Física. “La filosofía de la redención” de Philipp Mainländer

Física

 

Quien se coloca el manto de filósofo ha jurado

ante la bandera de la verdad y entonces, cuando está en función,

cualquier otra concesión, sea cual sea,

es una aberrante traición.

Schopenhauer.

 

Como he señalado en la sección anterior, Schopenhauer, en sus escritos que refieren a la representación, mejoró, por una parte, de forma esencial la teoría del conocimiento de Kant (ley de causalidad a priori, intectualidad de la observación, denegación de las categorías), pero por otra parte, cercenó violentamente su parte buena (negación de la síntesis de algo diverso en la observación). Si en ese aspecto solamente siguió los pasos de su gran antecesor, en sus obras acerca de la voluntad vemos sugerido, por el contario, un camino totalmente nuevo para la filosofía occidental que ya Schelling había anunciado -¡seamos justos!-. La cosa en sí kantiana se presentaba en la filosofía como si fuese la estatua velada de Sais. Muchos intentaron sin éxito correr el velo. Entonces vino Schopenhauer y lo rajó. Aún cuando no pudo reproducir claramente los rasgos de esa imagen, su copia de la misma posee un valor inestimable. Y aún cuando no se hubiese dado este caso, el simple hecho -el develamiento de la cosa en sí- ya sería suficiente para hacer inmortal su nombre. Así como Kant es el mayor filósofo que ha escrito acerca de la cabeza, Schopenhauer es el mayor pensador que ha filosofado acerca del corazón. Los alemanes deben estar orgullosos.

Consideremos a continuación el camino que a Schopenhauer lo condujo hacia la cosa en sí. Aún estando por completo bajo el influjo del idealismo kantiano arribó al convencimiento de que el fenómeno no expresa de ningún modo la esencia de lo que en él se está manifestando. Dedujo por lo tanto que, mientras nos encontramos en el mundo como representación, la cosa en sí ha de permanecer totalmente escondida. Pero dijo:

 

mi cuerpo como tal es para el sujeto puramente cognoscente una representación como cualquier otra, un objeto entre objetos. (El mundo como voluntad y representación I, 118).

 

En consecuencia, en él se manifiesta también la cosa en sí, y por lo tanto debe ser accesible para mí en mi interior, en mi autoconciencia.

Esto fue una genial y brillante panorámica. Y no temo caer en una exageración cuando digo que ha producido en el ámbito espiritual una revolución que está llamada a realizar en el mundo transformaciones similares a las que antes fueron efectuadas por el cristianismo.

No he de detenerme allí para mencionar los errores ya reprochados. Es sabido por nosotros que el mismo Schopenhauer finalmente se vio obligado a reconocer que la representación no aparece tan condicionada por el sujeto, sino que es una expresión de la cosa en sí. Y de hecho hemos visto que ya en el mundo como representación pueden estar dadas las formas que son inherentes a la cosa en sí, en efecto, que su esencia misma ha de ser reconocida como una fuerza. Pero desde afuera jamás se podrá reconocer qué es esta fuerza en sí misma. Debemos sumergirnos en las bases de nuestra interioridad para poder determinar más precisamente esta x. Allí se nos devela como voluntad de vivir.

Schopenhauer sostiene muy acertadamente:

 

Si referimos el concepto de fuerza al de voluntad, efectivamente habremos referido algo sumamente desconocido a algo infinitamente mucho más conocido, sí, a lo único que para nosotros es inmediata y completamente conocido. (El mundo como voluntad y representación I, 133).

 

Y tampoco podrá ser desterrada de la filosofía la expresión “voluntad de vivir”, que además ha sido muy acertadamente escogida.

Ya en la sección anterior nos hemos sumergido en nuestra interioridad y ahora debemos hacerlo nuevamente para observar nítidamente todo aquello que puede comprenderse por esta vía. Si cancelamos totalmente en nosotros el mundo externo y observamos con atención dentro de nosotros, hemos de notar de inmediato que el entendimiento también queda en suspenso. Él solamente tiene el único propósito de percibir cosas externas y, de acuerdo a sus formas, objetivarlas. Nos sentimos inmediatamente a nosotros mismos y no buscamos la causa de algo que produce una cierta impresión basándonos en la ley de causalidad; en segundo lugar, no podemos concebir nuestra interioridad según el espacio; en ese mismo momento nos sentimos inmateriales,ya que sin excepciones, de forma necesaria, concedemos materialidad (sustancialidad) únicamente a las causas de las impresiones sensibles. Solamente nuestras disposiciones al conocimiento más elevadas se encuentran despiertas y activas, y junto a ellas, nuestra autoconciencia.

En ello bien merece ser remarcado que, si bien nuestra interioridad no puede ser comprendida espacialmente, nuestra individualidad nos resulta inmediatamente consciente. La poseemos en nuestro sentido común; sentimos al mismo tiempo nuestra esfera de fuerza e internamente no nos sentimos ni por un pelo más extensos que cuanto a nuestro entendimiento se muestra nuestro cuerpo espacialmente extenso, o mejor dicho: más ampliamente activo que lo que a nuestro entendimiento se muestra el cuerpo espacialmente extenso. Esto es muy importante porque Schopenhauer precisamente niega que a nosotros “en el sentido común o en el interior de la autoconciencia nos sea dada alguna clase de extensión, forma y efectividad” (El mundo como voluntad y representación II, 7). Sin embargo, a la forma la perdemos en la autoconciencia, sólo que no al sentimiento de nuestra extensión, es decir, de nuestra esfera de fuerza.

Esa individualidad sentida atañe continuamente al punto del presente (forma de la razón), o, lo que es lo mismo, da contenido a cada pasaje de un presente a otro que se encuentre conectado por la razón. Nunca somos conscientes de un instante vacío. Nuestro espíritu no ha de ocuparse con un asunto que nos resulta tan extraño, siempre habrá de acompañarlo nuestro sentir: sólo que muy a menudo no le prestamos atención y colmamos los instantes con pensamientos, imagénes fantásticas, con la consideración de objetos externos, todos los cuales poseen una existencia dependiente, es decir, todos existen únicamente debido a que son sostenidos por el flujo de nuestro sentir que permanentemente se desplaza hacia adelante, aún cuando a menudo se agita espantosamente y entra en ebullición.

