Voluntad y motivo de Julius Bahnsen (Parte II)

Voluntad y motivo (Parte II)

Julius Bahnsen

“En otro ámbito observamos precisamente un uso doble de la palabra motivo. Entonces cuando nosotros oímos nombrar como motivos al amor, al odio, a la esperanza, al miedo junto a la gloria, a la ganancia, a la salud y a la verdad, entonces simplemente no recordamos la vieja diferenciación entre la causa del movimiento y el móvil, de lo contrario sin mucha dificultad se nos habría de presentar como algo claro que aquí se observa una confusión de los factores subjetivos de la motivación con los que son objetivos, o una confusión de una qualitas occulta de la voluntad con la de una representación.”
Pero difícilmente uno no habría de formarse una impresión tal como la de un inmediato paralelismo dualista, si pudiera lograrse que la oposición inicial entre voluntad y representación fuese finalmente reconducida a una verdadera unidad entre ambas -ahora no se habrá de abandonar la molesta imagen de una armonía preestablecida [armonía predeterminada], luego de que el autor mismo haya provocado el recuerdo de ella.
Si por lo contrario para la voluntad permanece a un lado su contenido endógeno [de causa interna] como si fuese uno irresoluble, inmanente desde el principio, entonces de inmediato la imagen del mundo se configura de un modo más rico, más abundante, esto mismo yace frente a nosotros como un campo labrado, sembrado con incontables simientes plenas de vida. Una variedad tal (varietas), sin embargo, sólo puede sepultar consigo a lo individual. Sólo que de hecho uno se pregunta si todo ese colorido es una vana fantasmagoría [imagen engañosa] del instinto individualizador o quizás individuante -y esta cuestión de hecho se formula recurriendo en su resolución a distintos estímulos. A la información insuficiente sobre esta cuestión, de acuerdo conmigo, debe estimársela como una pérdida- y la recensión de E. Sommerfeldt exige un franco detenimiento en la lectura acerca del comportamiento de los direccionamientos volitivos respecto del contenido volitivo, y de su núcleo volitivo respecto de la sustancia de la voluntad. Este respecto ha de ser para mí una ocasión dos veces bienvenida de permanecer en el emplazamiento de la caracterología situándome en la defensa de dos frentes amenazados con ataques desde tan distintos sitios, puesto que todo aquello que sin más había incorporado como algo “dado” es cuestionado críticamente en vistas de una mera física de la voluntad mediante una reconducción al simple esquema de la estática, por lo cual a mí nada me parece mejor ejecutado que aquello que también podría lograr un resurgimiento de la teoría de Herbart acerca de la auto-afirmación de las simples cosas reales ante la interferencia por necesidad.
Todo aquello que hasta ahora ha valido como marca de diferenciación de la voluntad individual se intenta reducir con von Hartmann a accidentes [accesorios], literalmente a algo que sencillamente ocurre o acompaña, en la medida en que él eleva a las sensaciones corporales complementarias y a los sentimientos psíquicos como únicos criterios de los distintos anhelos y de las representaciones que ingresan en la conciencia más o menos profundamente, completando a estos mismos, por lo tanto, básicamente la única propiedad de la carencia (indiferente) de propiedades.
A todos estos artificios contrapongo uno: la voluntad tiene en ella misma su propio contenido, tiene, como se dice popularmente, su propia cabeza quien no se deja persuadir, quien no se deja pasar letra (puesto que con la conciencia para el individuo ha ingresado la funesta posibilidad de engañarse acerca del contenido de la propia voluntad y por lo tanto de hacer aquello que uno no quiere: esa tragedia en la relación entre voluntad e intelecto solamente prueba que sólo para la voluntad que persiste en sí misma y en su contenido estaría disponible la capacidad de pensar en un completo placer, carente de divisiones). El problema no es así despejado siendo que son expulsadas del ser de la voluntad todas aquellas diferencias para restablecerlas [regenerarlas] en el mundo de las representaciones. Más bien el querer mismo es otra cosa que quiere placer distinta de aquello que quiere hacer el bien. Sin embargo se puede describir la diferencia únicamente de acuerdo a lo que es entonces allí sentido, y obviamente a todas sus “denominaciones” las percibe sin más la voluntad a partir de la revista del habla de las representaciones conscientes. -La representación misma (se entiende como aquello representado, y no como aquella capacidad de representar, que aquí no nos atañe) posee respecto del contenido del querer solamente el significado de una denominación, puesto que ni denominable ni denominante permiten de ningún modo en sus propiedades hacer representable a la esencia misma de este contenido. Pero prescindiendo por completo de todas las posibilidades de descripción o denominación se muestra la palpable diferencia de esencia en que uno quiere lo uno, y quizás exclusivamente eso, y el otro, lo otro -o el mismo ahora lo uno y lo otro después; lo uno en primera línea, lo otro, en segunda; lo uno incondicionalmente, lo otro solamente bajo ciertas condiciones. Y tales diferencias de acuerdo al ordenamiento del aquí y allá, o de acuerdo a la sucesión, ya sea del tiempo o del rango, no deben ser desatendidas en lo más mínimo, o sin más ser dejadas de lado como meramente fenoménicas, o sea, no deben ser ignoradas.
Es por completo una homonimia vacía decir que la voluntad siempre quiere, en todas partes y bajo toda circunstancias, placer o felicidad -puesto que para que ello sea verdadero uno debe haber planteado antes una tautología, en la cual uno siempre de por sentado que placer y felicidad son idénticos a la satisfacción de la voluntad. Pero ello no permite concluir en que esta satisfacción sea parcial para la voluntad, sino en qué y cómo le sucede a ella esta satisfacción: si en el vivir o en el morir, si en la sabiduría o en la mayor insensatez -si es momentáneo o extenso, excepcionalmente bajo condiciones especiales precisamente en esto y aquello o tan a menudo como suceda, si es aparente, por mediación del auto-engaño, o real, por mediación de su más propia esencia. No únicamente en la consideración práctico-ética, sino que también en la puramente teórico-caracterológica no resulta de ningún modo indiferente aquello que se anhela y aquello que se aborrece: si la muerte o el pecado, el mal o la pena, la verdad o la mentira, el dolor propio o el ajeno.
Pues aquello que a uno le garantiza plena satisfacción, permanece completamente inefectivo para otro, y aquello que a uno le resulta por completo indiferente, suscita en el otro el mayor placer. E inversamente: no yace simplemente en el saber, o sea, en la conciencia, cuando el apático “no sabe” de los pesares del honor perdido, cuando el descorazonado nada siente del incesante dolor del prójimo -sino que en él no está para nada presente el querer a partir del cual lo negativo pueda encontrar su satisfacción, y por ello no están dadas las condiciones de una conciencia tal. Pero aquello que von Hartmann ha tomado de otros: la doctrina de los umbrales de la conciencia, no hace a esta controversia, ya que solamente se refiere a la diferencia cuantitativa de los grados de intensidad, y no a la diferencia cualitativa entre contenido volitivo homogéneo y heterónomo. Hasta un discípulo de Schopenhauer habrá de discutir muy difícilmente que nosotros nunca podemos conocer a priori nuestro propio contenido volitivo, sino que solamente lo conocemos a posteriori, a partir de la experiencia, y por ello en el transcurso de la vida se suscitan incesantemente equivocaciones más o menos graves acerca de nuestro querer auténtico, y demasiado a menudo y fácilmente todo tipo de veleidades [movimientos volitivos] y apetitos no definidos se convierten en raptos, pero esto es efectivamente lo que yo aquí rechazo: que se trata simplemente de un contenido vital consciente -más bien se pregunta por aquello en sí de lo que parte toda conciencia, por la pura esencia de la voluntad. Esto es aquello que se solamente se le manifiesta a la conciencia de forma mediata, o sea a través de un rodeo por la experiencia -ésta es aquella x que, reflejada en todo tipo de brillos y resplandores, conforma la absoluta particularidad de las individualidades que solamente son idénticas a sí mismas. El reír del primero significa que el segundo llora y que el tercero hace las dos cosas a la misma vez en la dialéctica de lo real del humor. En ello se funda, a ello atañe, si uno siente más dolorosa la pérdida de un amigo del alma o la pérdida de un millón, si un orgullo enfermo o la compasión con la necesidad de sus deudos cuando a él ingresa la bala a través del cráneo, o el veneno por la garganta -puesto que una tristeza por una pérdida y otra son dos cosas dispares, mientras que para aquél ello es apenas un objeto de un liviano disgusto, para éste es algo que ha de arrastrar como una pena insoportablemente pesada.
