Voluntad y motivo
Julius Bahnsen
“Solamente que es una pena que el clamar por alguien a la distancia pertenezca a las ocultas filas de combate del arte de la disputa, que por tanto se han vuelto inofensivas: todas las cosas superficiales e ingenuas han de venir con aquello y su forma de expresión -una completa lástima cuando el mismísimo enemigo oportunamente ha vociferado, como él bien sabe, que uno hoy en día no puede proseguir en la filosofía con un afectado rechazo de los resultados de las ciencias experimentales y sus métodos, y por ello por largo tiempo no habrá de cesar de observar un diploma certificado en otro sitio.”
Hace cinco años cuando yo publiqué en el programa a realizar los Esbozos de la caracterología, me era muy sabido no haber avanzado suficiente hacia la auténtica cuestión fundamental sobre el ser del carácter, e incluso tres años más tarde, cuando a aquellos bocetos los habían continuado algunas “introducciones”, no mantuve en secreto que yacían problemas metafísicos del otro lado de estas consideraciones, frente a las cuales me conformaba haber brindado una formulación permanente, en la cual señalaba como una próxima tarea a una exposición satisfactoria de las relaciones cambiantes dadas entre voluntad y motivo, cuya resolución habría legado la filosofía schopenhaueriana a sus continuadores.
Entonces cuando el desempeño indudablemente importante que en las últimas décadas ha llevado a su actual conformación a la filosofía sistemática desemboca en una explicación de este mismo problema (si bien en una conformación que se expresa de otro modo): entonces podría por un lado guardarme la satisfacción que habita en todo refuerzo de nuestros anhelos en la medida en que se dé una nueva comprobación a la creencia de que nosotros no nos hallamos en el camino incorrecto con nuestras experiencias; pero por otro lado debiera despertarme el deseo de poder enfrentar con toda claridad a una visión del mundo que aún frente a la mía pueda resultar igualmente rica en puntos de contacto que sean sorprendentes, al menos en cuanto parece sacudir repetidamente con vehemencia aquello que se extiende frente a las miradas de todos como la base que da sustento a la ciencia que he cultivado: el principio de individualidad. No se ha de pretender impedirle a un hombre prudente revisar las hendiduras en su cimiento cuando un sismo ha sacudido su hogar, a fin de que cuando sea posible, con el consuelo en su corazón, pueda levantar algo nuevo en una vivienda que se ha vuelto nuevamente habitable.
Sin embargo aún con tal impugnación no resulta por sí mismo puesto en cuestión el derecho a la existencia de esta ciencia. La mirada sobre los estragos que causa una tormenta o sobre el horror de una noche de tempestades no pierde nada de la violencia de una impresión inmediata, incluso si pensamos en que las monstruosas figuraciones básicamente se deben en ambos casos a procesos de igualación elementales que se dan en la atmósfera, y entonces el físico no cesa de indagar acerca de la esencia del calor con sus investigaciones experimentales específicas a fin de obtener una fundamentación siempre más profunda, incluso cuando en él se ha reforzado fuertemente el convencimiento de que ella misma consiste en una forma de movimiento. Ninguna otra cosa más se halla dispuesta en torno a la doctrina del carácter: ella incluso habría perdido tan poco de su interés estético como del puramente científico si efectivamente hubiese podido probar que para todas las diferencias de caracteres individuales no hay nada más que auto-diferenciaciones fenoménicas del todo-uno, (si bien es manifiesto cómo la niebla atravesada súbitamente no sufre ninguna interrupción en su esplendor, pero el atractivo de su visión disminuye luego para quien está implicado, en tanto que aquello es reconocido como un simple espectáculo). Incluso si básicamente habría de tratarse meramente de contrarios y nunca de opuestos contradictorios (como por ejemplo en la electricidad en el orden de aparición de ciertos comportamientos de la tensión entre el signo más y el menos), permanecería una tarea no menospreciada por el esfuerzo de investigación, tratar de aclarar la abundancia de fenómenos caracterológicos y su relación interna y mutua – y también frente a la alta nobleza de los espíritus de primerísimo rango el trabajador espiritual pretende afirmar su honor cuando él permanentemente libre de vacilaciones por contradicciones e incluso frente a las altas autoridades permanece firme en su creencia de poder servir mejor a la verdad, reina en común, si él procede a hacer su parte para la conciliación entre puntos de vista empíricos y trascendentales, racionales y místicos, realistas y los denominados como especulativos, aún cuando él se entregue prematuramente al despreciable altruismo frente a los decretos de infalibilidad dobles que resulta de una sola manera los cuales se hallan apuntalados con las formas de expresarse de un majestuoso observar desde arriba hacia abajo al “no poder acercarse” y al “no