Entonces en el punto del presente siempre comprendemos sin velos cómo somos exactamente. ¿Qué parte de nuestra esencia habría de esconder de nosotros el punto del presente? Pero, ¿el tiempo no determina nuestra interioridad como un simple fenómeno? Tal como Kant enseña expresamente:

 

En lo que atañe a la observación interna, así conocemos nuestro propio sujeto simplemente como fenómeno, pero no según aquéllo que este mismo es en sí. (Crítica de Kant, 155).

 

Schopenhauer confirma esto:

 

La percepción interna de ningún modo brinda un conocimiento acabado y adecuado de la cosa en sí. Sin embargo, el conocimiento interno se encuentra libre de dos formas que dependen del exterior, a saber: de la del espacio y de la forma de la causalidad que está mediada por toda observación sensible. Por el contrario, permanece aún el tiempo, como así también la del ser conocido y la del conocer en general. (El mundo como voluntad y representación II, 220).

 

No conozco mi voluntad en su totalidad, no la conozco como unidad, no la conozco perfectamente según su esencia, sino que la reconozco únicamente en sus actos individuales, es decir, en el tiempo. (Ibídem I, 121).

 

Descontando el hecho de que, desde este punto de vista, la esencia del mundo jamás podrá ser comprendida y de que el filosofar no podría presentarse de un modo que no fuera como el castigo de las danaides (pues, ¿de qué me sirve que el conocimiento interno se encuentre libre de dos formas? La que resta ya es suficiente para ocultar por completo la cosa en sí), así resulta, tal como lo he demostrado, totalmente erróneo conceder al tiempo la potencia de producir algún tipo de modificación en aquello que se manifiesta. Más bien contamos con él solamente con el fin de conocer la cosa en sí según su esencia: sobre su esencia misma no ejerce ni el menor influjo que resulte pensable. Por ello aquí me debo situar en una perspectiva totalmente optimista, que afirma que podemos conocer la cosa en sí de forma completa y al descubierto por medio de la vía interior. Es la voluntad de vivir. Sencillamente quiero la vida -con ello sale a la luz el núcleo más íntimo de mi esencia. Mi voluntad aquí es una totalidad, una unidad. Más que nada existo porque quiero la vida. Para saber esto no necesito el tiempo. Quiero la vida en cada presente y toda mi vida es simplemente la adición de esos puntos.

Pero por otra parte quiero la vida de un modo completamente determinado. Para conocer esto, he de precisar el tiempo; pues solamente en el fluir general de las cosas puedo manifestar cómo quiero la vida. Sin un desarrollo o desenvolverse de mi esencia esto sería imposible; pero el tiempo no produce de primera mano este desarrollo, sino que solamente lo hace perceptible, y la razón, por medio del tiempo, me muestra la coloración peculiar de mi querer general.

Además, considero por un lado el aparato maravillosamente complicado que es necesario para poder conocer, y por otra parte aquello más importante entre las cosas que hay para mi conocimiento: el núcleo de mi esencia (no nos conocemos en la autoconciencia, sino que nos sentimos inmediatamente, pero para la razón reflexionante lo captado de forma inmediata se torna objetivo), entonces parece no quedarme claro que un medio tan maravillosamente rico en artificios se encuentre en una relación adecuada con un resultado tan imperioso. ¡La voluntad de vivir! ¡Querer la existencia! ¡Insaciable y ardiente sed de vida, voraz hambre de vida! ¿Y qué aporta la vida?

 

Porque entonces no hay otra cosa más para enseñar que la saciedad del hambre y del impulso sexual, y en todo caso, incluso una satisfacción que dure al menos instante, al igual que para todo individuo animal, situado entre su incesante necesidad y sus empeños, que alguna vez ha de volverse sólo una parte. (El mundo como voluntad y representación II, 404).

 

¡Qué mísero! Y puesto que nuestra esencia es algo tan repugnantemente mísero, uno no puede creer que en verdad se nos haya revelado por completo y se piensa que algo aún se encuentra oculto allí, algo que el conocimiento con ardientes esfuerzos ha de hallar. Pero en verdad se encuentra ante nosotros en su sencillez completamente desnuda. Es como dijo Heráclito de un cadáver: más despreciable que las heces.

Por otra parte, si consideramos la terrible intensidad con la cual la voluntad reclama la vida, y el desgarrador y ardiente apasionamiento con el cual ella demanda una sola cosa: ¡existencia, existencia y de nuevo existencia!, reconocemos de este modo cuán adecuada a nuestra voluntad es nuestra disposición al conocimiento, ya que sin una mirada espiritual abarcativa sobre todas las relaciones reales jamás se podría dar una nueva dirección a este intenso impulso, acerca de lo cual trata la ética.

El desarrollo real denegado reapareció entonces ya al comienzo de la física schopenhaueriana (el mundo como voluntad) como un brote. Veamos ahora cómo toma venganza la individualidad negada.

 

 

No puede ser mi intención tratar íntegramente el sistema filosófico de Schopenhauer. Debo limitarme a cubrir sus errores y reproducir brevemente sus lineamientos. La exposición de sus brillantes pensamientos ha de ser buscada en las obras de Schopenhauer que todo aquél que se cuente entre la gente formada debiera conocer en sus fundamentos, dado que ellas son las más significativas de toda la literatura mundial desde la publicación de la Crítica de la razón pura.

Después de que Schopenhauer hubo hallado a la voluntad de vivir como núcleo de nuestra esencia, voluntad que se ha introducido en las formas del sujeto cognoscente y que se presenta como carne, con toda razón transfirió su hallazgo a todo lo que existe en la naturaleza.

 

Pues, ¿qué otro tipo de realidad o existencia podríamos atribuir al mundo corpóreo?, ¿de dónde podríamos tomar los elementos a partir de los cuales se compone tal cosa? Fuera de la voluntad y la representación no existe nada que nos sea cognoscible o pensable. Si pretendemos atribuirle la mayor realidad que nos es concebible al mundo corpóreo que se halla inmediatamente sólo en nuestra representación, entonces le otorgaremos la misma realidad que para cada cual posee su propio cuerpo: ya que éste es para cada uno la cosa más real que existe. Pero si analizamos entonces la realidad de este cuerpo y sus acciones, más allá de que se encuentra en nuestra representación, no encontramos nada más que la voluntad: por ello ha creado por sí misma su propia realidad. (El mundo como voluntad y representación I, 125).

