicación natural en la esencia de los antiguos indos. El carácter del indo era más débil, suave y tierno que el de los judíos, y su espíritu era más soñador, profundo y rico en fantasía. Ambos pueblos, los judíos y los indos, recorrieron un mismo camino: el camino del realismo. Ambos partieron del politeísmo, ambos lo transformaron y lo explicaron, y ambos ingresaron en el abismo que comienza al final del carril del realismo: al realismo absoluto. Pero, mientras que los judíos, con horror, se echaron hacia atrás, e inmediatamente, en su temor, regresaron un trecho del camino y allí se quedaron detenidos, los indos siguieron adelante con confianza, cautivos de un sueño, y se lanzaron a las profundidades, donde sus pies se posaron en la punta de un alfiler, sobre el cual se balancearon.
Aquí no tengo que explicar el panteísmo de acuerdo a toda su esencia: ya lo he hecho en mi obra principal, desde sus fundamentos hasta agotarlo, si bien lo he hecho abreviadamente, ya está hecho. Aquí simplemente he de tratarlo desde la perspectiva limitada del realismo.
El panteísmo indio, en su funesta caída, y sin vacilaciones, mostró tres consecuencias. La primera fue el individuo muerto; la segunda, la unidad del mundo; y la tercera: la fenomenalidad del mundo, su existencia aparente. Cada una de ellas condicionó a las otras, y las tres juntas condicionaron la profunda mirada en el férreo contexto de las cosas presentes en este mundo, regido por la más estricta necesidad.
Ese contexto no puede ser negado. Si bien el mundo está compuesto de individuos, su movimiento es unitario, tan ciertamente como puede ser remitido sólo a una unidad simple. De ello no puede haber duda alguna. Como he dicho anteriormente, esa unidad, de hecho, es una parte del enigma del mundo, que se halla en una oposición absoluta a la otra parte, al individuo, al principio fundamental del mundo. Ella se impuso en una forma irresistible al espíritu contemplativo de los sabios y geniales indos, los hizo tan prisioneros que éste mismo, en su duda acerca del tormento de la elección entre la unidad y el individuo, se quitó de inmediato la vida y se dejó caer en los brazos de la unidad simple. Uno solamente ha de tener claro la magnitud del sacrificio que fue dedicado a la unidad mística en la antigua India, ya que no resulta posible comprender su proceso de desarrollo en el espíritu humano y uno ha de undirse indefectiblemente en el pantano de miles de sistemas religiosos y filosóficos.
¿Qué hicieron los indos cuando situaron en el mundo una unidad simple, el alma mística del mundo? Ofrendaron la única cosa real que es segura, lo dado inmediatamente, el yo individual autoconsciente, a aquello que de forma menos segura es real, lo dado mediatamente, el mundo extraño. ¿Qué hay en el mundo que sea más real que el yo individual? Pues todo el mundo jura: “¡tan cierto como que estoy vivo!”, y recién entonces, en la medida en que el hombre asume su existencia real en el mundo, puede atribuirle a aquél una causa estable y convertirlo, por lo tanto, en algo real.
O como lo expresa Schopenhauer:
Si pretendemos atribuirle la mayor realidad que nos es conocida al mundo corpóreo, que sólo se nos presenta de forma mediata en nuestra representación, entonces debemos cederle a aquél la realidad que para cada uno posee su propio cuerpo, ya que para todos nosotros es lo más real. Pero si analizamos la realidad de ese cuerpo y de sus acciones, encontraremos, además de que es nuestra representación, que en él no hay contenido nada más que nuestra voluntad: en ello se agota su realidad misma. (El mundo como voluntad y representación I, 125).
¿Qué hay más real y seguro que el individuo encerrado en su piel, que siente y es autoconsciente? A todo aquello que se encuentre más allá de su piel, el hombre puede y debe estampar con el sello de la inseguridad, de la posibilidad de ser aparente, ya que, ante todo, aquello que se halla por fuera de él es solamente un conocimiento mediato. Puede ser que existan otros hombres, hombres que sienten y piensan al igual que yo, y que son reales al igual que yo; pero, ¿esto tiene que ser así? ¿Quién o qué puede darme alguna certeza al respecto?
Pero si todo este mundo exterior es posiblemente una simple apariencia, también su contexto dinámico es posiblemente una simple apariencia, y a esa cosa incierta, a esa unidad simple pendiente de los delgados hilos de la conciencia humana acerca de las cosas distintas de sí, los indos sacrificaron lo único ciertamente real: el individuo; o dicho con otras palabras, ofrendaron al pensamiento el portador del pensamiento.
¿Y por qué lo hicieron? Porque eran realistas, porque se hallaban en el carril del realismo, porque no cargaban con un Kant tras de sí, que haya sacudido a quienes eran presa de un sueño y que les haya dicho:
¡Deteneos! ¡Entrad en razón! Todo este mundo diverso, en apariencia tan sólido, que se halla por fuera de vuestros ojos, junto a su contexto de necesidad, es simplemente una imagen en nuestras mentes. ¡Antes de que os atreváis a afirmar algo acerca de él, probad primero a vuestro cerebro la forma y el modo en que vosotros efectuéis su observación!