Tampoco se objeta que la posibilidad de contraste y ponderación ya encierra en sí una valoración comparativa entre dos objetos de la voluntad que se hallen contrapuestos, sí, el concepto del valor y del precio en general, como especialmente el del dinero, como el de un representante del valor de infinita diversidad, ya dando testimonio de la conmensurabilidad [concordancia] de cosas completamente desiguales, y la infinita diversidad de relaciones entre prestaciones y contraprestaciones, como diariamente son contrapuestas en los recibos, confirman la afirmación de von Hartmann. Puesto que el otro lado del asunto muestra precisamente que no se llegaría a ningún intercambio si las necesidades de los distintos individuos no fuesen fundamentalmente diversas, y no, por ejemplo, simplemente temporales, siendo el caso que hoy el mismo necesite trabajo y luego precise su recompensa, sino duraderas y en todo tiempo: uno tiene permanentemente alguna necesidad -por ejemplo, de amistad-, que no se corresponde con la de otro, que quizás no se pueda privar de los placeres del paladar. Entonces precisamente en el hecho de aquella equivalencia se observa que para una misma voluntad básicamente no pueden ser indiferentes los distintos modos de satisfacción, sino que sencillamente algo que permite la medición tanto en uno como en otro, como un termómetro de mercurio y uno de alcohol; puesto que no se pregunta de forma absoluta qué placer o displacer en sí es el mayor o el menor, sino que se pregunta por cuál forma de placer con mayor decisión siente anhelo esta voluntad individual determinada que nos ha sido dada, qué es para ella entonces “lo más elevado”, o de qué forma de displacer aborrece ella con mayor energía.
Aquí entonces no se puede evitar arrojar una mirada soslayada a la inmutabilidad y variabilidad de la voluntad, puesto que la definición del núcleo de la voluntad misma no podrá prescindir del momento de duración. Es así que aquello que en todo cambio temporal, en toda etapa de la vida, en toda situación se mantenga igual ha de ser mencionado como núcleo de la voluntad . Si para uno hay más en la verdad o en el honor, en las mujeres o en el dinero, para conformarse a sí mismo o a otro, habrá de ser reconocible tan pronto como sean satisfechas las condiciones de los respectivos grados de desarrollo de la conciencia. Lo mutable nunca se halla en el centro del querer, si bien es cierto que por momentos en la forma de un afecto o una afición momentánea condicionada fisiológico-patológicamente o de algún otro tipo que pueda influir lo suficientemente profundo entre las prioridades; e inversamente: aquello que a nosotros nos acompaña a lo largo de toda la vida en la forma de un incesante empeño por hallar consuelo y en la de todos los impedimentos para ello es también por esta razón rubricado como una expresión del más profundo núcleo sustancial de nuestra individualidad.
Pero en esta medida se es simplemente consecuente con el hecho de que von Hartmann tome al problema de la modificación por un eje tan liviano, e incluso a la cuestión de la imputabilidad [capacidad de ser responsabilizado], según yo recuerdo, nunca llegue ni siquiera a rozarla. En adelante uno debiera tener a toda la energía invertida en estos asuntos por “esfuerzos amorosos en vano” de un simple “amante” del hilado de lana caprina [lana de cabras = nada], pero quien ha invertido en ello tiempo de “diletantismo” y esfuerzo puede por un momento consolarse con que la humanidad habrá de retomar estas investigaciones en la medida en que para ella la ética, la pedagogía y la criminalidad todavía no se hallan tornado baratijas del cuarto de los juguetes del lujo espiritual.
Quien traslade lo esencial de todos los rasgos del carácter a las diferencias de amplitudes entre ciertas vibraciones cerebrales, de hecho al instante generará con su boca una sucesión de discusiones incómodas, sin embargo a partir de allí será necesario ver cómo acotar la inmensa extensión que él así ha otorgado a la capacidad de transformación dentro del contorno de un campo por demás puntual, de modo que esto se oriente a que finalmente se sitúen incluso aquellas mismas vibraciones cerebrales en la sucesión de expresiones del carácter individual .
De aquí en adelante se da completamente por sí misma una sucesión de consecuencias: si los anhelos de la voluntad, tanto ansias positivas como negativas, no son entre sí simplemente homogéneos, no se hallarán como punto final de una y la misma línea recta interna a ellos, sino que a menudo como puntos de distancia entre líneas enfrentadas muy divergentes una de la otra y quizás quebradas, éstas son, con otras palabras, por tanto de una clase diversa en su ser en sí, constituir como un objeto de la conciencia totalmente mediato a los sentimientos que acompañan desde mucho antes y a las representaciones de este ser distinto a lo inmediatamente más propio de sí que transcurren paralelamente: también entonces en todo tiempo y lugar resulta lógicamente ilícito cotejar a ciegas, sin diferenciar, un placer con otro como si fuese una medida de igual tipo con otra, o situar en compensación un placer frente a un displacer, sin antes sencillamente haber hecho la prueba de cálculo de corroborar si, por ejemplo, no se está situando bajo un denominador general común a elementos cuyos valores son simplemente distintos luego de aplicar una regla general de reducción, o tanto más que figuren juntas entre sí, como heterogéneas, cosas sumamente inconmensurables [incomparables], como por ejemplo una medida en codos y otra en libras, ya que se recurre, como hemos visto, a la invocación de las relaciones de intercambio en “comercio y viajes” (donde de todas maneras se puede situar en la misma cuenta una libra de ciruelas por un codo de tela de algodón); su condición previa, de hecho, está en la diferencia dada entre dos voluntades, en la cual una quiere lo que la otra no quiere, también puede ser que ese querer, en tanto que se trate, por ejemplo, de necesidades vitales que son sencillamente imprescindibles, de ningún modo resulte ser siempre uno voluntario, sino que sea condicionado físicamente y mediado.
Pero si para él es por tanto de este modo, entonces von Hartmann en lo más mínimo tendría derecho a aproximarse a Schopenhauer como una vulneración hacia la lógica, cuando él no trata simplemente como contrarios al placer y al displacer -o, más bien, “dolor”, puesto que ésta es la expresión que figura en sus obras-, sino que, de acuerdo a su naturaleza particular, también como opuestos contradictorios, algo que tanto más para los críticos hace al reclamo de haber pecado contra la lex specificationis.
