El sueño de la razón produce monstruos

Javier Omar Costa Puglione

El sueño de la razón produce monstruos *

 

 

Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.” Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”

 

Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.

JORGE LUIS BORGES

 

 

 

 

En el libro ¿Qué es el hombre?, Martin Buber (2018) explica que el mundo, para un medieval es una especie de casa acogedora, puesto que vive tranquilo en él, bajo la mirada vigilante y protectora de Dios. Una serie de esferas fijas lo rodean y abajo, como un sótano, está el infierno. Si bien los golpes de Copérnico echan la casa abajo y el hombre se encuentra a la intemperie y solo, librado así mismo (p. 70), siguen aún vigentes grandes sistemas filosóficos, que pretenden otorgar un poco de seguridad. Gottfried Leibniz, verbigracia, cree que todo está determinado; Dios distribuye en justo equilibrio, el bien y el mal —del modo que sea mejor para el mundo y para el hombre—. Este posee el libre arbitrio, que es su arma de salvación o de perdición, según su elección. Los hechos los determina Dios; la acción humana es producto de su propia elección ante cada caso particular. Sin embargo, lo cierto es que este sistema, al que se aferra mucha gente durante el siglo xviii no es una explicación total; no logra paliar la soledad del hombre en el Cosmos. Recién cuando el hombre llegue a creer en lo ilimitado de sus posibilidades, vuelve a sentirse protegido aunque sea temporariamente. En su nueva casa, construida por sus propios medios —el hombre tiene conciencia de ello—, la ciencia ocupa el lugar que antes tenía Dios. Aunque ha surgido la conciencia de infinito, la ciencia aparece un modo seguro de integración al Cosmos. Con ella como bandera y como arma del hombre se lanza a su conquista.

Pero, la confianza ilimitada en la ciencia es palpable recién en el siglo xix. El siglo xviii será un siglo de cartesianismo y un siglo de soledad. El hombre, indefenso ante el mundo, vuelve sus ojos al hombre. Por eso, desprecia la metafísica y da al término filósofo un sentido muy especial: la palabra pasa a designar a los que procuren resolver problemas económicos, políticos, morales. En fin, filósofo es el que se preocupa por la felicidad del hombre sobre la tierra.

 

 

La obra artística «El sueño de la razón produce monstruos» es un grabado que está incluido dentro de una serie titulada «Los caprichos» compuesta por una serie de 80 estampas, de la que esta es la número 43, y una de las más famosas por su propuesta estética. Es pintada alrededor de 1799 —según lo ha estimado la crítica—, por el español Francisco de Goya y las técnicas empleadas en el grabado son dos: el aguafuerte y el aguafuerte. La primera equivale al dibujo en sí mismo y, la segunda, es la que le permite generar los contrastes fuertes y las gradaciones del blanco al negro, entre otras, a nivel de matizaciones y detallismo.

El grabado ha ofrecido, diacrónicamente, diferentes modalidades de exégesis. Es en este sentido, no solamente un clásico puesto que su vigencia es indiscutible e ineludible, sino una obra creada en el énfasis de la concepción multívoca del arte. Conviven, actualmente, en ese devenir, tres grandes interpretaciones que conforman el complejo perfil artístico de F. de Goya: el de artista de la Ilustración, medio epigonal; el del artista que inicia el siguiente período, el Romanticismo e, inclusive, el F. de Goya precursor de los movimientos o corrientes de vanguardia —como manifestación catafórica del Surrealismo—. Por lo tanto, las potencialidades de análisis son múltiplemente ideológicas, culturales, históricas, simbólicas y estéticas.

Estudiar el grabado y su frase conduce a razonamientos antitéticos. F. de Goya es indudable defensor del siglo en que nace: el Siglo de las Luces o también denominada Ilustración o Neoclasicismo. Entonces, la Razón es, para los hombres ilustrados y para él, la máxima musa de inspiración: el Eros, la pasión por la Razón como principio del espíritu crítico que la sociedad debe poseer para el progreso y el avance; que la Razón —luz, claridad— todo lo domine y que despoje a la ignorancia del plano del hombre, signada por la oscuridad y el mal. La razón y la experimentación se convierten, definitivamente, en los principios del conocimiento y ya no se vuelve a hablar de la revelación[1].

