El amor libre. “La filosofía de la redención” de Philipp Mainländer

Trad. Ezequiel Jorge Carranza

III- El amor libre

 

¿La institución del amor libre es la total aniquilación del matrimonio y de la familia?

A continuación hemos de aclarar qué entendían los apóstoles por amor libre.

Ellos explicaban:

 

1) Si un hombre ama a una mujer, y ella a él, forman entonces una comunidad.

2) Si muchas mujeres aman a un hombre, éste puede convivir con muchas mujeres.

3) Si el hombre se encuentra hastiado de la mujer, o la mujer del hombre, entonces se han de divorciar.

4) Los hijos han de ser dados al estado de forma inmediata, o un tiempo después del nacimiento.

 

De acuerdo con ello, resulta claro que la institución del amor libre no excluye al matrimonio. Tanto antes como después habría de constituirse una comunidad matrimonial, una familia.

La diferencia entre ambas instituciones yace en la superficie, y en sus determinaciones generales dice:

 

En la institución del amor libre se resuelve en la preferencia del individuo vivir en forma monogámica o poligámica, y en definitiva los hijos han de ser ciudadanos del estado, teniendo educadores, pero no padres.

 

La expresión de los nobles doctrinarios: “sin el matrimonio no puede existir el estado” por cierto no afecta en nada al amor libre. Solamente tendría sentido si por la desaparición del matrimonio se entendiese la castidad absoluta. Entonces los doctrinarios tendrían razón. Pero, ¿serían buenos cristianos si se alzasen iracundos contra la negación del matrimonio en ese sentido? Serían en verdad malos cristianos que se levantan contra su Salvador. Pero ahora esto es simplemente algo accesorio. Más adelante hemos de abordar el cristianismo.

En la configuración actual del estado, en lo que respecta al intercambio sexual, se nos presenta la prostitución, la fornicación, y los matrimonios aparentes, como una poligamia encubierta.

Desde siempre ha sido así que precisamente los más puros y nobles que se hallan por encima del disfrute sexual, han hablado con mayor libertad acerca de los comportamientos sexuales y con mayor clemencia sobre el intercambio sexual. La causa de ello se halla a la luz del sol. En primer lugar han servido a la diosa y quien ha honrado a esa excelsa diosa no conoce miramiento alguno y dice abiertamente qué aqueja a su corazón. Ya que han tenido que lidiar con mil heridas sangrantes y el recuerdo de la salvaje lucha ha hecho que sean extraordinariamente benevolentes e indulgentes.

Han conocido la violencia del demonio que con fuertes alaridos acelera la sangre y hace de la pobre razón una cenicienta que intimidada, temblando y con los ojos velados huye del tenebroso tirano en la más recóndita esquina de la mente. Por momentos clama:

 

Tú me has dado un aparato y me lo has apartado,

busco y estoy como un ciego, y me he vuelto insensato;

haces bullicio de una forma tan poco refinada. (Goethe).

 

Entonces también vemos a Schopenhauer, un sabio que había renunciado al disfrute sexual (quizás recién después de una juventud tormentosa) y aún así se ocupaba del buen cuidado del cuerpo, juzgaba con franqueza a la monogamia y apreciaba a la poligamia. ¿Qué lo impulsaba a hacerlo? Solamente una compasión capaz de desgarrar un corazón hacia las brillantes ninfas de los burdeles, cuyo interior es tan yermo y árido como un desierto. ¡Repugnante! ¿Qué noble persona habría ingresado jamás a los sitios de la fornicación y de los vicios maquillados sin luchar contra la muerte por asfixia causada por la compasión? ¿Qué noble persona podría abandonar la Porta Capuana en Nápoles, los escondites de los impulsos sexuales de los parisinos y londinenses, los burdeles de los marineros en Ámsterdam, o las calles en Hamburgo del distrito de las muchachas lujuriosas, sin elevar las manos juntas al cielo y exclamar: “¡Cómo puede haber un Dios misericordioso si existen tales impulsos!”?

¿Y qué impulsa hacia ese infierno a esos desdichados, cuya mayoría lleva en su pecho un corazón con el mejor de los ánimos? O bien la necesidad del pan de cada día o el impulso sexual del hombre no satisfecho por una sola mujer (la tentación en el más amplio de los sentidos), o el propio impulso sexual que no logra ser saciado ya que en el actual estado de cosas, ante la actual dura carga laboral, ante la lucha por la existencia, ante la actual formación deficiente de la mayoría de las mujeres, muchos hombres deben postergar un costoso matrimonio, es decir, un malestar que en el estado ideal no habrá de estar presente.

