Perderse (y encontrarse) soñando un claro laberinto

Por Antonio Fernández Ferrer

antonio.fernandez@uah.es

 

Contemplar un cuadro, leer un poema, escuchar una música, puede suponer adentrarse en un sueño. También, sumergirnos en una ensoñación ajena y apropiárnosla. Margueritte Yourcernar fabuló sobre Wang-Fô, internado en el mar de jade azul que estaba pintando, y Kurosawa imaginó un artista bisoño que deambula por el sobrecogedor cuadro de Van Gogh Trigal con cuervos (Champ de blé aux corbeaux). Tampoco al arte fotográfico le ha faltado este asunto: recuérdese el cuento «Las babas del diablo», de Cortázar, adaptado libérrimamente por Antonioni. Convoco esta selección de referencias para invitar al lector del presente catálogo a imaginarse paseando dentro de los cuadros de Karina Chechik en su nueva exposición dedicada al laberinto de bambú de Franco Maria Ricci. Considerémonos, pues, paseantes de estas pinturas e intentemos perdernos en ellas.

Karina Chechik nos lo facilita porque sus obras comparten con el mundo de los sueños múltiples características. De entrada, ha escogido uno de los arquetipos oníricos más remotamente insondables, el laberinto. Más aún: se ha adentrado no en un dédalo cualquiera, sino en el de bambú construido por Franco Maria Ricci, culminación de toda una vida consagrada a la belleza, al placer y a la imaginación (escribo estas palabras como si fuesen conceptos diferenciables).

Chechik cuenta, de entrada, con dos figuras benefactoras y proveedoras de prodigios: Borges y Ricci. De las afinidades entre estos dos hacedores capitales de la cultura contemporánea, surge el laberinto como elemento fundamental y todo lo que se relaciona con él: bibliotecas, confluencias babélicas, curiosidades infatigables.

La fascinación de Franco Maria Ricci por los laberintos se remonta, según él mismo ha contado, a su propia infancia. Andando el tiempo, las conversaciones con los autores favoritos que editaba (Roland Barthes, Italo Calvino, Umberto Eco…), la lectura de los textos de Borges y, finalmente, la amistad con el escritor argentino –en cuya obra, como es sabido el laberinto es tema esencial–, fraguó en Ricci el proyecto de construir un laberinto en los terrenos familiares de su Parma natal. Emulando al legendario emperador Kublai Khan, emprendió a principios del nuevo siglo la titánica tarea de materializar ese sueño anhelado que se hizo realidad con la inauguración en 2015 del Labirinto della Masone, único en el mundo; obra maestra de arquitectura –incluida una pirámide– y jardinería (senderos conformados por doscientas mil cañas de bambú) que contiene también, entre otras maravillosas delicias, las colecciones de arte de Ricci con su gabinete de curiosidades, sus oficinas editoriales, restorán y cafetería; todo ello, sin dejar de servir como sede de incesantes actividades, desde conciertos clásicos y modernos a fiestas congresuales o desfiles de moda.

Ph: Pablo Jantus @arsomnibus

Las obras de la presente exposición constituyen cifras de los asombros de Chechik durante sus visitas al laberinto parmesano de Ricci; la experiencia de su recorrido de esos senderos (no sólo los trazados entre los cientos de miles de cañas de bambú, sino por todo lo que supone el conjunto vivo de museo-biblioteca-paisaje-arquitectura, etc. diseñado por Ricci) que, finalmente, conforman estas pinturas.

La conjunción de fotografía, pintura y escritura logra en Chechik una amalgama en la que el contemplador-caminante puede explorar, a partir de los referentes, un inagotable jardín. Pero conocer la génesis o los motivos inspiradores de cada una de estas obras no supone una explicación que clausure los significados de un itinerario esencial y permanentemente abierto. Por ejemplo, cuando leemos «Aquel paraíso perdido» en el extremo izquierdo de un cuadro con los bambúes del laberinto de Ricci desde una perspectiva que potencia extremadamente la sensación de intrincada majestuosidad, lo de menos es conocer el sentido original del texto al que pertenecían esas tres palabras. La pintora las ha extraído de una prosa del libro Atlas titulada «El viaje en globo» en la que Borges celebra la anécdota de haberse embarcado en una atracción aerostática: «El paseo, que duraría una hora y media, era también un viaje por aquel paraíso perdido que constituye el siglo diecinueve». Sin embargo, Chechik, al descontextualizar las palabras inscritas en su pintura, nos invita a disfrutar de otras resonancias tales como el verso de Borges: «sé que los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos perdidos» (poema «Buenos Aires», del libro La cifra) en el que laten otras muchas referencias borgianas e incluso aquella de Le temps retrouvé de Proust («…car les vrais paradis sont les paradis qu’on a perdus»).

