Relaciones entre la maitri budista y la agape cristiana.

Relaciones entre la maitri budista y la agape cristiana. Las interpretaciones occidentales de los filósofos Arthur Schopenhauer y Henri Bergson

 

Por Jorge Martin

 

Día y noche, 1938, MC Escher. Collection Gemeentemuseum Den Haag/the MC Escher Company

 

El estudio científico del budismo comenzó a desarrollarse en Europa entre 1820 y 1850, es decir posteriormente a la constitución de un saber filológico en torno al hinduismo a fines del siglo XVIII. Este abordaje histórico y doctrinal estuvo acompañado por el desciframiento de lenguas (como el pali y el tibetano) y la llegada de manuscritos sánscritos a Londres y París, provenientes de Nepal. Antes de esas fechas, el conocimiento que se tenía del culto a Buda era muy vago y confuso, a tal punto que se consideraba que era anterior al brahmanismo.

Uno de los referentes indiscutidos que posibilitaron este renacimiento oriental en el siglo XIX, fue Eugène Burnouf, quien en 1832, en el Colegio de Francia, sucedió a Léonard de Chézy en la primera cátedra de sánscrito abierta en Europa. Años después, en 1844, publicó su célebre Introducción a la historia del budismo indio, primera exposición rigurosa de la enseñanza de Buda, tal como era posible reconstruirla en su época.

En relación con el tema que nos ocupa en esta exposición, en su monumental obra de 1852, Le Lotus de la Bonne Loi, Burnouf nos dice: “No vacilo en traducir por caridad la palabra mâitrî, que expresa no la amistad o el sentimiento de afecto particular que un hombre siente por uno o varios de sus semejantes, sino ese sentimiento universal que hace que uno sea benévolo con todos los seres humanos en general, estando siempre dispuesto a socorrerlos. Esta virtud que, como se sabe, es uno de los rasgos característicos de la moral budista, me parece expresada por la palabra mâitrî[1].

A partir de esta mención, se multiplicaron las comparaciones entre la benevolencia budista y el amor cristiano por parte de los pensadores occidentales. En lo que sigue, analizaré los abordajes que hicieron de este tema Arthur Schopenhauer y Henri Bergson; dos filósofos que compartían algunas afinidades intelectuales, y que tenían en alta estima tanto al budismo como al cristianismo, pero que discrepan en torno a la pregunta de cuál de estas dos religiones es la más plena.

En 1814, Schopenhauer comenzó el estudio de la antigua religión de la India, gracias a su amistad con el orientalista Friedrich Majer. Éste le recomendó la lectura del Oupnek’hat, una recopilación de cincuenta Upanisad traducidas al latín del persa por Anquetil Duperron en 1801, quien presentaba la obra como secretum tegendum, es decir, un secreto que hay que ocultar. Si bien ya en su época los filólogos fueron muy críticos de esta traducción (por no provenir del sánscrito), Schopenhauer siempre la reivindicó con gran efusividad: “Es la lectura más gratificante y conmovedora que se puede hacer en este mundo (con excepción del texto original): ella ha sido el consuelo de mi vida y será el de mi muerte”[2].

Más allá de que se presente a veces a Schopenhauer como el “primer filósofo indo-europeo de la historia”, lo cierto es que este interés por la India es compartido por todo el movimiento romántico. Además, como ya hemos mencionado, en estas primeras décadas del siglo XIX, el estudio de sus religiones no contemplaba el budismo. Por eso, cuando Schopenhauer redacta, de 1814 a 1818, El mundo como voluntad y como representación, no ha podido tomar, como él mismo reconoce, ningún influjo de él, puesto que “hasta 1818, cuando apareció mi obra, en Europa había sobre el budismo muy poca noticia, incompleta e imperfecta”[3].

Sin embargo, a partir de la difusión de las traducciones de los textos budistas, y su comentario por parte de diversos estudiosos, las referencias al budismo comienzan a aparecer en sus siguientes escritos: en los suplementos de El mundo como voluntad y como representación (1844), en Parerga y paralipómena (1851), en la segunda edición de Sobre la voluntad en la naturaleza (1854) y en los añadidos de la última edición de su principal libro (1859). Como consecuencia de esta proliferación de menciones, el propio Schopenhauer se alegra de constatar el “acuerdo (“Übereinstimmung”)  tan profundo”[4] que existe entre su doctrina y esta religión.