Schopenhauer afirmaba:

 

En nuestra monogámica mitad del mundo casarse significa partir a la mitad los propios derechos y duplicar las obligaciones.

 

En el posicionamiento antinaturalmente ventajoso que asigna a la mujer la disposición monogámica y el mandato de matrimonio que de ella surge, de modo que a la mujer se la haya de considerar por completo un equivalente absoluto del hombre, algo que no es bajo ningún aspecto, hombres astutos y prudentes pusieron en discusión la posibilidad de ofrecer un sacrificio tan grande y de instituir un pacto tan desigual. Mientras que en los pueblos polígamos todas las mujeres encuentran alguna provisión, en los monógamos el número de mujeres casadas es limitado y queda una gran cantidad de mujeres sin sustento que en las clases altas vegetan como inútiles niñas envejecidas, pero que en las clases bajas deben enfrentar desagradables trabajos pesados, o incluso convertirse en mujeres públicas, que llevan una vida tan libre como carente de honor, pero que frente a tales circunstancias resultan necesarias para la satisfacción del sexo masculino, por ello ingresan en un estado de reconocimiento público con el definido propósito de proteger de la tentación a aquellas mujeres favorecidas por la suerte que ya han encontrado un marido, y a aquellas que pueden aspirar a hacerlo. Sólo en Londres hay ochenta mil de éstas. Entonces, ¿no son ellas otra cosa más que aquellas mujeres que con la institución de la monogamia han arribado a lo más aterrador, auténticas víctimas humanas ofrecidas en el altar de la monogamia? Todas las mujeres aquí mencionadas que se hallan en tan mala situación son la inevitable contraparte de las damas europeas con sus pretensiones y arrogancia. Para el sexo femenino, considerado como un todo, la poligamia es en verdad benéfica. Por otro lado es razonable no pasar por alto esta cuestión, ¿por qué no podría tomar una segunda esposa un hombre cuya mujer padece una enfermedad crónica, o es estéril, o poco a poco ella se ha vuelto demasiado vieja para él? Aquello que a los mormones les proporciona tantos conversos parece ser de hecho el desplazamiento de una monogamia antinatural. Pero además el reconocimiento de derechos no naturales trajo para la mujer obligaciones no naturales, cuya lesión sin embargo la hace infeliz. Para muchos hombres, es decir, para muchos de aquellos que son cuidadosos del prestigio y del patrimonio, el matrimonio, si no está unido a condiciones destacadas, es algo desaconsejable. Entre tanto ellos habrán de desear conseguir una mujer que sea de su elección entre tantas, para asegurar una suerte de condiciones ventajosas para ella y los niños.

Entonces que sean francos, razonables y que sepan adaptarse a las cosas, y que ella ceda, de modo que no se proteja bajo derechos desproporcionados que solamente se constituyen con el matrimonio; así, puesto que el matrimonio es la base de la sociedad civil, ella ha de ser alguien en cierto grado carente de honor y ha de llevar una vida triste, debido a que la naturaleza humana trae consigo que asignemos un valor totalmente desproporcionado a la opinión de los demás. Si por el contrario ella no cede, corre el peligro de o bien tener que pertenecer nupcialmente a un marido que le desagrada o dejarse marchitar como una niña envejecida: pues el plazo en que puede ser recibida como esposa es muy corto. En vistas a este aspecto de nuestra institución monogámica, el tratado fundamentalmente instruido De concubinatu de Thomasius resulta muy recomendable para su lectura, de modo que en él se observa que entre todos los pueblos cultos y en todos los tiempos, hasta el advenimiento de la reforma luterana, el concubinato ha sido una institución permitida, incluso en cierto grado reconocida legalmente, y no acompañada por deshonra alguna, que solamente ha sido derribada de ese peldaño por la reforma protestante, cuando ésta la reconoció como un medio más para la justificación del matrimonio entre consagrados; por ello entonces en el lado católico tampoco se la ha podido retrotraer.