Igualmente, en el cuadro en el que un caminante con paraguas se dirige hacia el patio de la pirámide del laberinto de bambú de Ricci, en medio de un paisaje nevado fotografiado a vista de pájaro, la leyenda «Si un eterno viajero la atravesara» se descontextualiza con respecto al párrafo final del relato «La biblioteca de Babel» del que se ha extraído: «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza». Pero la descontextualización no reduce, sino que, por el contrario, amplía y otorga a la frase incompleta inscrita en el cuadro una significativa dinamicidad.

En otros casos, el azar depara resonancias imprevistas que tampoco es necesario constatar. No dejo de anotar, sin embargo, la curiosa coincidencia del cuadro en el que vemos la escalera de la antigua Biblioteca Nacional argentina de la calle México que el propio Borges dirigió entre 1955 y 1973. Fue inaugurada en 1901 gracias a que el escritor ciego Paul Groussac consiguió que el proyecto para el que había sido previsto el edificio, la Lotería Nacional, se desestimase en beneficio de una gran Biblioteca patria. Quedó, sin embargo, huella elocuente de su truncado destino inicial: una representación de los bombos («bolilleros» en rioplatense) para las bolas de los sorteos que luce en la barandilla del cuadro de Chechik. Fue precisamente éste el motivo que inspiró a Borges su relato «La lotería en Babilonia».

No son citas al uso, por lo tanto, las de los cuadros de Chechik, sino, por el contrario, referencias y sobre todo inscripciones que transmutan los contextos originales de las palabras, dejando que el lector-contemplador abra el sentido hacia rumbos imprevistos. Por las mismas razones, tampoco funcionan como títulos o pies de ilustraciones. Sus virtualidades son parte de un complejo mucho más sugerente que habría merecido elogioso capítulo aparte en el clásico estudio de Michel Butor sobre el tema de la escritura en la pintura (Les mots dans la peinture, 1969).

Elemento esencial de la conjunción Borges-Ricci-Chechik es, así mismo, la tipografía utilizada en las inscripciones. Se trata de los caracteres creados por el gran Giambattista Bodoni (Saluzzo, 1740-Parma, 1813), fundador de la tipografía moderna. Franco Maria Ricci, editor, estudioso y apasionado coleccionista de la primorosa producción bibliográfica llevada a cabo por Bodoni, ha hecho de la tipografía bodoniana una exclusiva marca de estilo. Destaca, junto a otras, su colección «La Biblioteca de Babel», dirigida por Borges. Publicada por Ricci con tipos de letra Bodoni constituyó un hito en la edición contemporánea, tanto por su estética como por sus contenidos que transformaron la sensibilidad de los lectores del siglo XX. Chechik ha trabajado estas aportaciones que dejan huella no solo en la tipografía de las inscripciones sino en muchos otros pormenores de sus pinturas.

En el laberíntico entrecruzamiento de fotografía y pintura las peculiaridades de la obra de Chechik son numerosas y no siempre patentes por más que lleguen sin dificultad al corazón de la sensibilidad del contemplador (no tan delicadamente a quien las ve solamente reproducidas en ilustraciones librescas). En general, se consigue, a partir de una paciente técnica de tratamiento pictórico de la fotografía de base, un singular sfumato (por utilizar el término tan caro a Leonardo), difuminado que, como el flou fotográfico, consigue atmósferas singulares. Así, nuestro contemplativo caminante puede gozar de un hechizo similar a la atmósfera que Goethe poetizó con su invención de la palabra Nebelglanz («tenue brillo lunar de la niebla», «resplandor de neblina») que tanto entusiasmaba a Borges y que Cansinos Assens tradujo como «fúlgida niebla».

Matizaciones como las del sfumato y, desde luego, la selección de temas, perspectivas, angulaciones y demás tratamientos, sitúan la relación fotografía-pintura en la obra de Chechik lejos de artistas como el checo Jan Saudek o la española Ouka-Leele, cuyas obras subrayan usos cromáticos y temáticos. Nada que ver tampoco ni con las maneras hamiltonianas, ni con los trampantojos hiperrealistas de Richard Estes, ajenos a la contenida delicadeza de las escaleras, laberintos o paisajes evanescentes de Chechik.