haber entendido” de los críticos -simplemente demasiado modestos-. Pero en sí cuán sencilla es la misma empresa que se inicia a partir del mismo anhelo de mediación, en el transcurso de sus procesos de comprobación a pesar de poder invalidarse con métodos de intimidación que muestren eficacia, de ello nos da una prueba la mismísima obra que le ha dado el inmediato impulso a este tratado, “La filosofía del inconsciente” de Eduard von Hartmann, cuando en su programa planteado en la introducción se presenta como no partidario de que caiga un juicio bajo el oficio de la historia -no obstante también de a acuerdo a un proceso inductivo- sobre todos aquellos que no son representantes del “monismo” en el más estricto sentido, que serían cada uno simplemente pensadores subalternos [situados en un nivel espiritual inferior]. En esta medida entonces en el “pluralismo” debe ser presentado a todos naturalmente algo así como una concesión hecha en algún momento por los mismísimos príncipes del pensamiento para una disminución que se origine en sus propios principios más elevados, o apenas como una parte de la prueba del carácter “diletante” de un sistema. Más recientemente ocurre muy especialmente en Schopenhauer quien expresamente se ocupa de vanagloriarse de no haber sacrificado su naturalidad a ninguna escuela ni escolástica, y alguien más joven, a quien se ha encontrado culpable de la herejía de haber alimentado entonces a su arroyuelo de las fuentes de aquella inconsecuencia -que, sin embargo, no es meramente aparente-, debe someterse a ciegas a una similar condenación, obviamente con mucho mayor fuerza. Pero si de hecho una corriente se divide en dos brazos, entonces siempre es más difícil decir cuál de las dos posee mayor derecho a continuar con el nombre del tramo indiviso; -quizás uno de los dos sustente sus pretensiones en que acapare mayor caudal de agua, mientras que el otro quizás no pueda más que exponer a su favor que él conserva el rumbo principal que originariamente se ha propuesto.
Si ocurre la admisión de autonomía a una totalidad de pensamiento y uno de inmediato resulta víctima de una dependencia de esclavo mediante el público reconocimiento de un agradecido enaltecimiento para con el maestro admitiéndose alegremente que uno está en deuda con él por dar lo máximo y lo mejor; acerca de esto será tanto más adecuado expresarse luego de los resultados manifiestos antes que de acuerdo con las simples seguridades de la piedad; -pero se puede vanagloriar de algún valor quien no abandona traicioneramente el oficio auto-impuesto de un representante por formas de conocimiento aparentemente inferiores, puesto que ello en ciertos círculos de una aristocracia piadosa [afectada] no pertenece más a las buenas maneras de un tarea leída de la filosofía, al mirar con nariz parada de veleidades exclusivas [expresiones volitivas] que piden consuelo por tener que tratar en un entorno de confianza con el “saludable entendimiento humano” de los plebeyos. De este modo uno se abandona a la barata sospecha de tampoco poder exponer nada más que el rumiar [volver a masticar] sus argumentos anteriormente rechazados, de que con el pensamiento propio no se puede ir más allá de una estrechez contrapuesta. Solamente es una pena que el clamar por alguien a la distancia pertenezca a las ocultas filas de combate del arte de la disputa, que por tanto se han vuelto inofensivas: todas las cosas superficiales e ingenuas han de venir con aquello y su forma de expresión -una completa lástima cuando el mismísimo enemigo oportunamente ha vociferado, como él bien sabe, que uno hoy en día no puede proseguir en la filosofía con un afectado rechazo de los resultados de las ciencias experimentales y sus métodos, y para ello ya hace tiempo que Pericles, César y Mirabeau, quienes aunque sí lo eran de cuna no fueron hijos del pueblo, luego sin embargo se esforzaron en levantar al pueblo con una justicia igualadora al punto de no poder ser ignorados ni despreciados, y recién entonces fueron aclamados para establecer su reinado. -Diferenciarse de la mayoría y destacarse con la distancia de llevar zapatos brillantes no resulta para nada algo tan terriblemente difícil, sino que ya por sí mismo merece respeto y sin más podría imponerse a otros en cuanto sean espíritus del tipo servil.- Entonces quien posee la conciencia de anhelar aquella concordancia de las visiones aparentemente confrontadas, de la cual cree tener certeza desde el más profundo fondo de su ser hacia el exterior: él se volverá tanto más desenfadado en revertir de una vez y con total agudeza todos los puntos de discrepancia, despreocupado de elegir por medio de qué canales el agua que es derivada [reconducida] desde esta corriente será finalmente recuperada -aún cuando sea recién en el ancho océano. Puesto que quien piensa esto con una mentalidad sincera, se sentirá seguro y cierto, más que nada de acuerdo con la posibilidad de ocurrir aquello, de que no se ha aferrado conscientemente a una ventaja carente de fundamento.