Desde su punto de vista, tanto los filósofos como los fundadores de las religiones vienen al mundo para transmitir una interpretación de la vida y para dar una respuesta al enigma de la existencia. Pero mientras que los primeros se dirigen a unos pocos, los segundos lo hacen a la mayoría de las personas; por eso, los últimos no comunican la verdad en sentido puro y abstracto sino que la expresan a través de alegorías, parábolas, símbolos y misterios. La religión, para Schopenhauer, siempre es mitología, verdad en sentido alegórico, es decir metafísica para el pueblo, un vehículo por medio del cual se le enseñan verdades profundas que en otro caso le resultarían inalcanzables.

El valor de una religión depende del mayor o menor contenido de verdad que, bajo el velo de la alegoría y el símbolo, contiene, y de la mayor o menor claridad con la que la verdad es visible a través de ese velo. A su vez, la diferencia fundamental entre las religiones, no radica en que sean monoteístas, politeístas, panteístas o ateas, sino en si son optimistas o pesimistas, es decir si presentan  la existencia del mundo como justificada en sí misma, y de este modo la ensalzan, o si la consideran como la consecuencia de nuestra culpa y, por tanto, como algo que no debería ser, al reconocer que el sufrimiento y la muerte no pueden formar parte del orden eterno de las cosas. Teniendo en cuenta estos parámetros, para Schopenhauer, el budismo se destaca sobre todas las religiones, tanto desde el punto de vista de la verdad expresada como del modo en que es transmitida.

Desde la perspectiva de nuestro autor, ambas posturas (la suya y la budista) concuerdan fundamentalmente en los siguientes aspectos. Primero, la identificación de la vida con el mal y el sufrimiento; segundo, el rechazo de toda forma de teísmo; tercero, la constatación de que las personas y las cosas individuales son ilusorias, careciendo de toda naturaleza propia; cuarto, la exhortación a la pérdida de sí y a la compasión por toda forma de ser vivo; quinto, la negación ascética del querer-vivir, ya que el dolor es fruto del deseo; sexto y último, el concebir intelectualmente la liberación o la salvación de un modo puramente negativo.

A su vez, desde la óptica de Schopenhauer, el budismo tiene cierto “parentesco” (“Verwandtschaft”)[5] con el cristianismo antiguo y genuino (es decir, no con el protestantismo, que es visto por él como una degradación del cristianismo original al negar el ascetismo y, sobre todo, el celibato). Entre otras, se pueden mencionar las siguientes semejanzas: en primer lugar, ambas religiones son pesimistas en tanto que conciben la existencia como una caída, en la que reina el sufrimiento y la muerte; en segundo lugar, el camino que conduce a la redención y a la salvación es de renuncia del mundo, de mortificación y de supresión de la voluntad; en tercer lugar, ambas aconsejan el amor universal, es decir el amor ilimitado al prójimo e incluso al enemigo.

Alejándose de Kant, Schopenhauer sostiene que la piedad o compasión, no sólo hacia el hombre sino hacia todos los seres vivos, es el fundamento de la moral. Maltratar a cualquiera de ellos, es atentar contra la esencia de todo lo viviente y, por consiguiente, es atentar contra uno mismo. Es decir que esta experiencia de la compasión posee incluso un alcance metafísico en la medida en que revela la unidad fundamental de todos los seres bajo el velo ilusorio de la multiplicidad fenoménica. Tat twam asi es la fórmula que toma nuestro filosofo de la Chandogya-upanishad para sintetizar su metafísica de que todo es uno y de que la distinción entre los entes es sólo aparente, y que traduce por eso eres tú o ese ser vivo eres tú mismo.