 

Sobre la poligamia no se puede discutir en absoluto, sino más bien debe ser mencionada como un hecho presente en todas partes, cuya simple regulación es una tarea pendiente. ¿En dónde viven los verdaderos monógamos? Todos nosotros vivimos por lo menos por un tiempo en poligamia, pero la mayoría lo hace por siempre. Que de ello se siga que cada hombre necesite muchas mujeres no es más justo que a él le quede, o más bien le corresponda, procurar la provisión de muchas mujeres. Por ello se ha reconducido a la mujer a su correcta posición natural como ser subordinado y la dama, ese monstruo de la civilización europea y de la estupidez cristiano-germánica, con su ridícula demanda de respeto y honor, ha arribado a este mundo, y solamente existen mujeres, pero ninguna desdichada, de las cuales Europa ahora está llena. (Parerga II, 658).

 

En estas palabras de este gran hombre, que apuntan justo en el medio del núcleo de este mal, incluso el matrimonio aparente es tomado como un mal necesario, a la vez que es explicado.

Igualmente acertada es la siguiente cita:

 

Un hombre, a lo largo de los años, tranquilamente puede engendrar más de cien hijos, si a su disposición hay suficientes mujeres; la mujer, por el contrario, disponiendo de muchos hombres, no podría traer al mundo más de un hijo al año (excluyendo los embarazos múltiples). Por eso él permanentemente mira otras mujeres; y ella, por el contrario, se aferra a uno solo; ya que la naturaleza, de forma instintiva y sin reflexión, la impulsa a conservar al proveedor de alimentos y protector de su futura descendencia. De acuerdo con ello la fidelidad matrimonial es artificial para el hombre y natural para la mujer; y entonces la ruptura matrimonial por parte de la mujer es mucho más imperdonable que la de por parte del hombre, tanto objetivamente por sus consecuencias, como subjetivamente por su aversión a la naturaleza. (El mundo como voluntad y representación II, 619).

 

Naturalmente estoy hablando de hombres que cayeron en las garras de los impulsos sexuales. De los ángeles no tengo nada que decir, de ser así habría de proponer una imagen totalmente distinta. El filósofo debe tomar a los hombres tal como son, y no como debieran ser o como le gustaría que sean. Por eso pregunto directamente: ¿Puede el hombre natural ser abstinente durante la menstruación, el embarazo avanzado y el estado de debilidad de la mujer posterior al parto? Quizás muchos han de serlo, pero también muchos ciertamente no han de serlo y transitarán caminos alternativos.

La institución del amor libre excluye entonces la prostitución y la poligamia encubierta del hombre. ¿Eso mismo no se verá de inmediato ennoblecido?

Consideremos entonces los matrimonios aparentes desde otro ángulo. Hoy dos personas casadas, cuando íntimamente están distanciadas por completo, o bien debido a los impedimentos que aún hoy existen en la vía del divorcio, o debido a concesiones que se hacen a la opinión pública que emana de un exagerado rasgo de santidad atribuido al matrimonio, deben arrastrar rotas cadenas, que alguna vez supieron ser livianas guirnaldas de flores y poco a poco se convirtieron en pesados y ruidosos grilletes de hierro: respirando tortuosamente un asfixiante aire denso, vacío de dicha, cargado de ira. Un matrimonio forzoso de tales características es un sitio de incubación de las tinieblas internas a partir de las cuales emanan decisiones cuya influencia en la vida de la comunidad resulta inestimable. Goethe dijo:

 

Los oscurecimientos e iluminaciones del hombre hacen a su destino, y agrego: también al destino de la humanidad. Se puede probar de la mano de la historia que el género humano sería significativamente mucho mejor si en años anteriores la institución del matrimonio hubiese sido tanto menos un acontecimiento obligado.

 

¿Quién puede describir las miserias de un matrimonio que continúa unido sólo por obligación, sin importar de qué tipo? He observado muchos matrimonios así y con horror he rehuido de la confrontación en sí y de sus consecuencias. El peor de los motivos estaba dado y se mantenía en una eficacia que no mermaba. La mentira y la difamación de ambas partes asomaban tozudamente su piel desde el barro del apasionamiento; de animales domesticados se convirtieron en animales salvajes; desde su bata de seda y el más fino manto, ordenadamente adornado, se reía burlonamente el egoísmo natural totalmente carente de límites, y los hijos estaban de un lado y estaban del otro. Se comportaban entre sí como güelfos y gibelinos. Entonces cuando escuché de la joven niña palabras en contra de su padre, y del muchacho de diez años expresiones en contra de su madre, me pregunté si estaba soñando. Y a esas palabras se las había dicho la madre a la joven y el padre al muchacho; palabras que ellos en absoluto conocían. ¡No! ¡No! Estos matrimonios aparentes no deben seguir existiendo, deben ser tachados y cancelados; incluso esto mismo debería ocurrir si existiese un solo matrimonio desdichado, pero de ellos hay incontables.