Cuán despiadada se expresa una simple privación , pero “sin compasión” encierra en sí misma una crítica positiva, puesto que, siendo casi igual a lo “terrible”, no apunta simplemente a un padecer, sino que a un hacer: así se diferencia “displacer”, cuando es usado como un término filosófico de contenido positivo y no en su significado original puramente privativo, distanciado cuanto mucho de manera gradual del dolor, por la sencilla ausencia de placer; y del mismo modo, por la dirección contraria, de una generalización imprecisa, del concepto puramente privativo de “ausencia de dolor”, esa sencilla denominación del punto cero para fijar un lado positivo de la satisfacción de la voluntad, como von Hartmann intenta hacer cuando al todo-uno inconsciente le exige que con él, en cuanto se constituye como la meta alcanzable de la “felicidad”, es preciso darse por conforme al final del proceso universal. Ese como cualquier otro acto de resignación, en su ejecución de la renuncia a algo mejor, encierra en sí la confesión de no haber alcanzado aquello querido, de no haberlo llevado a cabo -entonces la voluntad volcada a la auto-negación no vería realizado su contenido, sino que uno que le es supeditado [respaldado] y encomendado desde el exterior, de la inteligencia, en cuanto es una para ella, como lo “absolutamente tonto”, algo totalmente extraño desde el hogar es el contenido propagado en ella; resumidamente: entonces no se constituye una oposición simplemente contrastante entre el placer por lo ansiado y el displacer por lo alcanzado, sino que una contradicción directa, al mismo tiempo lógica y real, de fuerte poder de exclusión.
A partir de aquí ya se aclara entonces que una voluntad originalmente vacía no “arrastra en sí” en lo lógico su satisfacción, sino que el posterior esclarecimiento de su contenido por la razón explica a la adversidad de la razón en su contenido y hace conveniente intercambiar ese contenido con su contrario puro, con la auto-negación; -entonces la voluntad, por medio de su propia esencia, ya debe haber tenido en sí un contenido, antes de toda razón y lógica, y la cuestión disputada ahora se formula nuevamente referida a si este contenido además puede ser designado como “representación”.
Pero nosotros por el momento anticipamos esta versión: ¿existe una voluntad sin motivo? O sea, ¿es pensable un querer sin motivo, o el motivo ya está comprendido en el concepto del querer mismo, de modo que un “querer vacío” sea una representación irrealizable, la más hueca nulidad de pensamiento, como simple espacio para un contenido volitivo o para un querer realizado? -para así poder proporcionar antes que nada un acuerdo acerca del sencillísimo concepto mismo de motivo.
Para ello pienso yo que no debe resultar dañino primero remitirnos aristotélicamente a las obras, y orientarnos hacia las aporías impactantes.
Cortar de antemano aquí es una equivocación que se podría imponer a partir de la excepción que a menudo percibimos a favor de la libertad supuestamente indeterminada : la auto-afirmación vacía de la voluntad propia en el capricho [en el humor] no motivado de otra manera, cuando esta misma auto-afirmación se torna motivo, da ampliamente testimonio de un querer completamente motivado por sí mismo y alcanza como prueba de la existencia de una absoluta carencia de fundamento de la voluntad, que de este modo se constituye en pleno sentido del término como causa sui [por motivo propio], se trata, pues, de una carencia que externamente no es determinada por relación alguna y que va más allá de la simple elección del querer, la así llamada libertad de elección.
Sin embargo por el momento el hecho resultante de ello solamente acredita aquello que aquí es afirmado: que la voluntad posee en sí misma su contenido, pero si en los primeros instantes, y ante la manera de actuar del sentido propio aparentemente carente en forma absoluta de fundamento, parece como si el contenido total en un caso tal consistiese única y exclusivamente en el querer sustentarse en la propia existencia del querer -de la volitio [acto volitivo]-: entonces resulta la consideración más exacta de cómo no debe ser extraído de tales hechos nada más que la medida más externa hasta la cual es capaz, por así decirlo, de disolverse en la abstracción un contenido volitivo. Todo sentido propio, todo humor en una situación siempre dada por algo presente fácticamente posee un contenido material -o si se prefiere: un punto de sustento concreto-; sólo que, de acuerdo con la medición racional entre la medida de aquel valor y la tensión empleada para “llevarlo a cabo”, consiste en un malentendido que el contenido aparezca como uno pequeño y fugaz frente un quantum de energía que actúa de manera puramente formal, energía que sea ofrecida a fin de su afirmación: obstinata voluntas obtinere vult, pertinax pertinere. [Se trata de mantener una voluntad firme]. Pero a esto se agrega que ningún sentido propio que persiga un propósito autónomo -en una perspectiva amplia- es dado tan fácilmente: quien quiera por sí mismo pretende valer por persistente, durable, aferrado al fundamento, y se muestra inquebrantable e inflexible en la manía de obtener respeto o poder librarse de una vez por todas de pretensiones pesadas para el futuro. Por último -por lo cual el capricho (como aparece en la realidad, empíricamente, y no como podría darse de acuerdo a las fantasías de una mera posibilidad de ser pensado) se da a conocer a sí mismo solamente como un querer interino [por un tiempo intermedio], preferentemente es observado así en los hombres, mientras que lo primero, el malentendido entre la contentio [tensión] y la intentio [atención], el tensar todas las ansias en la contumacia [el sentido propio] que nos hace hinchar las venas por una “nada”, quod flocci pendimus [mediante un reconocimiento], es más propio de los niños y de las mujeres. -Incluso también cuando se tiene la impresión de que se diera en un “puro” capricho, o “arbitrariamente por excelencia”, sin ninguna causa en la que se muestre el sentido propio, pero sin embargo tampoco entendido como libre – por ese único propósito de probar en ello la auto-afirmación- “está situado”, habrá de ser comunicado con una observación más cercana que sin embargo se constituye una relación sólidamente determinada entre este substrato del sentido propio que, por así decirlo, es material y entre el contenido concreto del yo individual, así también como en la forma más masculina que infantil aquel mismo falso orgullo, que en su cualidad abstracta a todo lo tierno lo considera deshonroso, sólo es visto como una manera especial de mostrarse de un carácter egoísta que no posee como “auto-propósito” en sí mismo el fin propio, sino que se sitúa en “algo más” en relación con el medio. (Para una respectiva ampliación de lo expuesto aquí y allá uno quisiera indicar: Esbozos de la caracterología I, páginas 397 – 418, especialmente 409 s. y las páginas 355 y 442).
En otro ámbito observamos precisamente un uso doble de la palabra motivo. Entonces cuando nosotros oímos nombrar como motivos al amor, al odio, a la esperanza, al miedo junto a la gloria, a la ganancia, a la salud y a la verdad, entonces simplemente no recordamos la vieja diferenciación entre la causa del movimiento y el móvil , de lo contrario sin mucha dificultad se nos habría de presentar como algo claro que aquí se observa una confusión de los factores subjetivos de la motivación con los que son objetivos, o una confusión de una qualitas occulta de la voluntad con la de una representación.
