Sócrates y el determinismo psicológico. Respuesta de Henri Bergson a Alfred Fouillée.

Por Jorge Martin

 

El interés por la figura de Sócrates atraviesa toda la producción filosófica de Henri Bergson, desde el llamado Cahier noir (de 1884-1885) hasta Les deux sources de la morale et de la religion (de 1932). En el primer capítulo de esta última obra distingue dos clases de sociedades (la cerrada y la abierta) que remiten a dos fuentes: la presión y la aspiración. Mientras que la moral cerrada se reduce a fórmulas impersonales, la moral abierta se encarna en personalidades excepcionales, como los santos del cristianismo, los profetas de Israel, los arhats del budismo o los sabios griegos, entre otros. La emoción que suscitan en nuestra alma no es una coacción sino una atracción más o menos irresistible. Se convierten en modelos o ejemplos que aspiramos a imitar bajo una forma original. Es así que Sócrates ha sido el inspirador de todas las grandes filosofías de Grecia, aun sin haber escrito nada.

Lejos de adjudicarle un racionalismo estrecho y decadente, como hiciera Nietzsche, Bergson, sin negarle su espíritu apolíneo, destaca que su religiosidad trasciende los límites de la mera razón: “En efecto, Sócrates pone por encima de todo la actividad racional, y más especialmente la función lógica de la mente. […] Jamás se ha colocado más alta la razón, y esto al menos es lo que primero sorprende. Pero miremos más de cerca. Sócrates enseña porque el oráculo de Delfos ha hablado. […] Le acompaña un <demonio> que hace oír su voz cuando es necesaria una advertencia. […] En una palabra, su misión es de orden religioso y místico en el sentido en que tomamos hoy estas palabras; su enseñanza, aunque perfectamente racional, pende de algo que parece sobrepasar la pura razón”[1]. Por esta motivación supra-intelectual, también sostiene que el espíritu socrático, despojado de la dialéctica y de la metafísica platónicas, se continúa en el misticismo alejandrino, y en particular en Plotino.

 

Es en este marco que voy a hacer referencia al abordaje que realiza Bergson del pensamiento socrático en torno del problema de la libertad. Libertad, no en su dimensión política (como se suele comprender cuando los griegos hablan de ελευθερια), sino en el sentido psicológico o metafísico de la palabra, entendida como una libre elección que implica, al menos parcialmente, contingencia o indeterminación (y es por lo que también se le da el nombre de libre albedrío). Para ello voy a recurrir a unas lecciones que dictó en 1904-1905 en el Colegio de Francia, curso que ha sido publicado por primera vez el año pasado.

Desde su punto de vista, la creencia en la necesidad universal ha predominado en la historia de la filosofía, y esto desde los primeros pensadores griegos (si bien solo de manera implícita se les puede atribuir teorías deterministas puesto que el problema de la libertad como tal aún no se había planteado, lo cual recién sucedería con los estoicos). Y mientras que dicha idea ha progresado de manera continua a lo largo del tiempo, siempre precisándose y perfeccionándose (sobre todo, en la Modernidad), las doctrinas de la libertad han evolucionado de manera irregular, discontinua, como si la aparición de cada nueva intuición de la libertad fuese una especie de explosión o erupción. Para nuestro autor, solo ha habido dos o tres de estas grandes explosiones en la historia de la filosofía, siendo la primera la de Sócrates.

En efecto, si dejamos de lado su intuición propiamente dicha (o sea, su conciencia inmediata, su sentimiento inmediato), el pensamiento socrático presenta los caracteres exteriores propios de las filosofías de la libertad. Estos rasgos son los siguientes: 1°. Una tendencia a considerar aparte las cuestiones humanas, separadas del resto de la naturaleza; 2°. Como consecuencia de lo anterior, una inclinación a limitar las ciencias positivas; 3°. Una preferencia por la observación interior, desviando la atención del exterior al interior; 4°. Si bien no es esencial a la creencia en la libertad, una predisposición al sentimiento de unión con algo superior, es decir cierto misticismo.

Todas estas características se encuentran en la filosofía de Sócrates. Él se desentiende del estudio de la naturaleza para concentrarse en los acontecimientos humanos; rechaza la física de su época por su carácter arbitrario y fantasioso; inspirado en la máxima délfica del “conócete a ti mismo”, llama la atención del hombre sobre su interior, interpretándola como un consejo práctico para discernir lo que se sabe y lo que no, lo que se puede hacer y lo que no; por último, apela a una voz que tiene naturaleza divina, y que de repente se hace oír (es un daímon que le es personal y al cual está íntimamente unido).