La iluminación en los cuadros de Chechik está tratada propiciando matizadísimas connotaciones: luz misticista con resonancias muy trabajadas en todos sus detalles. Ejemplo elocuente, en el cuadro antes citado, el destello que llama nuestra atención, en un contrapicado casi nadir, desde lo alto de los bambúes. No en balde la exposición anterior de Chechik se titulaba «Arquitecturas de la luz». Y, en efecto, el paisaje previamente fotografiado se transmuta hasta un punto que podría hablarse de transfiguración, si esta palabra no constituyese ya un concepto demasiado manido desde la arcana terminología teológica hasta la música de Schönberg, las teorías críticas de Arthur C. Danto o la esculturas de Dimitris Vlassis, por enumerar sólo varios ejemplos.

Las analogías y «correspondances» baudelarianas entre las estructuras tubulares de la presente exposición y los bambúes esbeltísimos como «vivas columnas» vienen dadas a partir de las características del edificio que acoge la muestra, muy significativamente aprovechado al respecto. Por si esto no bastara, el laberinto pictórico se encuentra inmerso en ese otro laberinto, la ciudad de Buenos Aires, y desde las ventanas del propio espacio expositivo pueden contemplarse las múltiples variaciones de la mitología paisajística porteña que literaturizó Borges, de modo que en nuestro encantado recorrido resultaría irrelevante preguntarnos «…si esta numerosa Buenos Aires no es más que un sueño».

El tratamiento de los efectos lumínicos resulta elemento clave para producir las sensaciones abismáticas a las que nos invitan los paisajes de Chechik y, en este sentido, nada tiene de sorprendente su predilección por Turner y, a la par, que el pintor inglés fuera también admirado por Borges quien solía conjuntar los efectos contrastivos de la presencia y la ausencia de la luz en sus evocaciones pictóricas. Así, en «Elegía del recuerdo imposible» (poema incluido en La moneda de hierro) la enumeración que reitera: «Qué no daría yo por la memoria de…» precisa: «de una tela de oro deTurner, / vasta como la música.» y en otra de las enumeraciones borgianas se dice: «Los colores de Turner cuando apagan / las luces de la recta galería / y no resuena un paso en la alta noche.» («Cosas», del libro El oro de los tigres). Los sutiles matices de Chechik parecen querer conciliar, sin estridencias, esas dualidades borgianas.

Un conocido consejo del fotógrafo Minor White viene a propósito de nuestro laberíntico paseo: hay que fotografiar las cosas no sólo por lo que son, sino por lo que además son («One should not only photograph things for what they are but for what else they are»). En este sentido, aunque no podamos verbalizarla, el recorrido entre las pinturas de Chechik nos depara el acceso a esa percepción no sólo de los elementos inventariables del laberinto de Ricci, sino lo que además nos transmite la pintura, todo aquello que, además, es el laberinto y no podemos describir, pero sí soñar gozosamente en nuestro placentero deambular. Visiones de un paisaje imposible de simplificar: las fotografías de base, sin dejar de constituir referencias «reales» (recordaba Nabokov que «realidad» es palabra que se escribe entrecomillada), ya no responden, en modo alguno, de por sí a meras reproducciones (una fotografía, por otra parte, nunca se trata de una reproducción mecánicamente «objetiva»); por el contrario, nos adentramos en un paisaje en el que imágenes, voces, letras y fotos se han transmutado ante nuestros ojos, situándonos en una dimensión indistinta, en el difuminado paisaje de los sueños que permite extraviarnos sin apuro. Perderse y encontrarse es, por lo demás, efecto primordial de los laberintos que ha recibido las denominaciones más diversas como saludable prescripción: «prueba del laberinto» para Mircea Eliade; necesidad de afrontar el «desafío del laberinto» propuesta por Italo Calvino; invitación de Jacques Attali –suyo es el atrevido neologismo– a «laberintar» como ejercicio necesario para el desnortado ciudadano del presente.

Al fin, tras gozar del onírico paseo, emergidos del sueño de la pintura de Chechik, no se podrá decir de nosotros lo que Wang-Fô comenta a su discípulo contra el garrulo séquito del Emperador: «Esta gente no está hecha para perderse en una pintura» («Ces gens-là ne sont pas faits pour se perdre à l’intérieur d’une peinture»). Por su parte, «si nos encuentran, estamos perdidos», decía el travieso Guillermo Brown, en inolvidable advertencia, con ecos de los hermanos Marx, que en nuestro caso no resulta paradójica sino propiciatoria. Tal es el reto: sólo perdiéndonos en el laberinto –y en este caso, en un laberinto en tercera o cuarta dimensión múltiplemente soñada por Borges, Ricci, Chechik y quien escribe o lee estas líneas–, logramos encontrarnos.

 

 

* Texto de Antonio Fernández Ferrer

Sobre la exposición “El laberinto vertical” de la artista Karina Chechik