Consideremos entonces la segunda consecuencia de la institución del amor libre:

 

Y en definitiva los hijos han de ser ciudadanos del estado,

teniendo educadores, pero no padres.

 

Soy muy consciente de que esta propuesta rápidamente habrá de provocar algo muy bueno, un dulce y santo sentimiento en el pecho de los padres y de las madres, pero también sé que en su lugar puede establecerse algo mucho mejor, un sentimiento más dulce y más santo, mientras sentimientos más espantosos hayan de ser aniquilados. Por eso, ¡avancemos con valor!

El niño, cuando es un lactante, es amado instintivamente, o mejor dicho, daimónicamente, por la madre. Ella no puede rendir cuentas con su espíritu sobre por qué se siente tan atraída con una urgencia inexpresable a esa pequeña albóndiga de carne con los ojos rígidos, con movimientos espásticos y con una voz chillona y conmovedora. Es como si la naturaleza supiese que en nuestra sociedad actual un gusanito abandonado a su suerte ha de morir de hambre en forma miserable, y por eso ha implantado en la madre un impulso ciego de apretarlo contra su pecho con brazos protectores.

Por otra parte, raramente el padre se siente enloquecido por su hijo mientras es un lactante. Más bien es la conmovedora imagen de la madre con el niño aquello que lo sustrae por un instante de la intensa búsqueda del oro y lo sumerge en una bella dicha. Allí los ojos salvajes y ambiciosos se vuelven mansos y serenos, y besa conmovido a la mujer amada y al fruto que tienen en común.

Los padres sienten dicha pura y consciente y un amor que están dispuestos a declarar en todo momento recién cuando el niño comienza a caminar y a hablar, y ese sentimiento aumenta más o menos hasta que el niño cumple los seis años de edad. En ese momento la albóndiga de carne hambrienta o dormilona se ha desarrollado en un organismo en el cual los padres reconocen tanto similitudes externas como similitudes en los rasgos de carácter, a veces con el padre, otras veces con la madre. Todos aman en el niño a veces al amado o a la amada, y otras veces a sí mismos. Pues el amor de padres es a veces un renovado y esclarecido amor de pareja, y otras veces amor propio, y el niño se convierte en un nuevo lazo entre el esposo y la esposa.

De esto mismo surge entonces la dicha pura de los padres. Luego se estimula la fuerza muscular del niño y se despiertan las ganas de morder. Allí surge un torpe juego elástico de la irritabilidad, que más tarde se torna hábil, y los ojos fijos del lactante a veces se vuelven estrellas astutamente brillantes y otras veces, contemplativas y sensibles. Las preguntas no encuentran final alguno y cada respuesta es cuidadosamente evaluada, clasificada y rubricada. Entonces resuena una clara risa de plata, muestra una sonrisa a veces traviesa, otras veces pícara, allí el espíritu pensante se combina con la irritabilidad y surgen los juegos, secretos, revelaciones y sorpresas burlones y alegres: todo en la magia de la inocencia, indemne de una fuerza generativa que produce ensoñaciones.

Y a diario y repetidamente el hombre interrumpe la desenfrenada y loca búsqueda de adquirir bienes, y por más tiempo que hasta entonces, y celebra festejos que solamente un padre conoce, mientras la verdadera madre es debidamente recompensada por los dolores a través del casi ininterrumpido trato con los pequeños traviesos y traviesas que ella ha dispuesto desde el nacimiento de los mismos.

¡Una imagen distinta!

“Hijos chicos, problemas chicos; hijos grandes, problemas grandes” es un bello dicho de los francos. En algún momento surgen intensas disputas y peleas entre los hermanos. Pueden tener lugar serios hechos de violencia, ha de mostrarse un egoísmo natural sin miramientos. Los padres hacen de mediadores, a veces los fuerzan a tener paz, pero, ¿no yace en sus lenguas una sombra particular que no pretende retroceder? ¿Es de las sombras un ala de la preocupación que de noche se ha colado por el hueco de la cerradura y no pretende abandonar jamás esa casa? ¿Mueven a los padres pensamientos como por ejemplo: “quien en las cosas pequeñas es desatento, en las grandes es un bribón”? ¿Quién miente, roba?