Sin embargo, más allá de estos síntomas exteriores, ha habido historiadores de la filosofía que concuerdan en plantear que existe una tendencia determinista en el pensamiento socrático. En particular, Bergson hace referencia a Alfred Fouillée, quien en 1874 publicó un libro en dos volúmenes sobre la filosofía de Sócrates. En éste, lo muestra como al fundador del determinismo psicológico, según el cual el acto está necesariamente condicionado por las circunstancias en que se produce. Fouillée se pregunta: “¿Qué lugar puede tener en la doctrina socrática este poder singular del alma que llamamos libre albedrío, y gracias al cual, aun conociendo y prefiriendo lo mejor en el pensamiento, preferiríamos lo peor en la acción?”. Y contesta: “Esta discordancia de los pensamientos y de los actos, este desacuerdo del hombre consigo mismo no puede existir en la doctrina socrática”[2].

Antes de responder a esta interpretación (que, sin duda, tiene respaldo en los textos), Bergson señala lo que considera son los tres principios fundamentales de la moral socrática, aquellos que no suscitan ninguna controversia. En primer lugar, en relación con el fin general que desea la voluntad, para Sócrates el ser humano solo puede querer lo que le parece bueno. Esto significa que todo el mundo busca la felicidad, y que ésta es un estado positivo (no meramente una negación), algo objetivo y definible.

El segundo punto es que la felicidad es idéntica a la virtud. Por paradójica que resulte, esta proposición se deriva de la primera. Si la felicidad es susceptible de caber en una definición universal, necesariamente será preciso excluir todos los elementos que son variables de una persona a otra. Es así que se dejarán de lado las pasiones violentas y, en relación con la sensibilidad, solo quedarán satisfacciones moderadas. Por eso Sócrates promueve la εγκρατεια, el dominio de sí, que implica un uso moderado de los placeres (y que posibilita el acceso a los placeres de orden superior, los placeres del espíritu). De este modo, la templanza es la base misma de la virtud y tiene por principal efecto proporcionarnos la paz interior. Además, esta calma, para ser completa, supone la paz exterior. Es necesario estar en paz con los otros al mismo tiempo que con uno mismo, y entonces la justicia va a ser el complemento natural de la virtud individual de la sabiduría.

La tercera proposición es que la inteligencia participa de modo decisivo en la búsqueda de la felicidad, y por consiguiente en la práctica de la virtud. Ésta se reduce al conocimiento y por eso, como dice Jenofonte en los Recuerdos de Sócrates, “la justicia y las demás virtudes en general son sabiduría” (III, 9, 5), o, como afirma Aristóteles en la Ética Eudemia, “las virtudes son ciencias” (1216 b 5-10). Ahora bien, si siempre se quiere lo mejor, pero no obstante se hace el mal, es que la inteligencia se equivoca, es que hay ignorancia. Supriman este error de la inteligencia, y desaparecerá la falta. La ciencia siempre produce el bien, mientras que la ignorancia siempre produce el mal, y un mal involuntario. Por eso se le suele atribuir a Sócrates la fórmula: “Nadie es voluntariamente malvado” (Ética Nicomaquea, VIII, 1113 b-1114 a; cf. Protágoras 345 d-e, Gorgias, 509 e).

Es a partir de este último planteo que Fouillée concluye en el determinismo socrático. Y lo respalda la cita de la Magna Moralia según la cual Sócrates afirmaba que “no depende de nosotros el ser hombres de bien o malvados” (I, 9, 1187 e). Bergson coincide en que, para el filósofo griego, hay en cierto sentido dos determinaciones posibles de la actividad humana. Supongamos, en primer lugar, a una persona que tuviera la ciencia perfecta, en el sentido que Sócrates da a esta palabra. No se trata del conocimiento de las cosas exteriores, de la naturaleza, sino de lo que concierne al hombre, de las cosas interiores (y que se puede adquirir por uno mismo). Imaginemos, entonces, que conociera perfectamente el bien moral y la felicidad. En estas condiciones, mediría con una precisión perfecta el valor de todas las acciones posibles y, en cada caso, necesariamente escogerá lo mejor. Luego, todo lo que hace podría preverse y estaríamos en presencia de un determinismo absoluto.