Entonces en este sentido pretendo haber retomado la siguiente polémica. Ella le manifiesta al oponente la necesidad de un acuerdo oral y lo eleva con un justo agradecimiento por la sugerencia que es recibida por él en muy buena medida -ya que ella se ha desarrollado y fortalecido en una pugna entre las ideas de aquél y las propias, ya sea o bien después de aquél o antes de aquél habrá de querer anunciarle al otro: ¡Detente, no sigas, somos amigos!- esto dicho una vez: ¡diez pasos más hacia adelante, entonces habremos de reencontrarnos!
Puesto que a mí se me ofrece aquí simplemente un espacio manifiestamente restringido, para nada puedo pensar en darle a mi crítica dado el caso una forma inductiva mucho más abarcable. Pero al contrario me veo necesitado en cierto modo de hacerme hacia atrás y mirar el tren que avanza en “La filosofía del inconsciente” y tomar como punto de partida los principios que allí recién son expuestos en el capítulo final para inclinarme ante una necesidad que de corazón resulta incómoda, insertar mis reservas en una forma de tesis más o menos lograda.
De hecho, según mi parecer, aquello que nos separa se esconde en ello que es común a todas las puntas de las consideraciones y a las explicaciones tempranas del “dinamismo atómico” del von hartmannismo: en que el autor en una sobredosis de anhelo por la fundamentación con la cual se esconde la sobre-fundamentación, la sub-fundamentación, o incluso hasta una no-fundamentación o carencia de sustento, sea conducido a concluir en una simple verdad que es conocida desde hace mucho: toda fuerza es por tanto siempre y desde el principio una fuerza de ser (o fuerza del ser, vis existendi eademque essendi). La posesión de esta unicidad inaprensible en su simplicidad hace todo lo demás, ya sea aplicable a un fragmento de pelo que se encuentre dividido o incluso a un análisis del ser que proceda por división según la forma de oráculo místico del viejo Schelling hasta arribar una todo-posibilidad inexistente.
Por otra parte nos brinda esta sentencia en su siguiente aplicación sobre las fuerzas atómicas el primer suelo firme para imaginar una existencia relativamente discreta y autónoma; obtenemos de su verdad el fundamento de una existencia individual primigenia, pero en la misma medida también para una existencia primigenia individual. En ella poseemos una determinación límite para la dependencia del individuo respecto del todo-uno, y así como frente a ello por un lado se defiende de la posibilidad de esfumarse descoloridamente y de fundirse pastosamente en una sustancia indiferente, carente de cualidad e indeterminadamente pre-existencial, también por otro lado se protege de la animada relación cambiante de la diversidad interna a él y de los seres individuales entre sí. La necesidad de afirmar el correlato de una sustancia en la figuración de una fuerza resulta en sí poco clara, pero en su incapacidad de ser rechazada, emerge con carácter de a priori, y encuentra aquí su más sencilla suficiencia que rechaza toda impugnación dialéctica.
Schopenhauer, quien en general sólo en infrecuentes situaciones se ocupa de dar pruebas de su agudeza de análisis ya que él prefería exponer la visión intuitiva antes que explayarse en la dialéctica crítica, sin embargo ha permanecido como responsable de especificaciones muy valiosas, pero literalmente en él uno puede echar de menos una diferenciación sinonímicamente aguda entre voluntad y volición (voluntas y volitio). No obstante ello él no ha rehuido de hablar acerca de un esse, de una essentia y de una existentia de la voluntad y del carácter, y cuando él con todo esto aún dejó cosas por hacer, eludió de este modo el peligro de errar el rumbo dirigiéndose a un “supra-ser”, pero también de acertarlo, puesto que en su pensar sobrio aborrecía el hecho de conceder a elementos místicos y conceptualmente inaccesibles el ingreso al sistema, al punto que él permaneció próximo a la idea de situar la justificación de aquello más allá de los límites del conocimiento racional.
