La palabra “filosofía” en tiempos de epidemias

 

Por Juan Bautista García Bazán

Prof. adjunto de Historia de la Filosofía Antigua y de Introducción al Pensamiento Oriental

(Facultad de Filosofía, Letras y Estudios Orientales, USAL).

 

Gracias a dos fuentes, una de Cicerón y otra de Diógenes Laercio, se sabe que la palabra “filósofo” fue utilizada por Pitágoras en el siglo vi a. C. (habría ecos en Heráclito de Efeso, que nombra el adjetivo philosophos y al sabio de Samos).

El término es un compuesto del verbo philien, “amar”, y se completa con el sustantivo sophía, “sabiduría”. El prefijo aludido tiene el sentido general de ‘gustar’, ‘tener afición, interés o propensión’. La tradición literaria conserva otros compuestos: philo-posia, ‘el que tenía afición a la bebida’, o philo-timía, ‘el que ambicionaba honores’.

Si vamos a la anécdota de Cicerón (Disputas Tusculanas, V, 3, 9), se cuenta que Pitágoras comparaba la vida de los hombres con el ingreso a un estadio deportivo: estaban los que tenían afición por los honores y que se ejercitaban con miras a alcanzar los primeros puestos; estaban los que, con un interés pecuniario, vendían productos al público asistente; y estaban los que, dedicados a observar las cosas, “indagaban con afición (studiose) qué se hacía y de qué modo”. En los tres casos, se sugiere una suerte de tripartición antropológica; también un interés o, mejor, un ejercicio –askesis en griego– que estaría dándose en los ejemplos relatados.

En cuanto a Diógenes, en la Vida de los filósofos ilustres (I, 11), se indica que el nombre de “filósofo” se habría empleado en un diálogo mantenido con un rey, León de Sición. Aparentemente, frente a la apelación de Pitágoras como sabio, este habría dicho que era “filósofo” porque “nadie podía considerarse sabio, sino solo la divinidad”. Un dato que puede rescatarse es que la filosofía sería la búsqueda de un saber que se identifica con lo divino, una práctica que llevaría a una realización espiritual (sin descartar algún alcance en la política, si nos fiamos de la cita).

Y todos estos sentidos aparecen reelaborados en Platón. En el Banquete, que habla del amor, se sostiene en boca de Sócrates que “unos se vuelven a él (al Amor) de muchas y de diversas maneras, ya sea en los negocios, en la afición a la gimnasia, o en el amor a la sabiduría (philosophian)” (205 d). En esta referencia están implícitos los tres órdenes de Cicerón; también la idea de que el philein, el “gustar” del philosophos, ahora sería una potencia ejercida por una divinidad, el dios griego del amor. En ese cuadro habría tres impulsos –según tres aspectos anímicos: el concupiscente, el apasionado y el racional–; el más elevado estaría operando en el filósofo, en tanto “amante de la verdad”.

Lo interesante es que para Platón el filósofo es aquel que se inicia en “los misterios del Amor”. La enseñanza sobre esos misterios la imparte una sacerdotisa, Diotima de Mantinea, “sabia (sophe) en estas y en muchas cosas” (201 d). La sabiduría de la mujer –que marca un contraste con el filósofo que “aspira a un saber”– se vincula con una performance que tiene efectos concretos: “en cierta ocasión consiguió para los atenienses, al haber hecho un sacrificio por la peste (loimou), un aplazamiento de diez años de la epidemia (nosou)” (201 d). La acción es análoga a la de otras figuras: los iatromanteis, los “médicos-videntes”, unos personajes que, al contar con un saber y preparación determinados, podían sanar y transmitir qué debía hacerse en momentos de calamidad.

La filosofía tendría un papel llamativo, si se siguen las características del Amor: “Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses, súplicas y sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y de otros llena el espacio entre ambos […] a través de él funciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda clase de adivinación y la magia” (203 a).

El filósofo, como un “varón demónico” (daimonios aner) –como hombre poseído por el daimon, el Eros–, es aquel que consigue conectar los planos de lo humano y de lo divino. Claro que, en un mundo desacralizado como el actual, una perspectiva que considere una dimensión espiritual queda prácticamente descartada. Sin embargo, los elementos religiosos, como la idea de una iniciación (telos erotikon), que combina el carácter inefable y reverente del fenómeno de la procreación y de la unión de los sexos; o el componente implícito de esta práctica, que conlleva una purificación o ascetismo, ofrecen la oportunidad de posicionarse de otra manera frente a los problemas que nos inquietan.