En segundo lugar, supongamos a un hombre perfectamente ignorante, es decir que no tuviera ninguna idea de lo que es el bien. En cada caso particular se decidiría no según el bien sino según la apariencia del bien porque aun buscaría la felicidad. Por consiguiente, su conducta también estará determinada, y determinada necesariamente no por la realidad sino por la apariencia. Aquí también aquél que conociera plenamente su ignorancia podría predecir con una precisión infalible todo lo que esta persona hará. Es el determinismo de la ignorancia como recién era el determinismo de la ciencia.

Ahora bien, se pregunta Bergson, del hecho de que no se haga el mal desde el momento en que se conoce el bien, y del hecho de que se haga el mal cuando se ignora el bien, ¿se puede concluir que no somos libres de hacer el mal o el bien? Sí, podría concluírselo, si no fuésemos libres de saber o no saber. Pero entonces sería necesario que Sócrates nos hubiese dicho que no somos libres de escoger entre la ciencia y la ignorancia. Para que se vea en él a un determinista, no basta la fórmula “Nadie es voluntariamente malvado”; él tendría que haber dicho “Nadie es voluntariamente ignorante”. Pero ni en Jenofonte, ni en Platón ni en Aristóteles encontramos esta fórmula. Y todo lo que sabemos de Sócrates y su enseñanza va en contra de una afirmación de esta índole. La falta por excelencia para él es la ignorancia. Toda su ironía está dirigida contra ella. Por tanto, la ignorancia es el punto preciso en el que Sócrates localiza nuestra responsabilidad.

La conclusión que extrae Bergson de sus análisis es que Sócrates ha tenido, más bien implícita que explícita, la siguiente concepción de la libertad: es una elección, no entre hacer y no hacer, sino entre mirar y no mirar. El bien es una especie de luz, como decía Platón en La República. Se puede fijar la mirada en él o desviarla. Sin duda, el acto de libertad no consiste en hacer o no hacer, porque una vez que se ha visto, no se es libre de no hacer. La verdadera libertad consiste en escoger entre la ciencia y la ignorancia, entre ver y no ver. Podemos elegir ignorar. Para esto es suficiente desviar nuestra atención de lo que deberíamos mirar.

Dicho en otros términos, estamos situados entre dos determinismos, pero por el solo hecho de estar en el medio podemos oscilar, y esta oscilación corresponde a lo que hoy llamamos el libre albedrío. Y si tenemos en cuenta que la ciencia y la ignorancia, el saber y el no saber, son elementos de naturaleza intelectual, resulta que el libre albedrío, ubicado entre ambos, es algo no intelectual y no inteligible.

Sócrates ha tenido, pues, la intuición de la libertad. Sin embargo, al igual que los antiguos, ha hecho muy poco caso de ella. En efecto, si estar dotado de libre albedrío consiste en oscilar entre el bien y el mal, entre la ciencia y la ignorancia, aquél es un medio para elevarnos de la ignorancia a la ciencia y del mal al bien. Pero sería mejor aún estar en el bien y en la ciencia y no tener que llegar a ellos. Por tanto, el libre albedrío en su pensamiento es más bien un signo de inferioridad, que nos hace sin duda superiores a los animales, pero también inferiores a los dioses. El verdadero sabio, que sería en definitiva un dios, podría prescindir del libre albedrío y sería superior a aquellos que disponen de él.

Según Bergson, todo lo que encontramos en la filosofía antigua concerniente a la libertad ha salido de esta concepción implícita del libre albedrío en Sócrates. Hay explicitaciones de su intuición de la libertad, es decir de su vivencia interior y profunda de la libertad, pero nada más que eso. Se gana en extensión, pero no en profundidad. En Platón, por ejemplo, también hay dos fatalidades, pero en el medio la libertad podría tener lugar. En su concepción más madura, la de la tripartición del alma, Platón admite dos especies de necesidad. Si fuésemos puro pensamiento, habría una determinación absoluta de lo racional (necesidad moral); si fuésemos puro apetito, habría una determinación absoluta de lo irracional (necesidad mecánica). Entre el λογισμος y la επιθυμια se encuentra el θυμος, facultad que puede escoger un lugar entre lo alto y lo bajo, entre el cielo y la tierra. Por consiguiente, la libre elección sería posible en esta región intermedia.