Schopenhauer afirma: “Alle liebe (αγαπη, caritas) ist Mitleid[6]” [“Todo amor (αγαπη, caritas) es compasión”[7]]. Aquí coinciden el contenido ético del cristianismo y el del budismo, y por eso, para él, son las religiones más sublimes y perfectas. No obstante, hay una primacía moral del budismo sobre el cristianismo, en la medida en que la compasión budista trasciende el ámbito humano y se extiende a todos los animales, mientras que la misericordia cristiana se reserva exclusivamente para las almas humanas:

“Otro defecto fundamental del cristianismo que se puede mencionar […], y que manifiesta a diario sus perniciosas consecuencias, es que ha separado de forma antinatural al hombre del mundo animal, al que pertenece en esencia, y solo quiere admitirlo a él, considerando los animales directamente como  cosas; – mientras que el brahmanismo y el budismo, fieles a la verdad, reconocen claramente  la manifiesta afinidad del hombre con toda la naturaleza en general, pero ante todo y sobre todo con la animal, y lo presentan siempre en estrecha conexión con el mundo animal a través de la metempsicosis y de otros medios. El relevante papel que desempeñan los animales en el brahmanismo y el budismo, comparado con la total nulidad que tiene en el judeocristianismo, condena a este último por lo que respecta a su perfección, por muy acostumbrados que estemos en Europa a tal absurdo. […] Entre los hindúes y los budistas, en cambio, prevalece la mahavakya (la gran palabra) tat-twam-asi (eso eres tú) que se expresa siempre acerca de cada animal para recordarnos la identidad de su esencia interior y la nuestra como pauta de nuestras acciones”[8].

Antes de pasar a nuestro próximo autor, me gustaría señalar que, en general, los orientalistas han sido bastante críticos con respecto a la lectura que ha hecho Schopenhauer del budismo. Sin duda, reconocen los esfuerzos que ha realizado para promover su estudio en Europa y los elogios que le ha dirigido, pero también desconfían de la generalidad de sus enunciados. Por ejemplo, parecería no distinguir con mucha claridad el brahmanismo del budismo (en una época en la cual las diferencias ya habían sido señaladas por los especialistas); y habla de él como si fuera un todo rígido y sin variantes. Además, se habrá notado que atribuye la fórmula védica tat-twam-asi tanto a los hindúes como a los budistas. Pero, amén de que el texto no deja suponer ninguna preocupación ética (como plantea la hermenéutica schopenhaueriana), la idea de que hay una unidad ontológica que subyace a la pluralidad de los entes no es compatible con las enseñanzas de Buda. Asimismo, la fascinación del filósofo por la ascesis india, se limita al ayuno, a la castidad, a la pobreza, etc., es decir, a la mortificación del cuerpo; pero no tiene en cuenta las prácticas psicosomáticas, morales e intelectuales que apuntan a una purificación total del ser humano. Por último, no se puede identificar el nirvana con una suerte de nihilismo aniquilador. En síntesis, los orientalistas plantean que Schopenhauer ha recurrido al budismo sólo para confirmar sus propias tesis, que ignora la terapéutica budista y su camino del medio para alcanzar la paz, y que identifica erróneamente budismo con pesimismo.

Luego de veinte años de estudios teóricos y de una progresiva maduración espiritual (que incluyó su acercamiento al catolicismo a partir de su religión familiar, el judaísmo), Henri Bergson publicó en 1932 el libro con el cual iba a concluir de algún modo su itinerario filosófico: Las dos fuentes de la moral y de la religión. Este texto es una obra compleja y extensa, que consta de cuatro capítulos: 1. La obligación moral; 2. La religión estática; 3. La religión dinámica; 4. Observaciones finales. Mecánica y mística.

Al comienzo del capítulo III, que es el que nos interesa aquí, Bergson retoma su concepción del impulso vital, que ya había desarrollado en La evolución creadora. Según lo planteado en esa obra, la energía creadora se lanza en la materia para obtener de ella todo lo posible; pero solo la línea de evolución que conduce al hombre y a la inteligencia, representa un éxito para el esfuerzo creador, puesto que implica la aparición de la libertad en nuestro planeta.