En el microcosmos del grabado coexisten diferentes personajes: el primero, que es el mayor emblema de atención, el hombre sentado —intelectual, artista, pensador— sobre su escritorio, rodeado de otros, como el gato, los murciélagos y las lechuzas.

El erudito es el símbolo de la razón que, exhausto por su trabajo filosófico y creativo, descansa, rendido mentalmente por él, es decir, agotado de pensar, decide dar riendas sueltas al reino de la imaginación, y de la fantasía, situación que se produce, tal vez, a consecuencia del acto de dormir, que es uno de los significados que alcanza el vocablo «sueño» que aparecido como significante en la leyenda del grabado. Otra viabilidad semántica, tal vez, con menor nervio, es el «sueño» como protección de los monstruos que lo acosan y, por lo tanto, su actitud es cuidar su cabeza entre sus brazos. El mundo onírico conecta con el terreno de las pasiones y de los instintos más oscuros del ser humano donde, evidentemente, la razón no tiene cabida. En las Coplas a la muerte de su padre, el poeta Jorge Manrique, en su copla 1, exhorta por medio del «yo lírico» a estar atento ante el «sueño» y lo invita a contemplar la realidad del mundo y las circunstancias de la vida tangible: «Recuerde el alma dormida / avive el seso y despierte […]» (Salinas, 1962, p. 140). Olvidar la vida de la razón equivale a estar muerto en vida. Por ende, F. de Goya aboga porque esa razón permanezca viva como buen pensador del Iluminismo. No obstante, no es reduccionista en sus pensamientos y sus alcances en la pintura hacen que involucre al espectador, al filósofo, al crítico en una aventura del razonamiento: proclama la defensa de los discursos de la Modernidad[2], en su perspectiva racionalista y también dialoga con otras «verdades» que entran en crisis al albor y calor de los discursos de la época romántica, donde el genio debe desarrollarse en torno a las esferas de la imaginación para poder emanciparse de sus «monstruos» que combaten en su interior, en una especie de exorcismo creativo. Al reconocer que existen demonios reconocibles por vías epistemológicas en la intimidad ontológica del ser, no solo les otorga vida, en términos de «actos performativos» —en palabras de J. Austin (1992)—, sino que reconoce la importancia de los espacios que ellos cumplen en la existencia y de los que hay que ocuparse, así sea en instancias como es el sueño, actividad que hasta el momento, no es tenida en cuenta como forma fáctica de experiencia sensible[3]. Uno de los filósofos que provee de relieve a estas consideraciones es Immanuel Kant porque, con su obra Crítica del juicio, se produce una ruptura en el paradigma ideológico de la Modernidad al establecer que las formulaciones del juicio del gusto provienen no de los objetos, sino de las conmociones del sujeto: la subjetividad construye objetividad. La hermenéutica realiza un giro: la hermenéutica no está en los objetos, están en las esencias espirituales del sujeto.

Puede entenderse que la noche es el momento del día representado, denotativamente, por medio de las imágenes de animales nocturnos tales como el gato que observa la escena, las lechuzas y los murciélagos —estos dos últimos que aparecen con frecuencia en la nocturnidad—. Aunque si se olvida la denotación racional y se transporta a los planos connotativos e irracionales, los monstruos no solo están en la noche lógica, sino que acompañan a cualquier ser humano en todos los momentos del día. De ahí que la atmósfera a la que se ciñe el grabado sea onírica. «Dios ha muerto» enuncia Friedrich Nietzsche, a lo que puede agregarse que lo está tanto de día como de noche. El hombre, por lo tanto, está en soledad y debe resistir triunfando con el uso de su razón ante ese mundo hostil, caótico y negro y, si ella le fallara, salvarse con ayuda de su idealismo que no caiga en el barranco del realismo puro (en caminos de la lógica pura), y por consiguiente, morir de tanta realidad. Es importante dejar claro que para F. de Goya no hay que atarse al solamente a un extremo, es decir, quedarse solo en el mundo de los mitos que implicaría aceptar como única verdad el ensueño, la oscuridad y con ella quizás las esclavitudes a un mundo idealizado, pero tampoco reconocer a la razón como único vector del pensamiento, porque el exceso de pragmatismo no libera al hombre de las ataduras de su mente[4]; según I. Kant, en la razón hay «luces», pero también «sombras».