 

Pero para poder realizar ello, antes debió someter a la naturaleza de la voluntad a una exhaustiva evaluación, ya que ella no siempre se expresa del mismo modo en todas partes. Así Schopenhauer estimó que la voluntas es un impulso ciego e inconsciente, al cual esencialmente no pertenecen ni el conocimiento ni la conciencia. De este modo diferenció por completo la voluntad del conocimiento e hizo a éste dependiente de ella, mientras que la voluntad es independiente del conocimiento. Ella fue una segunda perspectiva brillante.

 

La línea fundamental de mi doctrina, que se sitúa en oposición a todas las existentes, es la total diferenciación de la voluntad y el conocimiento, ambas cosas que todos los filósofos que me antecedieron consideraron como inseparables, de hecho, a la voluntad como condicionada por el conocimiento, erigiéndose éste como la sustancia fundamental de nuestra esencia espiritual, y muchos incluso como una mera función del mismo. (Sobre la voluntad en la naturaleza, 19).

 

En tanto él se encontró allí en un camino escarpado, ya que no había logrado comprender en su profundidad la esencia del conocimiento animal, tal como he de demostrarlo a continuación.

Así dice también en el mismo escrito, página 3.

 

El conocimiento y su sustrato, el intelecto, es completamente distinto de la voluntad, algo meramente secundario, solamente un fenómeno que acompaña los niveles superiores de la objetivación de la voluntad.

 

Y en El mundo como voluntad y representación II, página 531:

 

El conocimiento es un principio originalmente extraño para la voluntad, que arriba a ella.

 

Pero también aquí la verdad resultó más poderosa que el filósofo que osó batirse con ella. Éste debió reconocer, primero con rodeos:

 

En el sistema nervioso la voluntad se objetiva solamente de forma mediata y secundaria. (El mundo como voluntad y representación II, 289).

 

Luego más precisamente:

 

Entonces, visto objetivamente, la voluntad de conocer es el cerebro, del mismo modo que, visto objetivamente, la voluntad de marchar es las piernas, que la voluntad de digerir es el estómago, que la voluntad de agarrar es la mano, de engendrar es los genitales,etc. (El mundo como voluntad y representación II, 293).

 

En sí mismo, y más allá de la representación, incluso el cerebro, al igual que todo lo demás, es voluntad. (El mundo como voluntad y representación II, 309).

 

¡Una contradicción plagada de ruina! Puesto que en las primeras consideraciones, que se sitúan en feroz contradicción con las últimas citas, la estética de Schopenhauer está esbozada en buena parte. Y por medio de esta contradicción ella ha recibido de sí misma una herida casi mortal.

El verdadero estado de situación, tal como lo he mostrado en mi filosofía, es resumidamente el siguiente: para la voluntad de vivir el movimiento (el movimiento interno, el impulso, el desarrollo)es esencial. Ella se presenta como actividad. Una voluntad carente de movimiento es una contradictio in adjecto. Vida y movimiento son idénticos, son conceptos intercambiables. En el reino inorgánico el movimiento del individuo es completo e indiviso, ya que la voluntad es unitaria. Por otra parte, en el reino orgánico el movimiento es una resultante, ya que la voluntad se ha escindido, de ella se han desprendido órganos. Entonces en el animal la división es tal que una parte del movimiento desprendido nuevamente se separa en algo que es movido y en algo que mueve, en irritabilidad y sensibilidad, que comprendidas y luego unidas al movimiento parcial no dividido conforman el movimiento total, de igual manera a como se presenta unitariamente en el reino inorgánico. Una parte de la sensibilidad, es decir, una manifestación del movimiento, es el espíritu. Según en qué medida una mayor o menor parte del movimiento se divida en algo movido y en algo que mueve, o lo que es lo mismo, según en qué medida una mayor o menor parte del movimiento haya quedado como movimiento completo, un animal posee un mayor o menor intelecto.

El espíritu humano, al igual que que el intelecto del animalito más pequeño, de acuerdo a ello no es otra cosa más que una parte del movimiento esencial para la voluntad. Es su propio conductor hacia el mundo exterior que ha surgido de sí mismo. Aquí agrego la explicación del instinto, que no es otra cosa más que la parte no dividida del movimiento total.

Es entonces indiferente si digo: la piedra presiona su basamento, el hierro se combina con el oxígeno, la planta crece, separa el oxígeno y respira el dióxido de carbono, el animal ataca a su presa, el hombre piensa, o si sencillamente digo: la voluntad individual es, vive o se mueve. Toda vida individual es únicamente un movimiento individual de la voluntad.

Así resulta claro que el intelecto (una parte de su movimiento), que pertenece a la esencia de la voluntad, de ningún modo se presenta en una relación antagónica a ella ni puede pretender ejercer poder sobre ella. Por todas partes y en toda la naturaleza nos las tenemos que ver con un único principio, la voluntad individual, a cuya naturaleza, en un grado determinado, pertenece el intelecto.

Schopenhauer apenas comprendió al intelecto desde sus raíces, al igual que lo hizo con la razón. Del mismo modo en que a ella solamente le atribuyó la función de formar conceptos, hizo del intelecto algo que es añadido a la voluntad, algo completamente distinto a la voluntad, siendo que él de un modo absolutamente general debiera haber sostenido que la naturaleza continúa formando únicamente aquello que ya está presente, nada puede ser generado a partir de la nada. El intelecto ya habría de encontrarse en el movimiento de la ígnea nebuloso primigenia de la teoría de Kant y Laplace.

 

 

A este error de Schopenhauer se le añaden inmediatamente otros dos. Uno es el circunscribir la vida a los organismos, cuyo proceder es tan incomprensible, cuando de hecho en todo lo existente subyace la voluntad de vivir. Pero a esta expresión tan adecuada la anuló con sus propias manos con las siguientes cita. En ellas expresa:

 

Solamente los organismos merecen el predicado vida. (El mundo como voluntad y representación II, 336).

 

Vivo y orgánico son conceptos intercambiables. (Sobre la voluntad en la naturaleza, 77).

 

Contra lo cual protesto con total decisión. Todo lo que existe, sin excepción, posee fuerza, la fuerza es voluntad y la voluntad está viva.