Si sustraemos la observación al ser común de la causalidad -como parte de la cual la motivación de antemano pretende valer como un caso muy especial-: la causa es un estado al cual le sigue otro con necesidad: así el motivo puede ser definido como, cuyo qua que se presenta posee como consecuencia un determinado estado de la voluntad, de modo que este estado no es simplemente uno que se haya hecho presente, sino que es uno que se hace presente con el ansia de su realización, o sea, volverse algo deseado. De este modo, la representación de la salud como un motivo a preservar para el mantenimiento de una forma de vivir dietéticamente ordenada, -la representación de la salud como un motivo a reconquistar, dejándose caer en una cura dolorosa o en una mezcla repulsiva. Pero estas representaciones solamente son efectivas como motivos, -entran, como diría Aristóteles, desde la latencia del exein [poseer representación] a la energía del theorein [observación científica] -cuando la salud misma ya antes es ansiada por la voluntad como una cosa portadora de valor, sea para que ella misma quiera como fundamento de un bienestar elevado, sea como la condición de un disfrute particular, del trabajar o del adquirir. Así se desliza uno tras otro en la fila de motivos, cada uno como medio para alcanzar al siguiente como propósito, y solamente nos basta aquél en el que reconocemos al eslabón más externo de la cadena, la llamada finalidad última, para considerar a un síntoma del carácter como completamente válido, en la medida en que su eficacia es dependiente de una determinada qualitas occulta de la voluntad, del mismo modo en que la reacción de un elemento químico halla su posibilidad en la naturaleza específica de aquél. Solamente aquella representación cuyo contenido sea apropiado por la voluntad como algo de su propio contenido, o sea, como algo correspondiente a sí mismo -del mismo modo en que uno “acepta” un cambio, puesto que uno ya sabe desde antes que aquello es adecuado para su pago gracias a relaciones ya establecidas- acepta de esta manera la naturaleza de un motivo, al cual reacciona como si fuese uno de la voluntad debido a aquella correspondencia esencial dada entre ellos dos. Pues consiste en ello la superficialidad y miopía del reconocimiento empírico del carácter, (que comúnmente entre los seres humanos resulta tan bueno para el supuesto conocimiento mutuo), que ella saque precipitadas conclusiones sobre la eficacia de motivos interinos en el más profundo ser de quien está siendo juzgado. Ésta observa a alguien esforzarse por la gloria y de inmediato lo llama adicto al reconocimiento público, sin pensar que quizás para éste la gloria sea sólo un medio para obtener una ganancia, pero la ganancia sólo un medio para hacer el bien -entonces recién habría de poder hallarse el núcleo de su voluntad en la filantropía desinteresada. Así también la finalidad última que persiga algún otro en el camino a la gloria puede ser completamente distinta: a él puede servirle la gloria obtenida simplemente para expandir su poder, y esto para saciar horribles antojos de un déspota; mientras que un tercero posiblemente no quiera ninguna otra cosa más que volverse famoso, entonces no anhela ninguna otra meta más allá de la gloria obtenida y se conforma con yacer en la fosa cuando esté moribundo y tenga conciencia de seguir viviendo en la boca de todos, si bien no en los corazones de todos. Solamente en el tercer caso el conjunto de todos sus anhelos puede ser caracterizado como adicción al reconocimiento público -el núcleo metafísico de su carácter inteligible, en tanto que el mismo es reconocible y pasible de una denominación.
Una consideración similar nos muestra cómo representaciones de voluntades con identidades absolutamente distintas, tanto desde el punto de vista formal como material, pueden presentar entre sí formas de efectos totalmente distintas. La representación del dolor ajeno se torna para el egoísmo indolente [indiferente] a lo sumo un motivo de alejamiento indiferente, para la horrenda maldad, un motivo para reflexionar acerca del medio para su realización, para la caridad deseosa de sacrificio, un motivo para ofrecer la propia existencia individual y todo el bienestar propio a este propósito de alejar todo mal del prójimo o quitar, o dado el caso, atenuar, todo aquel mal que ya lo haya afectado. Allí en la representación en cuanto tal para nada en absoluto es dada diferencia alguna -de nuevo, solamente es distinta la forma en que el carácter individual reacciona a esa representación, análogamente a los distintos efectos que el calor ejerce sobre los distintos cuerpos de la naturaleza o sobre el mismo cuerpo en distintos estados. -Aquellos hechos que nosotros hemos podido entonces denominar como cosas casuales, o sea, lo que resulta forzosamente, pero no a partir de la esencia misma de la voluntad, son solamente las circunstancias externas independientes de ella, o la manera y el modo en que la forma se realiza en la realización de tal estofa o materia, o incluso también la posibilidad misma de ser realizada . La perfidia no es menos horrorosa aún cuando reprime su rabia, la magnanimidad no es menos digna de estimación aún cuando, rodeada de impedimentos, haya de fracasar en toda obra de bien. Esa ley de la medición de acuerdo a la intención, que es trivial para toda moral, sería un absurdo establecimiento de una preferencia puramente arbitraria si no tuviese su verdad en la naturaleza de la voluntad misma. La sanción moral en contra de toda hipocresía; de toda falsedad “teatral”, de toda la harapienta pobreza carente de carácter, ésta atañe a la exigencia de correspondencia entre el hacer y esencia volitiva más oculta. Del mismo modo en que es un abuso del lenguaje esconder los pensamientos detrás de éste, así también lo es del actuar cuando -según una expresión de Frauenstädt- “la voluntad se oculta detrás del hecho”- ambas cosas van “en contra de la naturaleza”.
En esta misma medida podemos desnudar a las expresiones del carácter de todos los agregados casuales – y, como ya hemos visto, a ellos pertenece, de hecho, su realización misma- y conservar no obstante ello una voluntad que en sí encierre como potencia a todo aquello que no sea menos que una esencia existente, aún cuando ella por siempre haya de ser juzgada por persistir en la latencia. El odio, el amor están instalados en la voluntad, tratados como estructura y germen, aún cuando a ella le falten objetos que pueda amar y odiar. El amor maternal reposa en las mujeres desde mucho antes de concebir o dar a luz, como en el libidinoso su vicio particular lo hace desde mucho antes de la pubertad, -y el egoísmo es un querer de la auto-afirmación, mucho antes de que él encuentre ocasión de protegerse de los ataques externos, y antes de que pueda conocer las formas en las que él habrá de hacerse valer. Del mismo modo que aquella “ocasión”, los peligros también son motivos, causae occasionales [causas de ocasiones], para que el egoísmo se exprese, para que actúe -y sin embargo a ningún hecho se llega nunca sin tales condiciones externas -pero tampoco con ellas prescindiendo de las condiciones internas del entrar en acción- y solamente a las fluctuaciones de un uso del lenguaje aún no revisado lógicamente debe atribuirse que en el concepto de motivo tan a menudo sean mezcladas de forma confusa estas condiciones internas con aquellas externas, y no directamente a una aplicación equivocada de las formas lógicas (por ejemplo, que, debido a una subsunción incorrecta, a toda condición de una acción en sí ya ejecutada, resultando indiferente que ésta sea interna o externa, se pretenda sostener como el motivo efectivo de ella, y se quiera hacerla pasar por tal).- Esta imprecisión arrastra tras de sí consecuencias que invitan a reflexionar, si sobre ella se ha sostenido una conclusión falsa:
Al contenido de la voluntad lo forman sus motivos.
Todo motivo es una representación.
Entonces solamente las representaciones forman el contenido de la voluntad, y sin las representaciones el querer es absolutamente vacío, en tanto que es carente de contenido.
Pero esa conclusión no yace solamente en el fundamento del sistema de von Hartmann, sino que también el principal ataque de Trendelenburg contra el sistema de Schopenhauer se apoya en premisas similares . Pero, dicho brevemente, nosotros forzamos a ellos que ya hallan una crítica entre diversas voces, pero además un vivo reconocimiento, a haber emitido allí un juicio: podemos figurarnos un contenido volitivo inconsciente, pero no una representación inconsciente, puesto que ello permanecerá para toda la eternidad como una sencilla contradictio in adjecto [contradicción en sí] .