El gato, en el grabado, tiene una interpretación ambigua también. Por un lado, puede simbolizar en el código de lo negativo, la muerte y las tinieblas pero, también posee atributos en el código de lo positivo porque, al estar atento, quizás esté protegiendo a su amo. Hans Biedermann (1996) amplía con respecto a la naturaleza simbólica del gato, esa doble condición:

El querido animal doméstico de nuestro tiempo, que apenas se emplea más que como exterminador de ratas y ratones, tiene en el simbolismo una fama predominantemente negativa. Fue domesticado hacia el 2000 a.C. en el antiguo Egipto a partir del gasto agrisado nubio, mientras que allí ya se conocía hacía tiempo el gato de los cañaverales, de rabo corto y que en el «Libros de los muertos» destroza a la maligna serpiente Apophis. El gato domestico sustituyó pronto a los dioses leones; los diosa de los gatos Bastet era en épocas más antiguas una leona, pero después se momificaron a menudo gatos y se representaron como figuras de mujer con cabeza de gato. […] Se pensaba que especialmente los gatos negros eran poseedores de poder mágico y se decía incluso que sus cenizas esparcidas en los campos mantenían alejadas a las criaturas dañinas. Entre los celtas, los gatos simbolizaban las potencias malignas y a menudo se los sacrificaba, mientras que entre los germanos del norte, la diosa Freya estaba representada en un carro tirado por gatos. (p. 209).

Otro de los símbolos regentes es la lechuza. Hay una que se destaca en un primer plano por poseer las alas abiertas y ser, desde su diseño de mayor tamaño que las otras. Según J. E. Cirlot (1992), la lechuza en el sistema de jeroglíficos egipcio «simboliza la muerte, la noche, el frío y la pasividad. También concierne al reino del sol muerto, es decir, del sol bajo el horizonte, cuando atraviesa el lago o el mar de las tinieblas» (p. 270). Pero, para Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (2009), la lechuza si bien tiene «una desagradable reputación de ladrona y que consideramos símbolo de fealdad» es también «emblema de Atenea» o Minerva por ser diosa de la sabiduría o, en el clima onírico, de la firme presencia de la razón durante el sueño —imposible de concebir según las «verdades» de la filosofía de la Modernidad—.

En conclusión, el grabado en su totalidad encarna la confrontación permanente de la luz y de la sombra como gran protagonista y agonista en una belleza del oxímoron que traspasa como con rayos oníricos a la «realidad» y viceversa, en un eterno juego de (dis)continuidades donde no se percibe con la claridad —a pesar de la «claridad fácil» en términos de V. Basso Maglio— de los significantes-palabras y la complejidad de los significados-símbolos de los discursos quebradizos de la Modernidad a la luz de los de rupturistas y venideros del s. xx y su continnum. En fin, al evocar «Cambridge», de J. L. Borges: «Somos nuestra memoria, / somos ese quimérico museos de formas inconstantes, / ese montón de espejos rotos.» (Borges, 1999, p. 359).

 

 

Referencias bibliográficas

 

Austin, J. (1992). Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona: Paidós.

Basso Maglio, V. (1928). La expresión heroica. Montevideo: Biblioteca Alfar.

Berman, M. (1989), «Marshall Berman: Brindis por la Modernidad». En: Nicolás Casullo (ed.). (1989). El debate Modernidad Pos-modernidad. Buenos Aires: Ed. Punto Sur. pp. 67–90.

Biedermann, H. (1996). Diccionario de símbolos. Barcelona: Paidós.

Borges, J. L. (1999). «La esfera de Pascal» en Otras Inquisiciones, recogido en Borges, J. L. (1999). Obras completas, tomo II. Barcelona: Emecé. pp. 14-16; p. 359.

Buber, M. (2018). ¿Qué es el hombre? [trad., Eugenio Ímaz—2ª ed.]. México: FCE.

Cirlot, J. E. (1992). Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor.

Chevalier, J. y Gheerbrant, A. (2009). Diccionario de símbolos. Barcelona: Herder.

Habermas, J. (1989), «Jürgen Habermas: Modernidad: un proyecto incompleto». En: Nicolás Casullo (ed.). (1989). El debate Modernidad Pos-modernidad. Buenos Aires: Ed. Punto Sur. pp. 131–144.

Laplanche, J. y Pontalis J-B. (2012). Diccionario de Psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.

Salinas, P. (1962). Jorge Manrique o tradición y originalidad. Buenos Aires: Sudamericana.