El segundo error es la depreciación intencional del sentimiento que, al igual que la materia, incesante y rápidamente vaga de aquí a allá. Sostiene, refiriéndose de forma general al sentimiento:

 

La verdadera contraparte del saber es el sentimiento. (El mundo como voluntad y representación I, 61).

 

La razón comprende bajo el concepto de sentimiento a toda modificación de la conciencia que no pertenece inmediatamente a su forma de representación, o sea, no se trata de un concepto abstracto. (Ibídem, 62).

 

Una explicación que deja al sentimiento oscilando entre el cielo y la tierra.

Después de que de esa manera lo convirtió en algo sin dueño, luego, cuando como ámbito precisaba un sustento, es decir, en la mayor amplificación del sentimiento como placer y dolor, lo anexó directamente a la voluntad de un modo totalmente arbitrario.

 

A mí me es dado el cuerpo de forma inmediata únicamente en la musculación y en el dolor y en la satisfacción, ambas cosas que además e inmediatamente pertenecen a la voluntad. (El mundo como voluntad y representación II, 307).

 

Esto es básicamente falso. El sentimiento atañe única y exclusivamente al sistema nervioso, e indirectamente a la voluntad. Si contemplamos que pueda ser algo inmediatamente inherente a la voluntad, entonces también debemos atribuir sensibilidad a las plantas y a las fuerzas químicas. En la naturaleza surgió recién cuando la voluntad modificó su movimiento, o dicho con otras palabras, cuando apareció el primer animal. El sentimiento pertenece al séquito de aquello que conduce. En la medida en que una mayor parte del movimiento -considerado objetivamente- se ha desprendido de la voluntad en forma de masa nerviosa, tanto mayor ha de ser su sensibilidad de placer y displacer, de dolor y gozo. En los individuos geniales alcanza su punto máximo. Sin nervios no hay sentimiento.

Schopenhauer tuvo que enturbiar un estado de cosas tan claro, puesto que separó al intelecto de la voluntad e hizo que éste sea algo completamente distinto. -El espíritu, desprendido de la voluntad, se halla en el hombre en una relación triple con la ésta. En primer lugar conduce su movimiento hacia el exterior, luego permite que sus actos estén acompañados por placer y displacer, por dolor y gozo, y finalmente posibilita a ella su mirada sobre sí misma. Las últimas relaciones son de la mayor importancia. Dicho figuradamente, la voluntad y el espíritu son un caballo ciego a partir del cual se ha generado un jinete, ha surgido con él. Ambos son una misma cosa y tienen por lo tanto un mismo interés: el mejor movimiento. Sin embargo puede aparecer una diferencia de opinión entre ambos. El jinete, que por sus propios medios no es capaz de movimiento alguno y que depende por completo del caballo, le dice a éste: este camino conduce hacia allí y aquél hacia allá, creo que éste es el mejor. Desoyendo a éste, el caballo puede decidirse por el otro, puesto que solamente tiene que decidirlo y el jinete siempre habrá de conducir hacia la dirección elegida. Si el jinete fuese únicamente el conductor, su influencia sería igual a cero. Pero es algo más, es quien expide dolor y placer a la voluntad. Por ello él siempre ha de ser algo más que un consejero cuya voz puede ser desoída sin consecuencia alguna. Gracias a esta relación peculiar existen hombres cuya voluntad coincide siempre con la razón. A partir de este fenómeno poco frecuente se ha concluido que la razón es capaz de determinar la voluntad de forma directa, más precisamente, que puede forzarla, algo que jamás resulta ser el caso. Siempre decide la voluntad por sí misma, pero ya habiendo sido escarmentada por la experiencia, ella puede resolver entonces que, mediante la postergación de intensos anhelos, habrá de seguir permanentemente a su consejero. Así responde la naturaleza si se la interroga francamente, una naturaleza que jamás miente.

 

 

Después de este breve desvío retornamos al asunto principal. Schopenhauer trasladó entonces esta voluntad hallada en el interior pero no necesariamente unida al espíritu a todos los fenómenos de la naturaleza. En este proceder tenía toda la razón, pero fracasó parcialmente en su realización, ya que partió desde la física (en sentido estricto), en vez de hacerlo desde la química.

Ya que si consideramos el reino inorgánico de una forma totalmente despreocupada, no está compuesta entonces de nada más que de fuerzas químicas simples, o, ya objetivadas, de sustancias simples. Estas sustancias fundamentales y sus combinaciones, de acuerdo a mi filosofía, son individuos, es decir, cada sustancia fundamental, así también como cada combinación de sustancias fundamentales, posee por medio de propiedades especialmente peculiares una determinada individualidad que se diferencia de todas las demás, es decir, que se afirma como individualidad en cuanto que lo puede o quiere. De este modo, la individualidad es atribuida a toda la sustancia, o a toda la combinación, así, por ejemplo, a todo el azufre, a todo ácido carbónico, luego también a las manifestaciones particulares, puesto que la mínima parte posee las mismas propiedades que el todo.

Las fuerzas físicas pertenecen entonces a la esencia de estos elementos y no cuentan con una autonomía total. De forma constante solamente podemos percibir en los cuerpos la impenetrabilidad, el peso, la solidez, la fluidez, la cohesión, la elasticidad, la expansión, el magnetismo, la electricidad, la temperatura, etc., pero nunca por fuera de éstos. Y Schopenhauer, de hecho, hizo de estas fuerzas el aspecto principal y arrojó a todas las sustancias químicas y combinaciones en una misma olla, la materia, en la que se expresan las fuerzas químicas a fin de luchar insesantemente por su posesión. Una consideración confusa de la naturaleza inorgánica no resulta posible. Ya que él no pudo arribar a claridad alguna con la materia, debió por tanto equivocarse. El error obviamente engendró muchos más, que en efecto afloran en la estética, tal como hemos de verlo.

Las mencionadas fuerzas físicas, según Schopenhauer, son las objetivaciones más bajas de la voluntad de vivir.

A ellas se añaden las plantas, los animales y los hombres, como grados superiores. Pero las plantas y los animales no son objetivaciones autónomas de la voluntad, sino que simples seres aparentes: la objetivación pura es en definitiva el género. Por otro lado, los animales superiores ya muestran carácter individual, y por ello el hombre es “un acto de objetivación de la voluntad” (El mundo como voluntad y representación I, 188). Pronto he de regresar a todas aquellas cosas que de ningún modo doy por válidas.