Ahora bien, hay textos de Platón en los que dice que es en virtud del carácter que aportamos ya hecho al nacer, que escogemos un lugar entre esos dos extremos. Es decir que la región del libre albedrío pasa a ser un ámbito mítico, suprasensible, donde habitaba el alma antes de haber caído en un cuerpo. En el mito de Er, las almas llegan ante las Parcas. Una de ellas se expresa en estos términos: “Palabra de la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: almas efímeras, éste es el comienzo, para vuestro género mortal, de otro ciclo anudado a la muerte. No os escogerá un demonio, sino que vosotros escogeréis un demonio. Que el que resulte por sorteo el primero elija un modo de vida, al cual quedará necesariamente asociado. En cuanto a la excelencia [αρετη], no tiene dueño, sino que cada uno tendrá mayor o menor parte de ella según la honre o la desprecie; la responsabilidad es del que elige, Dios está exento de culpa” (República X, 617 d-e). Esto significa que la vida en el espacio y en el tiempo no es más que el desarrollo de un solo acto atemporal por el cual hemos fijado nuestro lugar en la serie de los seres y escogido por eso nuestro destino.

Desde el punto de vista de Bergson, esta concepción platónica parte de la doctrina socrática sobre el ser humano. Según Sócrates (a juzgar por lo que nos dice Jenofonte), habría una dualidad de la naturaleza humana, habría dos hombres en cada uno de nosotros: el hombre real, que vive fuera de sí mismo, que está hecho por las circunstancias, la tradición, la costumbre y los prejuicios; y el hombre ideal, que, al aplicar la reflexión a los asuntos humanos, al adaptar su conducta a la inteligencia, se reencuentra a sí mismo.

Si puedo, por un esfuerzo, encontrar en mí toda la ciencia en lo que tiene de esencial, es que esa ciencia está ahí pero olvidada a medias. Si es así, si la ciencia consiste en volver a acordarse, se puede considerar la existencia actual como siendo la continuación de una existencia anterior en la que se habría sabido cosas hoy olvidadas. De modo que es factible considerar al hombre real como una especie de pérdida, de caída, con lo cual era suficiente traducir el pensamiento socrático en imágenes para llegar al mito platónico de la caída de las almas.

En línea con esta interpretación, Bergson hace referencia a Porfirio, quien consagró todo un tratado a la máxima délfica conócete a ti mismo (de la que se conservan únicamente tres fragmentos en la Antología de Juan Estobeo). En el tercero plantea que conocerse a sí mismo consiste en remontar de la personalidad que creemos ser (el hombre exterior) a la verdadera personalidad que ha permanecido en lo alto (el hombre interior, el verdadero yo).

Como conclusión general, podemos señalar que para Bergson, si bien algunos filósofos griegos introdujeron cierta indeterminación en las cosas (y, por tanto, admitieron la libertad humana), esto fue a pesar suyo. Para ellos sería mejor que no hubiese contingencia dado que la indeterminación proviene de los elementos irracionales presentes en la realidad sensible. El gran cambio histórico se produjo con la teología judeo-cristiana puesto que ésta admite la creación. El orden de la naturaleza proviene, entonces, de la voluntad divina. Y, una vez que lo ha creado, puede incluso intervenir para alterarlo, de modo que la idea de milagro está estrechamente unida a la de creación. Así, encontramos en esta última tradición la convicción de que la indeterminación es algo positivo y la voluntad libre, algo extraordinario: la divina es superior a la naturaleza y la humana (por su participación en la potencia divina) es una fuerza capaz de incrementarse a sí misma de modo indefinido.

 

Bibliografía:

Bergson, H., Cours I: Leçons de psychologie et de métaphysique, PUF, Paris, 1999.

Bergson, H., Cours sur la philosophie grecque, PUF, Paris, 2000.

Bergson, H., L’évolution du problème de la liberté. Cours au Collège de France 1904-1905, PUF, Paris, 2017.

Bergson, H., Les deux sources de la morale et de la religion, PUF, Paris, 2008.

Festugière, A., Libertad y civilización entre los griegos, Eudeba, Bs. As., 1972.

Fouillée, A., La philosophie de Socrate, Ladrange, Paris, vol. I., 1874.

Gilson, E., El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid, 2009.

Gómez Robledo, A., Sócrates y el socratismo, FCE, México, 1966.

Müller, G., “Porfirio y Estobeo. Sobre el <conócete a ti mismo>”. En S. Magnavacca, M.-I. Santa Cruz, L. Soares (editores), Conocerse, cuidar de sí, cuidar de otro. Reflexiones antiguas y medievales, Miño y Dávila, Bs. As., 2017, pp. 257-274.

 

[1] Les deux sources de la morale et de la religion, pp. 59-60.

[2] La philosophie de Socrate, I, p. 170.