En otras palabras: el nuestro se diferencia del camino de von Hartmann en que la realidad de la causa finalis [la causa como propósito] nos impone el thaumatein [maravillarse] enmudecedor, de modo que nosotros sencillamente permaneceremos en contemplación ante su oscuro misterio, puesto que éste no se nos habrá de tornar más claro en la medida en que lo hagamos pedazos hasta obtener una representación inconsciente junto a una voluntad que sea por excelencia carente de representaciones. Permanecemos firmes en perspectiva de no poder penetrar más allá de lo aproximativo de algo más o menos similar, siguiendo siempre a la sentencia de Schopenhauer: “la causa finalis [la causa como propósito] actúa como si ella fuese un motivo representado”.
Bien podemos dar con esto de un modo comprensible cuando uno transita la pecaminosa tentación, a la cual ya ensayan algunos rastros de Leibniz, que entonces pretendía descubrir en aquello que casi era una consigna a un pensamiento en, por así llamarlo, un proceso caído, a una cogitatio compendiaría [a un pensar directo] -pero no podemos seguirlo en ese camino- y aquello que nos detiene no es solamente el dedo en alto que nos advierte y medio nos amenaza del viejo de Königsberg que nos pretende recordar cómo todos los pensamientos de finalidad de la teleología fueron trasladados a las cosas, sino que también de este modo pensamos mostrar culposo respeto y obediencia a la prohibición de un señor aún más severo, del principio de identidad.
Si la necesidad de no poder ser otro, con la cual nos fuerza a su reconocimiento el fundamento del ser y el del conocer, tuviese su potencia por cesión feudal del principio de identidad, entonces con la conclusión inductivamente innegable surgiría la pregunta: ¿si acaso ambas formas resultantes de la necesidad no debiesen poseer su apoyo metafísico en aquél mismo de la identidad? La misma urgencia monista que a nosotros nos pretende indagar acerca de un principio universal unitario (sin que éste -de acuerdo con el estricto sentido en que von Hartmann considera al concepto de “monismo”- deba ser un todo en uno), es de hecho una derivación del mismo principio de contradicción cuya forma afirmativa sustenta la identidad meta-lógica -y sin él, el poder de convencimiento de la exposición de pruebas inductivas resulta un hecho inexplicable por excelencia (de hecho tampoco demostrable de ningún modo, ni hablar de demostrado). Así también la causa efficiens [la causa actuante] y el motivo, y en el medio de ambos, la causa finalis [la causa como propósito] toman su causalidad -esto, según la propia definición de Schopenhauer, es la fuerza de su posibilidad de ser una causa- de la qualitas occulta de la voluntad idéntica a esa misma causalidad o fuerza, que no puede indicar otra cosa más que para el mismo núcleo volitivo inteligible más interno están implícitos y preformados todos esos comportamientos morfológicos y funciones fisiológicas en el mismo modo en que lo están en la de la causa final de un organismo determinado: de manera total y desde el principio el carácter individual contiene en sí todo aquello que se hace explícito en las acciones durante el transcurso de su vida.
Pero a partir de esto último no creeremos por mucho tiempo que hemos dado una respuesta a aquella pregunta con la sucesión de problemas (o de aporías) que emergen con el concepto de motivo. Entonces primero hemos de retornar a la perspectiva lograda de que el contenido volitivo representado, o, lo que quiere decir lo mismo, en cuanto motivo en sentido estricto, solamente puede hallar su realización en un “mundo exterior”, por lo tanto, por fuera de sí mismo, para obtener a partir de ello la idéntica conclusión de que toda realidad en cuanto tal requiere en los hechos de una dualidad de interior y exterior y frente a ello para el metafísico “queda la temerosa elección” de o bien ajustarse a la visión externa, y él por último habrá de reconocer en aquella dualidad la auto-escisión de algo uno (independientemente de si es un todo en uno, o algo uno partido individualmente, o sea, originalmente múltiple, o bien no molestarse a sí mismo por un largo tiempo con las extremadamente correctas conclusiones de las premisas de una estética trascendental, sino que retornar a las bases de un dogmatismo tanto con la mirada abierta, como con el ánimo calmado, retirarse a ellas por la puertita de atrás, pero sin poder permanecer allí por un largo tiempo, en cuanto que uno para nada puede renunciar a seguir razonando y en el quietismo místico simplemente pensar con voluntad verdadera en om. En unas pocas palabras: quien comienza a distinguir entre contenido volitivo y motivo y se vuelve consciente de las consecuencias de esta distinción, se halla precisamente con un pie en el fundamento de un realismo “plural”, puesto que reconoce que entre la voluntad cerrada en sí y el mundo exterior se constituye una relación esencial para la realización de la voluntad, que por tanto es real por excelencia, y esto por consiguiente no quiere decir nada más que: la voluntad se realiza gracias a su esencia más propia e interna, o sea, no de manera casual o de acuerdo a la necesidad heterónoma de un proceso de disolución del mundo que si bien puede ser anhelado por vía de la conciencia, tiene que ser iniciado por algo lógico, y no por una voluntad que quiere (cuanto mucho, que ella “lo ponga en marcha”), brevemente: con la necesidad spinoziana de su propia esencia se efectúa todo querer en los individuos,y solamente en individuos en cuanto que ellos obviamente han de valer tanto en el mundo físico como sencillos hilos de fuerza atómica elemental, como así también en el ético como el carácter individual más ricamente desarrollado.
La auto-escisión del querer universalmente eterna es aquello en lo cual y por lo cual se ha promovido [dispuesto] a la eterna auto-realización, y con ello se ha cancelado la posibilidad de alcanzar ciertos grados de existencia para aquella auto-reflexión, en la cual el propio contenido volitivo reflejado en el querer (extraño) del otro actúa sobre sí mismo como motivo. Siempre que nosotros estemos de acuerdo con la profunda, pero de ningún modo simplemente nueva, teoría de von Hartmann acerca de la génesis de la conciencia. Sin embargo la voluntad no se deja reconocer sin que sea simplemente en su contrario y opuesto: la impenetrabilidad del no-yo, por lo tanto solamente como individuo en lo individual, pero a partir de allí arrastra consigo un espejo al cual le envía rayos que son recibidos nuevamente al ser devueltos por aquél. Entonces esta correlación que va de un lado a otro por lo pronto puede verse como una anticipación metafísica de que la conciencia carente de crítica del presentimiento de la identidad preexistencial dada entre el motivo y el contenido volitivo que es mencionada en el antedicho intercambio (o más bien, confusión) de conceptos nos brinda una expresión ingenua.
Pero si ha de subsumirse la causa efficiens a la motivación, o bien ésta a aquélla, es tanto menos una pregunta “obligada” para alguna persona meditabundo carente de sentido práctico, así como aquella otra acerca de si también puede ser reducible a la identidad la necesidad de estas dos conformaciones de un fundamento que resulta suficiente; puesto que con una y otra se decide acerca de si el motivo no es adecuado como el concepto más encumbrado y abarcador para elevar lo fisicalista a algo ético, como por otro lado rebajar (por así decirlo, depotenciar) a algo fisicalista al naturalismo de todo lo ético que reconoce la física absoluta de una exclusiva causa efficiens.