 

*Trabajo realizado en el marco del desarrollo del curso “Estética: el arte y la belleza en sus configuraciones históricas”. Prof. Verónica Parselis – FLEO – USAL – 2018.

 

[1] Por consiguiente, René Descartes enseña la reflexión lógica; los empiristas ingleses, sobre todo Locke, la búsqueda de los hechos positivos. Y Spinoza, se ha atrevido a dar in ejemplo de crítica de la revelación. El hombre está, pues librado a sus fuerzas. Pero, las siente importantes.

[2] Para Jürgen Habermas (1989), el término «modernidad» es una suma de complejidades de la historia y en el desarrollo de su exposición plantea un extenso «debate» sobre la aparición de la concepción de lo moderno, antes del Renacimiento, en él propiamente dicho, hasta la época de las vanguardias históricas al entender que el proyecto de la modernidad está aún incompleto: «En una palabra: el proyecto de la modernidad todavía no se ha realizado. Y la recepción del arte es sólo uno de sus aspectos. El proyecto intenta volver a vincular diferenciadamente a la cultura moderna con la práctica cotidiana que todavía depende de sus herencias vitales, pero que se empobrece si se la limita al tradicionalismo.» (p. 142). Y, por su parte, Marshall Berman (1989) agrega a las reflexiones de J. Habermas una división de la historia de la Modernidad y expresa que hay diferentes tiempos para la Modernidad; es así que tenemos una primera modernidad que va desde principios del s. xvi hasta fines del s. xviii, donde comienza la modernidad ideológica; otro segundo momento, que se ubica desde fines del s. xviii hasta finales del s. xix, que inicia con la Revolución Francesa y se produce la Modernidad social y política; y, por último, una tercera fase, que se origina en el s. xx hasta 1985, que aboga por una Modernidad estética. (pp. 67-69).

[3] Desde perspectivas freudianas, bien permeadas del siglo xx, el análisis de los sueños cobra otros sentidos a los que, sin lugar a dudas, F. de Goya abona con sus obras y sus pensamientos, hasta llegar a ser tenido en cuenta por los creadores surrealistas. En los manifiestos literarios surrealistas, André Bretón expone la señera figura de S. Freud para fundamentar su visión del mundo y del arte. En este sentido, Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis expresan con respecto al «sueño»: los sueños son «cumplimientos de deseo», constituyen una «escisión» dentro del campo de la conciencia y «disfrutan de una cierta indulgencia de la censura para con sus creaciones. Examinando su estructura, se aprecia que el motivo del deseo que interviene en su producción ha mezclado el material de que están formados y ha alterado su orden para constituir un nuevo conjunto.» (2001, p. 418). Al tener en cuenta estos aportes de S. Freud, puede apreciarse que F. de Goya cree, posiblemente, en los sueños como posibilidad de expresar la vida también y que ellos, como la razón, son dos caras de una misma moneda y de las que el hombre no puede escapar. Al aceptarlas y plasmarlas en un grabado como el n°. 43 deja en claro que su posición no es una ni otra, no se coloca en una sola antípoda, sino que las ve como integradoras de un mismo proceso vital: consuma el ideal romántico, de la uniformidad dentro de la variedad y expone la belleza al demostrar las verdades abstractas y universales por medio de metáforas, símbolos o alegorías bellas que integran no la belleza abstracta y única, sino las múltiples y abstractas, sin dejar de expresarse mediante figuras concretas. La integración de lo bello y de lo feo, además, es un postulado romántico que, ya en el prefacio al drama Cromwell de Víctor Hugo se fundamenta con creces y es tenido en cuenta por algunos críticos del período como el primer manifiesto literario del movimiento decimonónico de principios del s. xix.

[4] La razón es la que produce monstruos cuando funciona en la noche, es también la que, cuando se ausenta y se dedica a soñar, produce pesadillas de las que el hombre debe hacerse cargo para comprender un poco, al menos. Las fuerzas del pensamiento nietzscheniano son fundamentales para entender que la unicidad de los discursos de la Modernidad han hecho que el hombre creyera verdades instituidas como las ópticas del positivismo bajo las que habían pasado los discursos científicos, los discursos del racionalismo y de la moral cristiana. F. Nietzsche es un filósofo crítico que coadyuva a explotar, a dinamitar esas «verdades» absolutas de los discursos de la Modernidad y abrir otras zanjas en el pensamiento del dinámico s. xx.