La cuestión de la cual, antes que nada, hemos de encargarnos ahora es: ¿qué son estas objetivaciones de la voluntad?

Schopenhauer dice:

 

Entiendo por objetivaciones el presentarse en el mundo corpóreo real. En tanto estas mismas, condicionadas totalmente por el sujeto cognoscente, es decir, por el intelecto, aún así por fuera de su conocimiento, en cuanto tal son por excelencia algo impensable. (El mundo como voluntad y representación II, 277).

 

Aquí solamente he de recordar algo ya debatido. Según Schopenhauer, no solamente la multiplicidad de los individuos es una apariencia, sino que también el género, resumidamente: toda objetivación pura. Schopenhauer introduce la objetivación solamente como algo real entre los innumerables individuos y el punto de una cosa en sí, puesto que en verdad hubiese sido absurdo haber dejado a la lente óptica del espacio producir por sus propios medios no solamente los individuos reales de un género, sino que también al mismo género. Pero no es serio con la realidad de la objetivación y no se puede contar con la calma momentánea de un lector atento. De hecho, el espacio también produce la objetivación de la voluntad. Si Schopenhauer hubiese sido consecuente, habría debido complementar la lente del espacio con una lente auxiliar cuya única y exclusiva tarea habría sido reproducir las objetivaciones producidas por el espacio en innumerables individuos, pero, ¿de dónde servirse de una lente así y cómo denominarla? Ahí yace la dificultad.

Entonces tenemos que confrontar con una voluntad indivisa, un punto, al que, además, el espacio, para producir objetivaciones, divide de una forma maravillosa, completamente inexplicable y misteriosa. Luego el espacio divide nuevamente estas objetivaciones en innumerables individuos de la misma forma maravillosa, inexplicable y misteriosa. Ya en la cita introducida resalta que el sujeto produce por sí mismo los individuos y las objetivaciones. Aún más claro se presenta en la siguiente:

 

Pero aún menos de lo que el escalonamiento de su objetivación la afecta inmediatamente a ella misma (a la voluntad), la afecta la multiplicidad de manifestaciones en estos distintos escalones, o sea, la cantidad de individuos de aquella forma, o las exteriorizaciones particulares de aquella fuerza; ya que esta multiplicidad está condicionada inmediatamente por el tiempo y el espacio, en los cuales ella misma nunca ingresa. (El mundo como voluntad y representación I, 152).

 

¡Qué curioso: aún menos! ¿Dónde se encuentra ese más o ese menos? ¿Quién lo produce? ¿Puede, por ejemplo, estar expresado allí que la objetivación se encuentra libre del espacio, del tiempo y de la materia, pero no libre de la forma del ser objeto para un sujeto? ¡Sí, eso debió haber querido expresar! Pero hemos de ver en la estética cómo es por completo insostenible, de hecho, cuán carente de sentido es precisamente esta doctrina de las ideas de Schopenhauer.

En tanto hemos de pasar por alto un instante todas estas cosas y fijarnos en la otra explicación de la objetivación, de que ella es un acto volitivo de la cosa en sí que es una sola. Quizás podamos lograr para ella, a pesar de todo, un costado más conveniente. Es claro que un acto volitivo tal como ese no es comparable en lo más mínimo con un acto volitivo del hombre. La voluntad una quiso ser un roble y fue un roble; quiso ser un león y fue un león. Naturalmente estamos hablando solamente del ser del roble y del león, y no de cosas tal como las ve el sujeto, no de objetos. ¡Muy bien! Ellos ya estaban allí entonces. Pero, ¿qué está vivo en ellos? ¿Ha otorgado constantemente la voluntad una parte de su esencia a cada objetivación y la última objetivación es el resto de su fuerza, de modo que ella se encuentra por completo en todas las objetivaciones reunidas? Que no,dice Schopenhauer, eso ciertamente no.

 

No es el caso, por decir, que una menor parte de ella esté en la piedra y una mayor en el hombre. (El mundo como voluntad y representación I, 152).

 

La voluntad de vivir está presente completamente en cada ser, incluso el más insignificante, lo está de forma indivisa, tan íntegramente como en todos aquellos que estuvieron, están y estarán, tomados en conjunto. (Parerga II, 236).

 

Esto es inconcebible y contradice nuestras leyes del pensamiento. Schopenhauer también caracteriza al tema como uno totalmente trascendente (El mundo como voluntad y representación II, 371), luego de que él haya sostenido en la página 368:

 

La unidad de la voluntad que se encuentra más allá de la apariencia es metafísica, además, el conocimiento de la misma es trascendente, o sea, que no atañe a las funciones de nuestro intelecto, y, por ello, no se puede captar propiamente con ellas.

Queremos destacar tercer “propiamente” que aparece ante nosotros como relevante.

Pero Schopenhauer no ha permanecido de una vez por todas en la consideración de que en el mundo existe una voluntad. Dice:

 

La metafísica va más allá de las apariencia, es decir, hacia la naturaleza que se esconde en o detrás de ella. (El mundo como voluntad y representación II, 203).

 

Lo metafísico que se encuentra detrás de la naturaleza, su existencia y su composición en partes, que por ello la domina. (Sobre la voluntad en la naturaleza, 105).

 

Y, de hecho, Schopenhauer es un filósofo trascendente, un metafísico puro. En efecto, muy a menudo, el caracteriza con gran ostentación a su filosofía como inmanente, pero con un cuarto y llamativo “propiamente” da a entender que él mismo no está convencido de ello:

 

Mi filosofía permanece fija en la efectividad de la experiencia externa e interna, tal como ella es accesible a todos, prosiguiendo y comprobando la efectiva y profunda interrelación de las mismas, sin embargo, sin ir propiamente más allá hacia alguna cosa por fuera del mundo y de sus relaciones con el mundo. (El mundo como voluntad y representación II, 733).

 

La verdad, tal como hemos de ver cada vez más claramente, es que él “propiamente” ingresa en el océano libre de costas y “los bancos de niebla y los hielos prontos a derretirse” (tal como afirma Kant) son tenidos por nuevas tierras.