Los indos debieron desplomarse en el precipicio del panteísmo porque no supieron reelaborarlo en un idealismo crítico, porque se saltearon al yo cognoscente. Ellos de inmediato destrozaron su posesión más preciada, su joya inestimable, su individualidad, y arrojaron una de sus mitades a las fauces del mundo exterior, luego, cuando se hallaron al borde del abismo, arrojaron hacia allí la otra mitad: el yo volitivo. Y se consumó. A una soñada unidad del mundo, a la que aún nadie jamás ha visto, a la que uno solamente puede intuir basándose en el sabido contexto de individuos en ardor místico y éxtasis en el corazón, se ofrecieron ellos mismos como víctimas. Tomaron la corona de su cabeza y la pusieron a los pies de un ser nebuloso, desconocido, inabarcable e incomprensible, y se hundieron ellos mismos muy profundo en el polvo, de hecho se clavaron ellos mismos el puñal en el corazón, y se convirtieron en un envase muerto, en el que actúa un Dios único en el mundo, y realiza a veces esta y otras veces aquella acción. Se convirtieron en una herramienta muerta en las manos de un artífice onmnipotente.
Y entonces uno se asombra de la fina ironía de la verdad que yace en el panteísmo indio, del reflejo de la sonrisa traviesa que la verdad siempre muestra en sus labios cuando mira una copia parcial de su esencia sublime hecha por una mano humana. Sin las lámparas del idealismo crítico los antiguos brahamanes habían ingresado en la vía del realismo, y ¿qué pudo ser de ellos al final del camino? ¿en qué debieron convertirse? Se hicieron idealistas, quiero decir, no idealistas críticos, sino idealistas locos: ilusionistas.
Pues si el individuo es la nada misma, una pura nulidad y, por otro lado, la unidad mística oculta en el mundo, una unidad absolutamente incognoscible (el alma del mundo) es todo, es la única cosa real, entonces ese mundo no puede ser tal como se le muestra al ojo, ya que el ojo solamente ve individuos y el espíritu reconoce únicamente a esos mismos individuos situados en un contexto; a esa unidad simple jamás logra verla; por lo tanto, a favor de la unidad simple de ensueño, el mundo debe ser una mera apariencia.
Los vedas y puranas también afirman esto de forma expresa, en incontables pasajes. A veces comparan al mundo con un sueño; otras veces, con el reflejo del sol sobre la arena que alguien a la distancia confunde con agua; otras veces, con una vara que es vista como si fuera una serpiente: en resumen, el mundo es un espejismo.
A ese idealismo uno debe denominarlo ilusionismo, ya que no se trata de un idealismo crítico, ni de un idealismo de la cosa en sí, al que más tarde presentaremos como budismo. Uno debe apartarlo por completo de la esfera conceptual del idealismo porque, tal como he explicado hasta el hartazgo, el idealismo surge y desaparece con la realidad del individuo (del individuo cognoscente o del individuo en su totalidad).
La duda yace a la luz del sol y lo extraño en todo el proceso es inexpresablemente encantador. Entonces, ¿qué hizo el panteísmo indio? Después de haber arribado a su unidad por la vía del realismo acrítico, entendió que de hecho ese mismo camino que lo había conducido hacia allí era una apariencia, algo irreal. El panteísmo en verdad ha puesto en vías de realización aquello que el Barón Münchhausen en vano pretendió lograr para el hombre: se arrojó a sí mismo por los cielos en su propia maquinación.
Aquí se ve claramente qué importante, cuán extraordinariamente valiosa, es la precisa definición de un concepto filosófico. Si al principio de este tratado no hubiésemos fijado con precisión el contenido de los conceptos de idealismo y realismo, entonces ahora estaríamos desconcertados frente al panteísmo indio, y en definitiva, dentro de nuestra propia confusión, habríamos de anclarnos a su desarrollo accesorio y no esencial: el carácter fenoménico del mundo, es decir, lo explicaríamos como un sistema idealista. En ese gran error se encuentran casi todos los historiadores y críticos de la filosofía. Incluso Schopenhauer cayó en este lamentable error. Mantuvo al monoteísmo y al panteísmo muy estrictamente diferenciados, como si una profunda brecha insalvable lograse separar ambos sistemas, algo que, como hemos visto, es básicamente falso; y enalteció al panteísmo indio en forma desmedida, puesto que, de acuerdo a su perspectiva, éste era idealista, aunque en verdad se trata del florecimiento del realismo. (El mundo como voluntad y representación I, 4 y 9).
En este mismo error cae frente a la teoría de las ideas de Platón, que en igual modo es un realismo desnudo y nada más. Dice:
Es manifiesto que el sentido interno de las doctrinas de Kant y de Platón es completamente el mismo, que ambos entienden al mundo visible como una apariencia que, en sí, no es nada, y que solamente posee una significación y realidad cedida por medio de aquello que se expresa en la apariencia (para uno, la cosa en sí; para el otro, la idea), pero cuyo último y verdadero fondo en la existencia, de acuerdo a ambas doctrinas, es por completo ajeno a toda forma de aquella apariencia, incluso a la más general y esencial. (El mundo como voluntad y representación I, 202).