Por el contrario en von Hartmann hallamos el intento de obtener conclusiones a favor de la naturaleza lógica de la realidad a partir de la igualación esencial de motivación y causalidad, y aquello que él presenta como resultado en la página 669:”la causalidad es captada como necesidad lógica que la realidad recibe por medio de la voluntad”, eso arroja un rayo de luz al sentido en que deben ser entendidas anteriores expresiones suyas, así por ejemplo el pasaje de la página 25, donde aparecen las siguientes palabras”para mí el querer del propósito se constituya como motivo, esto es, causa efectiva del querer de los medios”. -Tal identificación para él no procede en absoluto de las premisas de la metafísica de la voluntad, sino que se halla en la más profunda conexión con aquellas observaciones por las cuales él cree poder deducir la idealidad de lo querido a partir de su no ser aún y a partir de ella, la naturaleza de representación para todo contenido volitivo, tan consecuentemente que incluso la misma efectividad de las fuerzas atómicas, puesto que también ellas son acciones volitivas, no debe concluirse según él sin un respectivo ser objetivo de representaciones inconscientes. -Con ello él pretende con gran decisión mantener el concepto de consecuencia causal para toda representación accesoria que sea “figurada” alejado de las fuerzas creadoras o generadoras, y únicamente haber fijado en ello la idea de necesidad, al punto de que a uno le pueda surgir la duda de si a él le resulta completamente claro que a través del motivo no ingresa a la voluntad nada que antes ya no haya estado a su disposición dentro de ella misma, sólo que en otra forma, esto es, una aún no representada -uno quisiera decir preferentemente: en una forma irrepresentada-. Sin embargo tal caracterización se corresponde de hecho con la definición de motivo como una “base de excitación” que repetidamente aparece en él -solamente que la acentuación de la frase a la que siempre retorna, que no es posible un querer verdadero sin representación alguna, se enturbia siempre de nuevo por la perspectiva obtenida, y provoca una contradicción no menos decisiva.
La agudeza de su mirada crítica no desaparece, a la manera en que una física matematizante con sus definiciones que deben ser en tautologías no forzadas se mueve de un lado a otro alrededor de una nulidad, pero en él se da la misma debilidad humana, cuando pretende reforzar la figura de Proteo del concepto de motivo.
¡Entonces volvamos de inmediato al siguiente pasaje! En la página 60 dice: “la motivación usual consiste exclusivamente en que la representación de un placer o de un displacer genere las ansias, en el primer caso, de obtener algo y, en el segundo, de mantenerse alejado de algo”, y en la página 193 se acepta la explicación según la cual el placer es caracterizado como satisfacción de un anhelo y el displacer como insatisfacción del mismo y no “inversamente el anhelo como representación del futuro placer, y el aborrecer (anhelo negativo) como representación del futuro displacer”, puesto que “aquí el momento en verdad motriz, la voluntad como causalidad efectiva, permanece completamente inaprensible”. A partir de ello uno debiera tanto poder pensar como poder deducir que en el placer y en el displacer tenemos el puente sobre el cual el tornarse motivo puede atravesar una representación que entonces permanecería como inefectiva, y que placer y displacer han de depender de la esencia de la voluntad, mediante ellos un estado condicional de la voluntad sería, más que nada se halla en la página 202, en el reconocimiento de la “experiencia”, “que uno y el mismo motivo… actúe de manera distinta sobre individuos distintos” y en la conclusión de ello se halla la definición: “si uno sabe como alguien reacciona a todos los motivos posibles, entonces conoce todas las peculiaridades del mismo, por lo tanto uno conoce su carácter. El carácter es entonces el modo de reacción a toda clase particular de motivos, o lo que quiere decir lo mismo (?), el conjunto de todas las capacidades de excitación de toda clase particular de anhelos” (página 203), sin embargo no sin la observación añadida en la página 205: “no podemos observar sencillamente por nuestra cuenta las causas que condicionan las distintas capacidades de excitación de los distintos anhelos o las distintas reacciones de la voluntad de distintos individuos por un mismo motivo, nosotros debemos entonces conformarnos permanentemente con observar en ello la esencia más profunda del individuo y entonces a sus efectos los llamamos muy atinadamente carácter, o sea, marcas o características del individuo. Entonces tan pronto hemos reconocido que ese núcleo más interno del alma individual, cuyo flujo es el carácter, de todo aquel yo más propio del hombre, el que cuenta con mérito y culpa y al que se le impone la responsabilidad (bastante cercano a aquello que Kant denomina con el término de carácter inteligible), que entonces este ser particular que nosotros somos, aún así para nuestra conciencia y para el yo sublimado de la auto-conciencia pura se halla entonces distante una cosa diferente, que nosotros tanto mejor podemos conocer a este núcleo más íntimamente profundo en nosotros mismos por el mismo medio con que lo hacemos con otras personas, a través de deducciones a partir de sus acciones”. ¿Es esto acaso algo distinto a una paráfrasis de la doctrina schopenhaueriana? ¿Pero por qué en todo el mundo la gente se sigue preguntando arbitrariamente por el motivo por el cual el mismo von Hartmann ha obstruido de antemano el único acceso a una posibilidad de explicación para estas distintas maneras de generar efectos de una representación, o sea, formas de reacción de un individuo, de modo que él ha vaciado al puro concepto de querer de todo contenido propio?, ¿por qué él en el último pasaje citado habla simplemente de “causas condicionadas”, en vez de una misma fuerza o qualitas occulta que conceda la causalidad, en otras palabras, que sea causa del ser causa?, ¿por qué él no aplica simplemente a la voluntad en general y en cuanto tal aquello que aquí al individuo al menos implícitamente se le concede, o sea que su actuar fluya desde su núcleo esencial, si bien ese mismo núcleo esencial, esto de hecho es: su essentia, se vuelve cognoscible solamente a partir de su actuar, o sea, de su forma de existencia?, en resumen: ¿por qué ha querido él de antemano hacer fracasar toda investigación posterior de modo que priva a la voluntad en cuanto tal de todo contenido; y por qué él mismo ha echado a perder toda explicación que penetre en la propia ética, sí, todo pensar mismo que pretenda avanzar se reducirá a nada cuando él pretenda imponernos un ejemplo adicional según el cual debe resultar como conclusión la incontable plenitud de todas la realidades a partir de una hilera de ceros como sumandos, o cero sumandos? ¿O no es dos veces exactamente la misma magia, cuando él en un pasaje posterior de su obra, si bien por sí mismo no hace el intento, pero pretende presentarlo como fácil de ejecutar, de redirigir al origen de toda diversidad real hacia diferencias simplemente espaciales en la manera de actuar de simples fuerzas atómicas dentro de un sistema de fuerzas, que sin embargo no es discutido en su diversidad, y cuando él ahora si bien presenta la esencia únicamente idéntica a sí misma del carácter individual humano, pero lo hace en inmediata conexión con afirmaciones -más como paradojas- al estilo de: como “la voluntad es siempre una y la misma y únicamente se diferencia, primero, según el grado de fuerza, y segundo, según el objeto, pero éste no se constituye como más voluntad, sino que es representación”, entonces “también el placer como satisfacción de la voluntad y el displacer como insatisfacción de la misma siempre deben ser una cosa y la misma, y únicamente pueden ser distintos de acuerdo al grado, y la aparente diferencia cualitativa que ellos contienen son dadas por representaciones que los acompañan (página 193)? Entonces, pregunto una vez más, ¿para qué todo ese auto-boicot? -y no puedo encontrar otra respuesta a ello que no sea: por amor a un pensamiento y a una intención previamente concebida.