Así, la voluntad resulta una unidad que habita detrás del mundo, que lo hace participar de su existencia y composición, una unidad en la cual debo creer antes de haber reconocido claramente en mí la voluntad individual. ¡No! ¡Jamás! Si es necesario creer, entonces toda persona sencilla habrá de creer en lo más simple y al mismo tiempo más digno. Pero más simple y más digno que el ordenamiento del mundo schopenhaueriano es sin dudas el teísmo judeo-cristiano, que en sí es consecuente y no es por completo absurdo. Schopenhauer pide algo imposible. Primero debo creer que las objetivaciones de esta voluntad una se dan sin extensión ni movimiento; en sengundo lugar, que la voluntad una es la base de aquéllas, que además, y respecto a ella, no se sitúan de forma inmediata; en tercer lugar, que la voluntad una se halla por detrás del mundo. Una unidad extramundana puede adornar una religión, pero un sistema filósofico se ve deshonrado por ella.

Así la individualidad negada tomó venganza por primera vez en el ámbito de la voluntad. Además hemos de verla propinar un golpe aún más aniquilador.

 

 

Pero, ¿cómo se presenta esto con una unidad en el mundo? ¡No de mejor modo! La naturaleza que jamás miente muestra por todas partes solamente fuerzas individuales que se desarrollan, que, tal como he señalado, de ningún modo hacen de la idealidad del espacio y tiempo meras apariencias. En la autoconciencia se devela la fuerza como voluntad individual. Únicamente con una violencia manifiesta esta voluntad individual puede fundirse en esta voluntad una, indivisible, oculta y trascendente. El panteísmo es insostenible. Solamente el materialismo en apariencia ha fundido el mundo en una unidad simple. Pero he comprobado que eso mismo carece de sustento, y tampoco puede sostenerse por un largo tiempo.

He predicado sobre una unidad originaria, sin embargo se ha perdido de manera irrecuperable. En un ámbito trascendente destruido la auténtica filosofía inmanente debe postular una unidad pura, simple, en reposo y libre. Nuestro pensamiento no puede abarcar o captar ni a aquella misma, ni a su reposo, ni a su libertad. Apenas podemos rozar levemente esa unidad y debemos comenzar en el ámbito inmanente por una totalidad de una voluntad individual, que se desarrolla con una estricta necesidad.

La voluntad individual es un hecho de la conciencia interna que se ve corroborado permanentemente por la conciencia de otras cosas. En tanto, la experiencia demuestra cada vez el contexto dinámico de todas las voluntades individuales. Éstas encuentran su explicación completa en la unidad premundana. Esta unidad explica, además, de un modo completamente satisfactorio la adecuación a fines en toda la naturaleza y la libera de la teología tentadora, seductora, pero carente de fundamento: la tumba una investigación franca en ciencias naturales.

Contemplando la peligrosidad de la aceptación de un diseñador del mundo dotado de la mayor sabiduría, el viejo Kant combatió sin miramientos a la teleología y la anuló en todo sentido. La adecuación a fines de un organismo cualquiera atañe, además, a la unidad de la voluntad individual que es decisiva para éste, tal como Schopenhauer menciona acertadamente. Una consideración del mundo de acuerdo a causas finales ha de tener lugar solamente en la medida en que a partir de las causa eficientes (causae efficientes) resulte un determinado direccionamiento, al mismo tiempo que un punto en el cual en un futuro todas ellas han de converger. Pero para la determinación de ese punto es preciso tener el mayor cuidado, puesto que con ello se encuentran abiertas puertas y portones para el error. El primer movimiento de la unidad premundana, su desplome en la multiplicidad, ha determinado todos los otros movimientos siguientes, ya que todo movimiento es solamente la continuación alterada de un movimiento anterior.

 

 

Una segunda unidad subordinada que aún ahora podemos constituir, que es tan insostenible y carente de fundamento como una unidad simple que se constituya hoy en, por encima o por detrás del mundo, es el género. Es el momento propicio para que este concepto cese de producir bobadas en la ciencia, y de que sea removido sin miramientos. Schopenhauer, como metafísico puro, de corazón y con los brazos abiertos debió darlo por bienvenido al igual que a las fuerzas naturales cuya omnipresencia a la medida del espíritu se le imponía, y ahora pretendemos ver cómo los emparentó.

Si antes que nada pasamos por alto el hecho de que la objetivación no afecta a la voluntad una, ya que entonces una investigación desde el comienzo total se halla absolutamente clausurada. Pensemos por lo tanto en una objetivación real. Ella es un acto volitivo de la voluntad de vivir una manifestado en la realidad. La objetivación real no tiene forma, y por ende a lo sumo puede ser pensada y no observada, ya que de ser observada, el espacio no podría darle forma, siendo que recién con éste se diferencian los distintos individuos, a los que concede forma. ¡Pero cómo puede ser, por ejemplo, que a un león que está frente a mí lo vea uno! ¡Solamente los dioses lo saben! ¡Pero es! Todos los leones que están vivos son básicamente un león. ¿Dónde está entonces esa objetivación una del león? ¿Dónde se sostiene? Según Schopenhauer ella se encuentra contenida en cada uno de los leones individuales, pero nuevamente éste no es el caso: está detrás de todos los leones, dicho en pocas palabras, está en todas partes y en ninguna parte, o incluso, es un asunto simplemente trascendente, incomprensible para el pensamiento humano.

Si en tanto aceptamos que pueden ser comprendidos de algún modo por el pensamiento, de inmediato nos encontramos entonces ante una nueva incomprensión, ya que la objetivación no posee desarrollo alguno. Se entrona en un solitario reposo, carente de movimiento, invariable, por encima de los individuos que se generan y que desaparecen. Como dice Schopenhauer, es el arcoíris sobre la cascada. Esto es igualmente trascendente, ya que la naturaleza siempre muestra en el reino orgánico únicamente organismos en devenir.

En resumen, nosotros pretendemos invertir la objetivación y emplearla como nos plazca,nunca habremos de comprender su esencia, así como tampoco la de la voluntad una. Cada uno ha de comprobar que el más celoso empeño por conocer la objetivación ha de resultar carente de éxito, ya que la filosofía schopenhaueriana atañe a las observaciones puras a priori del tiempo y del espacio, a las que no se permite conceder movimiento y extensión a la cosa en sí. El espacio y el tiempo en el sentido kantiano, una voluntad indivisible, objetivaciones sin forma ni desarrollo, todos estos principios son errores y cada uno de ellos arrastra hacia los otros, son una ciénaga de errores.