Coloco aquí una vez más mi definición del realismo absoluto, que es la única correcta y que toda persona sensata debe reconocer:
El realismo absoluto pasa por alto a todo el sujeto, el cognoscente y el volitivo.
Es al mismo tiempo una ruta anhelada, que solamente puede brindarnos el orden correcto y la clasificación correcta para el producto del espíritu filosófico, desde el albor de la antigüedad hasta nuestros días. Si uno ingresa con ella a un sistema filosófico al que aún hoy se lo tiene por idealista, entonces podrá reconocer de inmediato que todos los retoños del realismo se encuentran en las apariencias del idealismo de la duda, es decir, del ilusionismo, que no tiene absolutamente nada que ver, por un lado, con el idealismo crítico, y por otro, con el auténtico idealismo de la cosa en sí, cuyos dos tipos solamente logran cubrir la esfera del concepto de idealismo.
Armados con este auténtico criterio del realismo encontramos que, si bien en el politeísmo en crudo, en el politeísmo esclarecido (tanto en el dualismo, como en la religión zen) y en la religión práctica de los judíos (en el judaísmo de David y en el de Salomón) no podía hallarse rastro alguno del idealismo crítico, estos sistemas, gracias a un acertado instinto de sus iniciadores, se sostenían más o menos en el justo medio entre el idealismo absoluto y el realismo absoluto, y así se protegían tanto de una parcial exaltación del individuo como de lo opuesto, un contexto de las cosas totalmente rígido.
Del mismo modo en que Cristo ha partido de ellos, la auténtica filosofía debe incorporarlos como fundamentos de la verdad más o menos correctos.
En su núcleo, todos los otros sistemas, tanto filosóficos como religiosos, con la excepción del budismo y del sistema del idealismo crítico, son formas del realismo desnudo, algo que resulta muy llamativo. En ellos el polo opuesto del individuo, el hipostasiado contexto de las cosas, es reverenciado y exaltado, a costas del individuo. Todos ellos son doctrinas parciales y reposan sobre una misma verdad a medias. Sus accesorios idealistas no deben confundirnos. Revelaría una increíble carencia de sensatez pretender hacer de este accesorio algo fundamental, ya que es solamente el resultado de la duda. Todo pensador trabado en la estrechez por culpa de su estrecha doctrina, con un corazón ardiente, tuvo que ir hasta las últimas consecuencias. El puñal se le posó en el cuello, y debió nolens volens.
Así de paradójico como puede sonar lo afirmado aquí, es también cierto desde nuestro acertado punto de vista crítico, que aquellos sistemas filosóficos que siempre han sido denominados idealistas par excellence, es decir, la doctrina de los eleatas, la teoría de las ideas de Platón, el idealismo de Berkeley y la doctrina de la ciencia de Fichte, no son otra cosa más que formas del realismo absoluto (al igual que el tosco materialismo en nuestros días). Comenzaron como un idealismo crítico y concluyeron como un realismo absoluto, porque sus iniciadores de hecho partieron del yo cognoscente, inicialmente no eran realistas ingenuos que concebían al mundo exterior como algo independiente del sujeto, de nuestra potencia de conocimiento, pero sus estrechos y parciales caminos desembocaron rápidamente en la gran senda militar del realismo, porque repentinamente dejaron caer de sus manos al yo volitivo, y del mismo modo en que las madres de Babilonia depositaban a sus hijos en los brazos ardientemente rojos de Moloch, lo posaron en las manos asesinas de una unidad simple de ensueño.
De este modo, por ejemplo, se presenta Berkeley, que de hecho sostuvo el carácter fenoménico del mundo, pero únicamente porque ha supuesto un Dios todopoderoso que ha de posibilitar las impresiones en la mente humana a las que suscribe un realista de la efectividad de las cosas, y a partir de las cuales la mente puede entonces reaccionar hasta el punto de que el mundo exterior sea fabricado por ella; así también ocurre con Fichte, que de hecho entreteje la totalidad del mundo a partir del yo cognoscente, pero luego se olvida repentinamente de su maravilloso gusano de seda y pega el salto hacia un yo absoluto al cual exclusivamente se le brinda la totalidad de la realidad.
El mismo caso ocurre con todos los otros vástagos del panteísmo filosófico, con las doctrinas de Bruno, de Escoto Eriúgena, de Malebranche, de Spinoza, de Hegel y de Schelling: todos ellos son realismos, realismos más o menos absolutos, exaltaciones de una unidad simple, que hace actuar, galvaniza, al individuo convertido en marioneta, o que incluso, a la manera de un director de un teatro de títeres, deja que las figuras dancen de aquí a allá, se besen, se peleen o se maten, en resumen, que se muevan.