
Estoy en el centro de un cuarto gélido rodeada por un círculo de espejos de pie. No hay abrigo que baste. Los espejos son de los que encontramos cuando llega un circo ambulante al pueblo. Tienen un cristal que, a veces, me devuelve la imagen distorsionada y otras, exactamente igual a como yo creo que soy. Dónde giren mis ojos, estoy reflejada en esos espejos rectangulares y erguidos. Yo, en este cuarto de espejos. Unas veces delgada y espigada, otras rechoncha y petisa, otras de colores, otras nítida y algunas borrosa. Ya he pasado varios días en este cuarto. Recuerdo haber subido por un laberinto de piedra áspera, donde a cada recodo de la espiral ascendente la luz disminuía, obligándome a subir a tientas hasta el cuarto en el que estoy.
De verme tanto, conozco cada arruga, que a veces se convierte en terso cutis en otro espejo. A veces me llamo. Llegué a responderme. Concebí una fábula que titulé “René escondió mi mundo en su altillo”. Y, ahora, de pronto, como si se corporizara en el aire, se me presenta un cáliz dorado y repujado. Tengo sed y bebo. Para mi desconcierto uno a uno los espejos se hacen trizas. Estallan y tras el estruendo que me hace caer al frío suelo de piedra, temo levantar la vista. Temo pero miro. En el lugar donde tenía el espejo preferido, aquél que me devolvía una imagen gloriosa de mí veo una madre que llora ante su hijo muerto. Lo balearon, está rodeada de gente de su villa, pero no escucha a nadie. Todo se acabó. No vale la pena seguir, dice. Parece que le falta el aire. Llama a su hijo, “negrito mío” pero nadie responde. Las voces crecen desordenadas. Hace arcadas. Y grita al aire, al cielo, a todos los costados y balbucea… ¿por qué? Y de pronto, ante mi terror y mi falta de costumbre de estar con otro, me mira. Nos quedamos cada una en su sitio, llorando y sin aire. Cuando despierto veo en el marco ahora vacío de otro espejo que estaba situado a mi izquierda, dos que se están besando. La abraza fuerte. ¿Fue por otro o porque no te supe querer? susurra. Sabés, le dice con una sonrisa triste, fueron cinco años sin vos, pero ahora, no importan las noches de soledad, los fines de semana eternos. Nada me importa, no me importa lo que digan de nosotros. Ella le dice: ahora, ahora es para siempre. Y se le dibuja una sonrisa grandota en la cara. Y los ojos se hacen luz y se ríen juntos. Nada importa de lo que fue. Sólo este momento de alegría, de plenitud, de sentirse querido y querida, de saberse juntos. Tragó saliva y le dijo “te hubiera esperado… Siempre…pensé.
¿Qué bebí que me liberó de mi imagen única? ¿Qué tomé que transformó este cuarto gélido en un lugar que cambia de temperatura y a veces se llena de perfumes y otras de olores acres y revulsivos? ¿Qué logró este mágico líquido que no sabe a nada pero que intuyo sabe a todo? ¿Habrá más? ¿Podré seguir tratando de pensar como esos otros que se me aparecen, a pesar de reconocerme distinta, un “otro” para ellos? ¿Cómo es posible que se haya transformado ese mundo cerrado y solipsista que René mantenía en su altillo, o el mío, en una ventana, en miles de ventanas abiertas a millares de posibilidades de sentir y pensar, de pensar y sentir. ¿Por qué después de haberlos visto vivir lo que cada uno vivió, tengo ganas de acercarme a la madre que llora, a la pareja que goza, al extranjero que está perdido en la sórdida Buenos Aires, luminosa y ciega, a la viejecita sola, que habla sola en una casa de ese pueblo árido? ¿Qué me mueve a moverme? ¿Qué sentimiento o pensamiento me indica que ya no puedo quedarme en este cuarto, que tengo que entrar en cada marco, hasta donde me lo permitan, hasta cuando me den las ganas? ¿Basta con sólo sentir el elixir de la empatía recorriendo mi cuerpo y mi mente? Quiero irme de mi cuarto gélido, salir del laberinto que me mantiene encerrada. Ahora descubro una biblioteca interminable donde aquellos espejos se transformaron en puertas de vida. El elixir logró su efecto mágico. Ahora, ya no me basta con mirar o pensar. Ese brebaje de empatía que corre por mi cuerpo me incita a tomar una decisión y elijo actuar. Camino a tientas y decido acercarme hacia ese marco perdido entre otros. Y cuando la mano de un niño solo me toca, lo miro a los ojos, y su boca me nombra. Por primera vez, no soy yo quien me nombro. En un dialecto raro, escucho mi nombre y beso su mejilla curtida de desamor.
Maridé Badano