A esta objetivación por completo trascendente responde también el género según Schopenhauer. Él habla sobre una vida del género, de una duración infinita del género en oposición al carácter perecedero de los seres particulares, de la relación de servidumbre en la que el individuo se halla respecto al género, de la potencia del género, etc. Afirma:

 

No en el individuo, sino que solamente en el género es donde se deposita la naturaleza. (El mundo como voluntad y representación I, 325).

 

Vemos que la naturaleza, partiendo desde el escalón de la vida orgánica, solamente posee una intención: la del mantenimiento de todos los géneros. (Ibídem II, 401).

 

El género del que se está hablando aquí es también trascendente, al igual que la objetivación de la voluntad una en el ámbito orgánico que es idéntica a él. Lo que vale para uno, vale para la otra, y por ello podría interrumpir este tema, a fin de retomarlo nuevamente en la ética, donde el género se muestra bajo una luz especial. En tanto, el concepto de género, frente al concepto de objetivación, tiene la ventaja de ser uno largamente conocido y que bajo este concepto siempre y por todos es pensado algo muy sencillo. Schopenauer no pudo ignorar esto tan sencillo y entonce hemos de observarlo, ya que, en contra de la voluntad, a la verdad le concedemos este honor en las dos primeras de las siguientes citas y en el final de la tercera:

 

Los pueblos son propiamente (!) meras abstracciones, únicamente existen en verdad los individuos. (El mundo como volutad y representación II, 676).

 

Los pueblos existen simplemente in abstracto: los individuos son lo real. (Parerga I, 219).

 

De acuerdo a ello, el ser en sí de cada ser viviente se halla inmediatamente en su género; éste, sin embargo, posee su existencia únicamente en los individuos. (El mundo como voluntad y representación II, 582).

 

La última cita, en su conjunto, es precisamente tremenda y daña profundamente el espíritu de Schopenhauer. ¡Cuán violentamente es separada por él la existentia de la essentia. Además, es un comentado ejemplo de la forma en que Schopenhauer se acomodaba para comprender algo que precisaba poseer. -La verdad es que el género no es otra cosa más que un concepto muy usual que abarca muchos elementos reales de un mismo tipo o similares. Así como todos los alfileres son abarcados por el concepto de alfiler, todos los tigres caben en el concepto de tigre. Pretender hablar del género en algún otro sentido es por completo equivocado.

Si hoy todos los tigres dejan de existir, también se irá con ello el género tigre, y el concepto que por algún motivo logre mantenerse (como sucede con el pájaro dodo) no ha de poder ser completado con nada real que sea observable. El ser particular posee su existencia y su esencia no como préstamo de un género metafísico de ensueño. Solamente existen individuos en el mundo y cada uno de los mosquitos de un mosquerío posee una total y completa realidad.

Sugiero entonces que en ciencias no se siga hablando de la vida del género, de la infinitud del género, etc., sino que se emplee el género solamente como concepto, sin ningún otro tipo de pensamiento de fondo.

 

 

En la más íntima conexión con todos estos errores se encuentra la aseveración falsa de Schopenhauer: todas las causas son causas ocasionales. Recordemos cuán violentamente debió introducir en su teoría del conocimiento la causa entre la fuerza y el efecto, porquea los fenómenos, en cuanto tales, no les corresponde realidad alguna. Esa falla en el fundamento se extiende también en el mundo como voluntad.

Malebranche había enseñado que Dios es lo único que actúa en las cosas, de modo que las causas físicas son simplemente aparentes, causes occasionelles. Lo mismo sostiene Schopenhauer, únicamente que sitúa a la voluntad una indivisible en el lugar de Dios. Naturalmente debió destacar esta notable coincidencia y en El mundo como voluntad y representación I, páginas 163 y 164, no encuentra suficientes palabras de elogio para Malebranche.

 

Sí, debo admirarme de cómo Malebranche, completamente cautivo de los dogmas positivos que en su época influían irresistiblemente, y aún en esos carriles y bajo tal lastre, pudo hallar la verdad tan felizmente, tan acertadamente, y a pesar de ello pudo combinarla con esos dogmas, o al menos con el vocabulario de estos mismos.

 

Aún así Malebranche tiene razón: toda causa natural brinda solamente ocasionalidad, un motivo para la manifestación de aquella voluntad una indivisible. Esa manifestación de la voluntad una evoca vivamente la manifestación de Jehová en el Monte Sinaí como una zarza ardiente.

Y entonces se lee el ejemplo que en verdad pone los pelos de punta en El mundo como voluntad y representación I en las páginas 160 y 161. Uno cree estar soñando. Los efectos simples que proceden de la naturaleza del hierro, del cobre, del cinc, del oxígeno, etc., de estos individuos inorgánicos de un carácter totalmente definido y con estados cambiantes, son transformados violentamente en manifestaciones de la gravedad, de la impenetrabilidad, del galvanismo, del quimismo, etc., cuyas fuerzas se hallan en su totalidad por detrás del mundo y que alternadamente han de fortalecerse en esta materia única.

Como hemos visto anteriormente, Schopenhauer dividió las causas en: causa en el sentido más estricto, estímulo y motivo. Son todas causas eficientes, pero en cuanto tales, son solamente causas ocasionales. Junto a ellas se desarrollan también las causas finales, si bien él, al igual que Kant, desechó la teleología, explica:

 

Como motivos que actúan sobre un ser para el cual ellos no son conocidos. (El mundo como voluntad y representación II, 379).

 

La causa eficiente (causa efficiens) es aquella por medio de la cual algo es, la causa final (causa finalis) es aquella por qué es eso. (Ibídem, 378).

 

En efecto no podemos figurarnos claramente una causa final de otro modo que no sea como un propósito proyectado, es decir, un motivo. (379).

 

Frente a ello tengo mis reservas. Solamente el hombre puede actuar según causas finales, a las que Kant tan bellamente ha denominado causas ideales, y nuevamente éstas son, consideradas en su fundamento, simples causas eficientes, en resumen, en el mundo hay únicamente causas eficientes. Todo movimiento es simplemente la consecuencia de un movimiento precedente y así todos los movimientos pueden ser remitidos a un primer movimiento, que no estamos en condiciones de comprender (desplome de la unidad en individuos, primer impulso). Tal como Kant sostuvo muy acertadamente, la teleología como principio regulativo es de inmensa utilidad, pero uno debe servirse de este principio con el más extremo cuidado.