Entonces también sus partidarios precisan no temer al reclamo de apostasía cuando para su validación pretenden servirse de esta diferenciación terminológica de los actos volitivos más primitivos cuando aquella de von Hartmann ha reconocido las fuerzas atómicas . Sencillamente significa continuar con los pensamientos de Schopenhauer, cuando uno mantiene abierto el acceso a su máxima preferida Operari sequitur ese [Tu obrar define quién eres] incluso a las operaciones más sencillas del ser más sencillo. No se halla ninguna prosperidad para una supra-reinante de las primeras, puesto que en su entretejido sinonímico apenas mediante un terraplén se han diferenciado “fuerzas” de “actividades”, y así también exigen nuevos nichos de diferenciación “obrar” y “actividades”, y si fuese satisfecha esta exigencia, entonces a pesar de ello la voluntad -también aquí permaneciendo fiel a su ser fundamental e insaciabilidad- se escaparía hacia adelante apuntando a resultados todavía más refinados del saber analítico -tanto como al infinito.
Entonces, en vez de dejar arrasarnos por el torbellino de este progreso y regreso lógico al infinito, procedamos a hacer un alto con una resuelta modestia propia antes, o si lo prefieren “tras”, del quid [qué] y del quale [cómo está conformado] de la esencia existente.
A toda otra cualidad o fuerza precede literalmente la fuerza de ser como una condición previa. Pero a esa fuerza de estar siendo se le contrapone una fuerza de no estar siendo en cuanto que ella se constituye como vacía de contenido, a la manera de un “que” sin un “aquello”. En esta relación de cambio de estar forzándose mutuamente se enfrenta entonces un determinado ser de tal modo de acuerdo con su cómo (quale y quomodo) al simple estar ahí e incluso al ser aquello (del indefinido quid, cuyo auto-vaciamiento abstracto pareció revelarse a los escolásticos con la categoría de quidditas) como su pura condición, y la esencia incorpora este ser hacia lo real, que, en cuanto se presenta, recibe el nombre de realidad, como el sine qua (o quo) non [condición previa fundamental] de la existencia.
Tanto como se le proteste a von Hartmann por esta condensación del desarrollo de su pensamiento en el capítulo final, tanto como a él se le reclame que eso significaría resumir a los saltos o recortando, un condensar sin concentrar; debo entonces mantener la afirmación de que él mismo a fin de cuentas luego de elevarse al éter propio del castillo en las nubes preparando la capacidad respiratoria de una forma suficientemente tosca ha debido desplomarse en un ser pre-preexistente, que es bastante burdo como para ser cargado sobre los amplios hombros de Atlas con ambos atributos creadores del mundo: querer y representar. ¿Entonces para qué primero treparse a la nada supra-mundana si uno de allí no puede tomar nada que aquí abajo no se pueda obtener -que resulta solamente algo más cómodo y cercano al punto que él pueda decir: “no está lejos”? o sea, un ser existente, o que haya existido, anteriormente a un ser preexistente, que se distingue similar a un pequeño pelo de la sustancia interna al mundo (si uno entonces junto a Schopenhauer identifica esto a la materia, algo cercano a aquello tan manifiestamente aborrecido (rechazado), la estofa), como el puro ser de Hegel de las ideas puras hegelianas o como un “huevo de mundo” vacío lo es a otro, pues precisamente como en Hegel al final todo lo abandonado o dejado por von Hartmann debe ser nuevamente depositado en lo que ha sido vaciado.