Después de ello resulta poco sorprendente que en todas las secciones de la obra de von Hartmann que se ocupan inmediata o mediatamente del debilitamiento del principio de individualidad flote una vaguedad desdibujada que contrasta con la especial claridad y determinación de su exposición, o que en otra debilidad lógica su empeño se vengue de haber cometido violencia contra las intuiciones de los sentimientos naturales, tanto teóricos como prácticos.
Con excepción del capítulo C VI, que introduce expresamente este tema, las secciones de la página 83 s. y 202 s. debieran ser consideradas como los pasajes principales que aquí nos incumben, y una consideración más cercana de las mismas habrá de convencer de inmediato a todos los desprevenidos de que a ellos les es común el error explicado y de que ellos no son especialmente conducidos a una transparente indeterminación entre contenido y objeto de la voluntad sin la cual para nada puede ser esclarecida la cuestión acerca de si la cualidad de ser representación sea para el contenido volitivo en cuanto tal o solamente sea adosada en su expresión como motivo.
Del mismo modo como para nosotros ya en lo anterior no nos resultaba simplemente un comienzo infructuoso, sino que un retroceso desventajoso y un descarte de cosas mejores ya obtenidas, si son separados nuevamente voluntad y querer, voluntas y velle o volitio, como funcionante y función, en vez de valorar su unidad como provechosa para nuevos conocimientos: de este modo tendremos que detenernos aquí en una parada con una gran confrontación, en la cual oponemos el hallarse libre de aquello que es querido a la voluntad o querer. Vemos que esto mismo -página 84- solamente resulta posible en el camino de un proceso de abstracción, cuyo ropaje de inmediato nos recuerda vivamente a la lengua de la que Schopenhauer procuraba horrorizarse [rechazarla] con tan gran aversión; entonces tampoco puede resultarle extraño a nadie cuando de inmediato en la página 85, como en una invocación silenciosa a la jus talionis [ojo por ojo], es elevado este pensador a la “medianía”, pero toda ilustración mediante ejemplos en contra de él y de sus partidarios es expresamente entendida como innecesaria, por su aparente “auto-evidencia”. Sencillamente entonces resulta suficiente una afirmación en contra de otra afirmación, y a nosotros nos conforma ver permanentemente qué es afirmado del otro lado.
Entonces aquí, tanto en este momento como también más tarde, ha de leerse la frase: “siempre que tratemos con voluntad alguna, a ella debe estar unida la representación, cuanto menos aquella que hace presente de manera ideal el fin, el objeto o contenido de la voluntad”. Esto de hecho se observa como si “fin – objeto – contenido”, aún cuando no fuesen conceptos intercambiables completamente idénticos, al menos debiesen ser tomados como sinónimos estrechamente relacionados. Pero si a esta representación la trasladamos a la lectura de la frase siguiente, entonces a continuación habremos de sentir recaer sobre nosotros una suave perplejidad, por no decir confusión: “No hay ninguna manifestación de la voluntad” -esto bien quiere decir tanto como que no existe ningún querer- “sin un motivo de excitación. La voluntad en sí” -¿esto no quiere decir la voluntas?- “es un ser potencial, una fuerza latente, y su traspaso al ser actual, a la manifestación de la fuerza, requiere como fundamento necesario un motivo que siempre ha de tener la forma de una representación. […] El querer” -¿la voluntas, la volitio o la velle?, ¿la voluntad en el ser potencial o en el ser actual?, bien entonces lo último- “es únicamente distinto según la intensidad, todas las restantes diferencias aparentes del querer recaen en su objeto, o sea, en la representación de aquello que es querido, y esos objetos son nuevamente condicionados por los motivos”. ¿Qué quiere decir esto?, entonces, ¿qué es propiamente un motivo? -De eso para nada tenemos experiencia-, solamente se dice que “siempre tiene la forma de una representación” -pero, ¿qué representación?- en tanto pretendamos figurarnos la representación de un “estado futuro” como la del “fin” a alcanzar, que anteriormente fue usado de manera promiscua [entremezclada] junto a “objeto” y “contenido”; (puesto que está muy claramente a la vista que no puede ser común la segunda representación del “estado presente” que la página 84 menciona como “punto de inicio”) -pero ahora es profundamente diferenciado el motivo del “objeto” de la voluntad en cuanto su “condición”- y con ello nosotros nos sentimos completamente confundidos por la corrección de aquello que hasta aquí hemos admitido, (que quizás podríamos salvarlo bajo la suposición de que el motivo es el objeto de la voluntad en cuanto que presente, en la medida que se presenta), se amplía: “de acuerdo a las distintas clases principales de cosas que se presentan más usualmente entre las personas” -pero bien es simplemente una expresión que se cambia para lo ya mencionado: el objeto- “en el querer, el querer mismo es también diferente en distintos direccionamientos principales, como por ejemplo búsqueda de placer sensual, codicia y avaricia, vanidad, ansías de honor y búsqueda de gloria, anhelo amoroso, impulso artístico, sed de conocimiento y ganas de investigar, etc.”
De hecho es una lista colorida frente a la cual él bien quisiera estar situado, para emplear expresiones tan vagas de manera confusa, tales como: cosa, objeto, fin y contenido -ya que todo estado, tal como: saber, investigar, productividad artística, volverse famoso, disfrutar, es designado como fin volitivo, entonces esto resulta sin embargo tan comprensible como que muy en general para la voluntad pueda valer el amor (amor) como contenido volitivo, el dinero y el honor como “cosas”, y el poseer en general como “objeto”. -Solamente que con todo esto la esencia y el concepto del motivo no es explicada en lo más mínimo, igual de poco como la siguiente oración que dice: “pues si esos objetos fuesen dependientes solamente de los motivos, entonces la psicología sería completamente sencilla y el mecanismo, congruente para todos los individuos.” Bien debo yo figurarme ex meo (por mi cuenta) en una oratio pro domo (elocución a favor del propio hogar), puesto que se propone quitar de la caracterología al lugar de su nacimiento y de residencia y todo tipo de arraigo, interpretando que si toda representación eo ipso (de por sí) es un motivo o inevitablemente se torna un motivo en lo que concierne a una voluntad individual, pero sin constituir ninguna caracterología, sino que simplemente debe haber un mecanismo de engranajes construido a partir de firmes representaciones, -efectiva y literalmente nada más que un “mecanismo” carente de alma-. Pero qué puede ser en verdad el motivo -o sea, el correlato del contenido volitivo proyectado en el mundo de las representaciones, siendo ese contenido independiente de la proyección, a eso no lo sabemos por ese desplazamiento de aquí a allá entre conceptos casi, completamente y para nada sinónimos, sino que a partir de la propia orientación por la vis essendi [ser actual] como la condición para alguna potentia existendi [ser posible] .
Puesto que para nosotros es una sentencia de certeza apriorística que todo aquello que sea y esté, unidad inseparable de esencia y existencia, es algo determinado por sí mismo, sólo idéntico a sí mismo, puesto que de hecho posee su ser en sí mismo, y no es dado por algún otro como si fuera una mera apariencia, puesto que su determinación es el ser determinado por sí mismo de una vez por todas: por ello nos resulta imposible pensar en una voluntad que se pueda dejar excitar en una indiferencia totalmente indeterminada por una causa de excitación de una conformación sin embargo completamente determinada, sin poseer en sí misma como esencia inalienable una capacidad de excitación con la determinación que le corresponde.