Lo repito, solamente hay causas eficientes en el mundo, y de hecho, las cosas en sí actúan directamente sobre las cosas en sí.

Al concepto de causa ocasional le concedo validez sólo como aquello que en la vida cotidiana se llama causa inocente.

 

 

Además, he de criticar que Schopenhauer no diferenció las cualidades volitivas (propiedades del carácter, rasgos del carácter) de los estados de la voluntad. Al igual que Spinoza (en Ética parte III) expone ambas cosas confundidas de un modo colorido. La ira, el miedo, el odio, el amor, la tristeza, la alegría, el gozo por el mal ajeno, etc. se sitúan junto a la crueldad, los celos, la dureza de corazón, la injusticia, etc.

Este pecado por omisión tuvo terribles consecuencias que más que nada se manifiestan en la estética en el tratamiento de la música, ya que en definitiva la música atañe a los estados de la voluntad humana.

 

 

La división de la naturaleza que hace Schopenhauer, tal como he señalado, es por completo deficiente, puesto que él no podía atribuir realidad alguna a las manifestaciones. Las manifestaciones son extensas, se generan, se corrompen, se mueven, actúan unas sobre otras, totalmente así como lo expone a diario la observación, -pero ellas son solamente un producto del sujeto, elaborado por sus propios medios, sirviéndose de la ayuda de sus dos lentes mágicas: el espacio y el tiempo. Detrás de las manifestaciones se entrona, en un eterno reposo, la voluntad una e indivisible, que es un punto carente de movimiento, pero que sin embargo, de un modo completamente incomprensible, ¡ha de ser aquello que actúa en el mundo, lo que en él se está manifestando!

De qué forma estas cadenas de elaboración propia han apresado y sometido a este gran hombre. No es un milagro que a menudo su espíritu se haya sacudido para poder respirar libremente. ¡Pero qué perspectiva nos ofrece entonces Schopenhauer! Se ha olvidado de la idealidad del espacio y del tiempo, se ha olvidado de que el individuo y la objetivación no atañen a la voluntad una, se ha olvidado de que las causas son meras causas ocasionales, se ha olvidado de la Crítica de la razón pura y del mundo como representación: él sencillamente considera los fenómenos como cosas en sí, extendidos en el espacio real y en el tiempo real.

Con mayor claridad se observa esta forma de proceder en las secciones: Sobre la filosofía y la ciencia de la naturaleza (Parerga II, 109 – 189) y Anatomía comparada (Sobre la voluntad en la naturaleza). En la primera Schopenhauer comienza con la luminosa niebla primigenia de la cosmogonía laplaceana y concluye con el mundo actual. Se expone minuciosamente cómo la voluntad de vivir se objetivó “paulatinamente”, “poco a poco”, “según pausas medidas”, dejando atrás un escalón tras otro, hasta que el hombre superó el gran encadenamiento de revoluciones violentas y apareció en escena. De hecho, su conciencia se vuelca por aquí y allá y además se remarca que básicamente toda la exposición habría de tratarse de un chiste si no se emplazase un sujeto cognoscente, a fin de percibir estos procesos. -Sin embargo, la verdad se hace de la victoria y el filósofo idealista debe conceder:

 

Que todos los procesos físicos, cosmogónicos, químicos y geológicos ya expuestos han de preceder por mucho a la irrupción de la conciencia, puesto que ellos son necesarios como condición para ello, y que existen precisamente desde antes de esta irrupción, es decir, por fuera de la conciencia. (Pág. 150).

 

Pero cuán elocuente es esta lucha de los idealistas kantianos contra el desarrollo real. Cuán conmovedoramente se empeña este gran hombre en poner en sintonía el desarrollo real, que está forzado a reconocer, con el tiempo ideal, que se aferra con razón. Pero no resultó debido a que él creyó que el tiempo es una observación pura a priori de carácter infinito.

La otra sección es aún más interesante, ya que en ella Schopenhauer ataca la fascinante teoría de la descendencia de Lamarck, de la cual, como es sabido, proviene el darwinismo.

Naturalmente, ante sus ojos ella no halla piedad alguna. Se ríe con desprecio de la aseveración de que las especies hayan surgido paulatinamente, en el transcurso del tiempo, a través de sucesivas generaciones, y deja como lastre el “genial y absurdo error” a una metafísica que en Francia se ha quedado atrás.

 

Por ello Lamarck no puede pensar su construcción del ser de otro modo que no sea en el tiempo, por sucesión. (Pág. 42).

 

Pero también aquí uno habría de equivocarse si creyese que Schopenhauer se mantuvo firme en su consideración. Ya en lo anterior hemos visto que se vio forzado a reconocer el desarrollo real. En la página 163 de la sección en cuestión se ocupa con total seriedad de un surgimiento de las especies por medio de la sucesión real.

 

Su surgimiento (se refiere a las especies de los animales superiores) solamente puede ser pensado como generatio in utero heterogeneo, por consiguiente que proviene del útero, o más bien del huevo, de una pareja animal especialmente favorecida, luego de que precisamente en ella se haya acumulado y aumentado por encima de lo normal la fuerza vital de la especie reprimida por algún motivo, pero ocurriendo exclusivamente una vez, en un momento afortunado, en la situación correcta de los planetas y en conjunción de todos los influjos atmosféricos, telúricos y astrales favorables, excepcionalmente no siendo más que sus semejantes, pero sin embargo estando su figura destacada en un escalón superior, de modo que esa pareja, en esa oportunidad, no haya engendrado un individuo, sino más bien una especie.

 

En las obras de Schopenhauer las perspectivas opuestas, como corderos en la pradera, se encuentran amistosamente una junto a otra: a menudo las separa solamente un espacio de pocas páginas.

 

 

El movimiento real negado en la teoría del conocimiento y la individualidad descartada, como espíritus ofendidos acerca de los cuales narran nuestros cuentos, surgieron en el mundo como voluntad de Schopenhauer y transformaron esa genial concepción inmortal de que todo aquello que posee vida es voluntad en una caricatura y farsa. En vano intentó Schopenhauer invocar estos espíritus: la fórmula mágica de que el espacio sea un punto y que el tiempo sea una conexión a posteriori de la razón estaba vedada para él.

Y en los siguiente se deslizaron estos espíritus irreconciliables, a fin de envenenar su estética y su ética.