La inteligencia sin embargo, a pesar de todas sus virtudes, no dejaba de tener sus peligros. Por un lado, daba conciencia de la propia finitud y de la incertidumbre en cuanto a los resultados de nuestras acciones; por otro, también tenía consecuencias antisociales, en la medida en que el individuo se preocupa primero de sí mismo. Dicho en otros términos, la inteligencia suscitaba la depresión y el egoísmo. En estas condiciones, es claro que el futuro de nuestra especie no hubiese sido factible. Por eso, la inteligencia humana desarrolló en sí misma la función fabuladora, que es la encargada de elaborar las religiones. El papel de esta religión, llamada por Bergson estática o natural -y estudiada en el capítulo II-, consiste en suplir un posible déficit del apego a la vida en los seres dotados de pensamiento.

Ahora bien, se pregunta el autor, ¿no hay otra manera de lograr que el hombre esté apegado a la vida, a pesar de los peligros que implica la conciencia reflexiva? Para Bergson, se puede lograr esto remontando el impulso del cual han surgido todas las cosas. Pero si bien el hombre no podía lograrlo con la inteligencia sola, ya que ésta trabaja en sentido inverso a la vida, el filósofo recuerda que en torno a la inteligencia queda una franja de intuición. El esfuerzo místico, que es una prolongación y una intensificación del esfuerzo intuitivo, implica que el alma está en contacto con el principio vital y que se deja penetrar por él. De este modo, la confianza que la religión estática aportaba al hombre se encontrará transfigurada: ya no habrá más preocupación por el porvenir ni retorno inquieto sobre sí mismo.

¿Se puede hablar de religión en ambos casos? Sí, responde Bergson. Primero, porque el misticismo sigue proporcionando en forma eminente la seguridad y la serenidad que la religión estática debe transmitir; además, el misticismo para propagarse ha debido insertarse en las religiones existentes, y las ha transformado por esto mismo. Para acceder actualmente al misticismo, es necesario referirse a las diversas tradiciones religiosas que él ha contribuido a crear por inserción en lo que preexistía. Cabe aclarar, no obstante, que entre el misticismo puro y la religión estática hay una diferencia radical de naturaleza, siendo el primero supra-intelectual y la segunda infra-intelectual. De todas formas, se mezclan en diversas proporciones para generar religiones mixtas (la religión dinámica), en las que se intercalan transiciones y diferencias de grado.

El verdadero misticismo es algo raro, sostiene el autor. El místico auténtico es más que un hombre; es alguien que está en proceso de deificación por su participación en el impulso vital. Antes de llegar al misticismo cristiano, que para él es el más completo, Bergson analiza los esbozos del misticismo futuro, y es aquí donde hace referencia a la India antigua (es decir, previamente a la influencia que pudo ejercer sobre ella la cultura occidental). Es importante mencionar que nuestro filósofo reconoce que su aproximación al pensamiento oriental es a partir de intérpretes (que los críticos ignoran cuáles son) y no a partir de un estudio directo de las fuentes.

Específicamente sobre el budismo, nos dice lo siguiente:

El budismo, más científico [que el brahmanismo] por un lado, es más místico aun por el otro. El estado al que encamina el alma está más allá de la felicidad y del sufrimiento, más allá de la conciencia. Es por una serie de etapas, y por toda una disciplina mística, que desemboca en el nirvana, supresión del deseo durante la vida y del karma después de la muerte. No hay que olvidar que en el origen de la misión del Buda está la iluminación que tuvo en su primera juventud. Todo lo que el budismo tiene de expresable en palabras puede sin duda ser tratado como una filosofía; pero lo esencial es la revelación definitiva, trascendente a la razón como a la palabra. Es la convicción, gradualmente ganada y súbitamente obtenida, de que el objetivo es alcanzado, terminando el sufrimiento, que es todo lo que hay de determinado y por consiguiente de propiamente existente en la existencia. Si consideramos que aquí nos encontramos, no ante una vista teórica, sino ante una experiencia que se asemeja mucho a un éxtasis, que en un esfuerzo por coincidir con el impulso creador un alma podría tomar la vía así descrita y no fracasaría sino por detenerse a mitad de camino, separada de la vida humana pero no alcanzando la vida divina, suspendida entre dos actividades en el vértigo de la nada, no vacilaremos en ver en el budismo un misticismo. Pero comprenderemos por qué el budismo no es un misticismo completo. Éste sería acción, creación, amor[9].