Según mi visión es una monstruosidad lógica, puesto que la burla inmediata de la ley de identidad de reconocer a un único hecho simultáneamente como producto de dos factores -del motivo y del carácter-, pero a continuación hablar nuevamente de él como la obra exclusiva de uno de esos factores. Y por último, el sentido de la explicación debe ser que ella refiere a una prueba de la mutabilidad del carácter y toda constate relativa puede encontrarse en ciertas adaptaciones del cerebro, en tanto que la voluntad ha de adquirir todas sus determinaciones recién por medio del motivo. Este es básicamente el mismo punto de referencia sobre el cual encontramos también a ciertos medio-pensadores de la secta de los materialistas carentes de ética, cuyo determinismo negador de la libertad se transforma mediante una dialéctica particular en la absoluta indeterminación de un liberum arbitrium indifferentiae carente de esencia [una absoluta libertad de elección], de modo que luego recaiga toda la decisión del lado del motivo, entonces a partir de allí, cuando se impone algo absolutamente casual, considerado en relación con la voluntad determinada, siendo así que precisamente quien es llamado autor no habría de tener parte alguna en aquello que es denominado como su acción, en tanto que motivos que un poco antes hayan sido efectivos no le hayan aportado una cierta capacidad de ser predeterminada, pero nuevamente aquello que habría de ser solamente asunto de la pura casualidad para nada podría denominarse como algo verdaderamente inherente a la esencia de la voluntad -pues entonces tampoco es presentado como ella misma-. Un carácter tal, aún “indeterminado”, vendría a ser una simple nada, y no una disposición o potencia, sino que el mero sustrato de apariencia de la auto-realización del motivo, sin que previamente haya sido comprensible de dónde entonces podría obtener el mismo motivo un respaldo sustancial, aunque sea sólo para su casi-existencia presente.
Sólo que una reflexión que sea demasiado pesada, o demasiado apática, o demasiado cargada de prejuicios, como para penetrar verdaderamente a fondo hasta el último querer, no puede sobrepasar al ámbito de las variables. Haciendo paradas en las estaciones intermedias y en cada ramificación del camino recto queriendo apresurarse hacia la derecha o hacia la izquierda en una desviación del último objetivo, tal forma de reflexión confunde permanentemente al contenido de la voluntad con los objetos en cuya representación se reviste este contenido de acuerdo a las circunstancias. Cuando la superficialidad pretende que un querer sea dado por sí mismo, allí en verdad no ha desaparecido otra cosa más que la creencia del individuo que quiere que eso sea determinado. La rectificación de ese conocimiento borra aquel error que, visto más de cerca, siempre es referido a un querer presente, y no a un auténtico fin final, que se sitúe más allá de toda finalidad momentánea -y más allá de todo lo meramente fenoménico se encuentra también lo auténticamente moral, o sea, aquello que puede ser considerado como tal. Pero porque ello recién es reconocible en y con los motivos, entonces se desploma el juicio poco crítico del retorno a una verdad, de modo que -siempre igual al habitante de aquella caverna platónica- aquello que uno ve, precisamente porque lo ve, entonces, en este caso, la imagen del contenido volitivo en juego para el motivo, es considerado como lo efectivamente existente, y se olvida que para lo efectivamente existente resulta algo completamente irrelevante el ser representación. El punto de inicio, el camino y la meta permanecen igualmente en las tinieblas cuando por la noche no los iluminan faroles encendidos dispuestos en el trayecto.
Aquello que denominamos devenir es solamente la “consecuencia”, o sea el suceder una cosa a otra en la fila de las cosas que aparecen, o sea el tornarse visible de algo hasta entonces invisible; en la esencia nada es modificado con ello; de hecho ella solamente se hace manifiesta, emerge desde el ser no conocido al conocido, y aquello que estaba dormido dentro de sí que ahora se le revela en el espejo como ella misma es su fundamento legal más propio, más inmanente, y por ello, autónomo por excelencia, cuyo contenido recién en cuanto conocido puede recibir el nombre de ley. Pero entonces el “motivo” de hecho es solamente “aquello que excita”, aquello que clama desde el sueño de la latencia, sólo en este sentido estricto de lo que saca hacia afuera, “de lo que recupera”, “lo que produce” -y “creador” únicamente como el balde desde el cual se obtiene el agua de la fuente, pero no como un creator omnipotens [creador todopoderoso], que genera algo que hasta entonces no estaba “por sí mismo”, espontáneamente y gracias a su aseidad [ser por sí mismo], sin embargo sin tener que precisar de sí mismo como su propia causa (causa sui).
Así ya nos enseñan los términos latinos causa efficiens [causa eficiente] y effectus -el efecto es la situación de estar dispuesto hacia afuera -lo efficiens es el tornarse de adentro hacia afuera algo interno para lo externo, o algo externo a partir de lo interno, una exterioridad a partir de una interioridad. Entonces el motivo atrae al contenido volitivo hacia el mundo exterior, pero consigue esto solamente gracias a la propia tendencia del querer mismo, que se orienta hacia el exterior, gracias a la, por así llamarla, intensidad expansiva del mismo; puesto que toda causa tiene finalmente su esencia en el efecto de exteriorización.
Así tampoco conocemos ningún efectuar sin algún efectuado, pero para lo cual uno debe pensar tanto en un objeto transitivo [de tránsito] de acuerdo con el cual la realización se refiere y orienta como algo ya dado, como también en un objeto factitivo que recién surge por la realización.
Así nuevamente encontramos emplazada la dualidad en toda causalidad, en toda motivación, y de hecho, como ya hemos visto, en la forma de la auto-escisión. Ya hemos reconocido en la esencia la condición pura, aquello que debía estar en ello cuando alguna cosa haya de surgir o de alcanzar un nuevo estado. Lo condicionante, que se halla “entonces en y junto a” las cosas, se sitúa del lado de lo condicionado, en cuanto la cosa que es dada, la existencia, como su sygkeimenon; [la unidad] es conditio, dote y fundamento, conventio y contractus: algo a lo que se arriba y una firme relación mutua; también así se halla en las “cosas” como la fijación determinante de valor y precio -syntheke, el situarse al lado, y “aquello que también debe dialogar”: la homologia, e hypothesis como fundamento y subyacente del hypokeimenon- resumidamente: el requisitos previo de lo existente, la “condición”, emplazamiento o situación sin la cual y fuera de la cual no hay nada real, no hay ningún suceso; aquello muy poderoso, de cuyo ser dado al mismo tiempo como synaitia, como algo co-efectivo, depende el darse, la existencia de lo otro. Y todo este contenido volitivo, en cuanto que en un primer es sólo pensado, independiente de su realización, dispuesto en la pura abstracción del “ser ideal”, se denomina en ésta, su existencia unilateral como pensamiento, con el nombre de idea.
Así entonces “voluntad” e “idea” -según el punto de referencia de la reflexión- poseen de hecho su contenido alternando entre una y otra -y en la medida en que resulta suficiente la autonomía de la voluntad individualizada, resulta también suficiente la razón de hipóstasis [suscribir a un pensamiento realidad objetiva] de una idea del carácter individual -o lo que quiere decir lo mismo: cuando y en tanto haya en general una razón para la ciencia, también hay una razón para la caracterología.
Julius Bahnsen, Acerca de la relación entre voluntad y motivo [Una investigación metafísica anterior a la caracterología], Stolp y Lauenburg, 18