La potencia de carácter obligatorio del principio de identidad y a la vez también del principio meta-lógico de contradicción reposa simple y únicamente en la fuerza de ser y nosotros no precisamos entonces contraer un préstamo en la doctrina de Herbart en lo que refiere a la irrevocabilidad del ser “establecido” de una vez y por ello ensimismado en el aniquilamiento (nil fit ex nihilo [de la nada resulta nada]), para contar con el reconocimiento de von Hartmann de esta verdad fundamental, puesto que en esta explicación él mismo ,sin captar aquello mucho más profundamente, ha hecho el intento infaliblemente desafortunado de deducir de lo lógico el “qué” total del mundo, siendo así para él el principio de contradicción sencillamente lo negativo, mientras que “la meta absoluta”, lo positivo. -Precisamente el postulado lógico de una separación de sujeto y predicado no se puede rechazar y se lo deja descansar de sus cuestiones dialéctico-críticas: ¿es entonces el rechazo mismo lo rechazante y lo rechazado no es más que la atracción, y viceversa, lo atrayente nada más que la atracción? Quien pretenda eliminar el concepto de “estofa”, no debe hablar de fuerzas, sino que solamente de “actividades”, puesto que para él la “fuerza” no es más que un substrato hipostasiado [atribuir realidad objetiva a un pensamiento], como para la fuerza lo es la estofa, y ésta no resulta ser menos que aquélla. Y si uno en menor medida observa cómo con este proceder los distintos convencimientos resultan conciliables, uno termina aceptando la constancia de las fuerzas en el sentido de la física más reciente. Con tal disolución absoluta de la materia en una suma de actividades no existe ninguna esencia aglutinante que otorgue fijeza y conformación a la existencia, por así decirlo, en su suma -y nosotros no retenemos más que las abstracciones de un hacer sin ningún actor, totalmente huecas, totalmente carentes de sustancia, totalmente en una relación de dos anhelos opuestos entre sí, siendo uno objeto del otro, siendo uno negativo y motivo del otro, y nada más, y para toda la colorida mutación del mundo real, el regazo materno caleidoscópico.
Pero resulta escarpadamente inaccesible saber cómo un alumno de Schopenhauer podría escaparse de la ganancia principal que uno ya tiene en mano con sus principios metafísicos. Precisamente la elevación de la voluntad como único principio del mundo logra de un golpe derrotar a la penosa y primigenia antinomia de las relaciones de función y algo funcionando en el mundo, ya que se ha de contener todo acto deliberado de deshilachado del pensamiento, a fin de derrotar en la voluntad entendida correctamente a la unidad inalterable de las dos cosas. La voluntad misma en cuanto tal es aquello que está queriendo y es solamente el “qua” queriendo -el hacer y el actor no pueden ser separados en él, sino que inmediata y manifiestamente son una y la misma cosa- y todo simplemente gracias a que es permitido por von Hartmann orientarnos por una dirección posterior de los componentes que son solamente diferenciables en lo conceptual -quisiera haber dicho: en lo simplemente propio del habla, para imposibilitar una eventual sobre-explotación del término “ideal”-, él se deshace así de todas las ventajas obtenidas y nuevamente se sitúa en desventaja frente a todas las chicanas pensables contra un materialismo carente de metafísica como así también contra una ontología híper-metafísica al estilo de Hegel.
El manifestarse de esta prioridad específica de la voluntad frente a otros principios universales que puedan ser pensables, sin embargo, tiene como consecuencia, según me parece, una deficiencia inmediata extendida en el sistema de von Hartmann, a la cual yo quisiera denominar como el carácter mecanizante en él.
De ello presumo a partir de algunas particularidades de su manera de argumentar. Ya es notorio que para él las pretensiones en la sencilla oposición de su naturaleza a veces negativa, a veces positiva no significan nada más que orientaciones de la voluntad. Así él reproduce de una manera formal la rectitud de funciones de fuerzas físicas, sin mencionar nada de las formaciones de efectos de los grados de existencia más elevados. A la voluntad misma, cuando él ha de figurársela y juzgarla como voluntad total de un individuo, la considera como una mera resultante de sus empeños, y en sí éstos solamente despiertan el interés relativo, uno podría llamarlo interino, de los componentes, o sea carecen de validez auto-fundada . Del mismo modo en la consideración de la vida es una expresión muy apreciada hablar de la utilización de mecanismos de ayuda simplificadores, que solucionen todo de una vez y estén siempre disponibles -pero finalmente siempre debe aparecer en medio el querido inconsciente como un auténtico “deus ex machina” [algo divino dado a partir de una máquina] para encontrarle solución a todos los apuros que en él puedan tener lugar como si se los introdujese en un costal sin fondo. O todo lector imparcial no debiera formarse la impresión de estar ante un demiurgo oportunista que arregla todo lo que uno estropea, cuando se habla de una inmediata intervención del inconsciente como un “todo en uno”, que recuerda a algunas teorías fantásticas medio desaparecidas. Asimismo en otro lugar se repasa todo aquello que pudiese resultar una instancia contraria a aquella que de todos modos es manifestada expresamente: la omnisciencia del inconsciente, tan débilmente fundada -puesto que cuando es necesario un mejoramiento para un engranaje que en todo momento en consecuencia se halla fuera de las circunstancias que tan bien han de ser consideradas para el obrar del inconsciente, puede que no sea absolutamente obvio que no podrá resultar una realización de lo lógico como la de algo absolutamente “razonable”.