¿Esto significa que, para Bergson, el budismo ha desconocido la caridad? De ninguna manera: “Al contrario –nos dice–, la ha recomendado en términos de una elevación extrema. Al precepto ha acompañado el ejemplo. Pero le ha faltado calor [chaleur]”[10]. ¿Por qué el misticismo budista ha carecido de una caridad ardiente como el misticismo cristiano? Según nuestro autor, porque al buscar –frente a un contexto adverso– la liberación a través del renunciamiento y la evasión de la vida, ha descreído de la entrega total y gratuita de sí mismo, es decir, de la eficacia de la acción humana, no teniendo verdadera confianza en ella.

Por el contrario, para Bergson, si bien los místicos cristianos han pasado por estados semejantes a los puntos intermedios por los que pasó el misticismo antiguo, no se han detenido en ellos. La diferencia entre ambos misticismos radica en que, en el cristianismo, la meta no es el éxtasis contemplativo. Lo que caracteriza al misticismo cristiano es que la unión con Dios continúa después del momento contemplativo, impregnando toda la existencia humana. Ésta no se limita al pensamiento y al sentimiento, sino que también incluye la voluntad. El místico pleno es aquél que hace coincidir su querer humano con el querer divino. Luego de la unión con la divinidad en el éxtasis, se transforma en su instrumento, coincidiendo su libertad con la actividad divina. Posee una superabundancia de vitalidad ya que Dios es la vida misma.

El único orientalista que le ha respondido a Bergson, del cual tengamos noticia, es Paul Masson-Oursel, quien ha sostenido que numerosas corrientes místicas de la India son “completas” en tanto conducen a la acción. Concluye su artículo con estas palabras:

Ninguna filosofía, aparte del bergsonismo, ha admitido tanto la existencia del impulso vital como las metafísicas indias, pero las místicas en las que acaban estos sistemas pretenden en su mayoría realizar el espíritu en contra de este impulso. […] Para la India, el impulso vital, que es creador, es esclavizante; a menos que se tenga éxito en suspenderlo, o en hacerlo desandar lo andado o en sublimarlo[11].

Es claro, entonces, que si se trata de acción en la mística india tiene poco que ver con la acción bergsoniana, siendo aquella más bien la búsqueda de una “deserción gradual del cuerpo”[12] que una toma de contacto con el esfuerzo creador que manifiesta la vida.

Ya para concluir, si tuviéramos la oportunidad de preguntarle a Schopenhauer sobre esta interpretación de Bergson, nos diría que está marcada por su judaísmo de base. En efecto, para el pensador alemán, la categoría filosófica de “judaísmo” implica fundamentalmente tres cosas: el teísmo, el realismo y el optimismo. Frente a esto, él niega la existencia de un dios personal, creador del universo a partir de la nada, que hace pasar el mundo material por algo real y la vida por un don que se nos ofrece, es decir que reivindica el ateísmo, el idealismo y el pesimismo (lo cual, desde su punto de vista, es acorde con las enseñanzas budistas).

 

Bibliografía

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[1] P. 300.

[2] “Algunas observaciones sobre la literatura sánscrita”. En Parerga y Paralipómena II, p. 409.

[3] El mundo como voluntad y como representación II, pp. 191-192.

[4] El mundo como voluntad y como representación II, pp. 191-192 (Die Welt als Wille und Vorstellung II/I, p. 197).

[5] El mundo como voluntad y como representación II, p. 675 (Die Welt als Wille und Vorstellung II/II, p. 733).

[6] Die Welt als Wille und Vorstellung I/II, p. 464.

[7] El mundo como voluntad y como representación I, p. 427.

[8] “Sobre la religión”. En Parerga y Paralipómena II, pp. 382 y 385.

[9] Les deux sources de la morale et de la religion, p. 238.

[10] Ibid., p. 239.

[11] P. 362.

[12] P. 360.