 

También se conoce a un muchacho en su esencia, si quiere ser piadoso y sincero. (Proverbios 20, 11).

 

¡Ah, ah!

En verdad las preocupaciones se encuentran allí, no retroceden más, y en la medida en que los padres se vuelven más padres en el mejor sentido de la palabra, tanto más espacio en sus corazones ganan ellas día a día.

Aquí comienzan las peleas por fuera del hogar, en los lugares de juego o en la escuela. Entonces el padre de este chico debe tomar partido en contra del padre de aquel chico. Allí se generan escaramuzas con los vecinos que a menudo culminan en una enemistad a muerte y hacen brotar una fuente de la que emanan a diario nuevos enojos y disputas.

Además aquí se incrementa la miseria del docente, que se debe contar acerca de ellos para aprender a agradecerles. El chico no estudia o es desatento; es castigado o simplemente puesto en vergüenza. Regresa a su casa “disuelto en lágrimas”. La madre preocupada se pone al tanto de la situación. Echa fuego por la boca. “¿Tú, mi hijo genio, un tonto?, ¿tú, mi dulce ángel, una holgazana? ¡Un momento, mi estimadísimo, vamos a discutirlo!” así clama ella llena de amor ciego. Al padre, que en familia pretende descansar de las fatigas de su oficio, lo reciben rostros fruncidos y gruñones. En vez de observar miradas despejadas, las ve llorosas y opacas. La mujer lo insta a hablar con el docente. El resto es solo silencio.

¿Pero qué son estos sufrimientos al lado de los de los años más recientes? Consideremos entonces las preocupaciones que surgen a partir de la actual lucha por la existencia. Ya en lo anterior dirigí la atención de la gente razonable a la cuestión de que ningún padre rico posee la certeza de que sus hijos no caerán en la miseria. La lucha se desarrolla de un modo siniestro y salvaje, y entonces a diario miles de manos, que resultan totalmente incalculables y que en conjunto conforman el azar, se aferran a la vida humana. Solamente en el estado ideal la mayoría de estas peligrosas manos se encontrarán unidas; ahora todas ellas tienen libertad de jugar a su antojo. ¡Con qué poca misericordia rompen aquello que se llama fortuna en el sentido popular del término! Y con una sonrisa burlona arrojan sus escombros a los pies de los aturdidos.

 

La fortuna y el vidrio,

¡con qué facilidad se rompen!

 

Debemos forzar a la madre a soportar padecimientos de toda clase, a hacer sacrificios de todo tipo, para procurar un techo para su hija; ¡de qué manera a menudo deben rebajarse, verse envilecidos y someterse los padres para lograr ese mismo propósito!

Y aún más. ¡De qué modo se torna cada vez más incesante y desgarradora la búsqueda del oro que emprenden los padres! Recién ahora sienten en el cuello los fuertes golpes del látigo y de las zarpas del demonio y en las partes blandas sangrantes sus más filosas espuelas. Deben ir adelante, siempre adelante, y mientras más colmados de sentimientos se encuentren, tanto más velozmente habrán de aprestarse: se trata de la suerte de niños buenos y amados que jamás debieran mendigar, ¡no!, ¡no!, ¡sólo eso no, Dios misericordioso!

Tanto tambalea allí el alma del hombre, honrada y franca en sus fundamentos, cuando el seductor se acerca y susurra: “¡Aprovecha! Cometiendo esta acción no entrarás en conflicto con la ley; te mantendrás estrictamente dentro de sus límites”; o: “¡toma erradamente medidas y pesos! ¿En qué afectará a alguien? ¿Quién se dará cuenta? Pero ellos (y ante los sentidos estimulados genera por arte de magia la imagen de los niños) tendrán un sustento seguro gracias al oro ganado. El mundo está corrupto. Si tú no lo haces, lo hará otro; ¿ha de arruinarte tu pureza?”

Y él, que habría resistido y habría resultado victorioso en esa lucha, si ciertamente no hubiese tenido hijos, termina siendo derrotado y se retuerce como un gusano.

Además, los hijos varones. Con un tremendo dolor desgarrador toda buena madre entrega al mundo a sus hijos varones. En qué modo sigue con el pensamiento a su barquito y considera tortuosamente todos los obstáculos que debe atravesar. ¿No lo ha abandonado en el infierno? ¿O acaso el estado actual es el Reino de los Cielos? ¡Con cuánto temor mira las estrellas, de cuán profundo de su maravillosa alma emerge un rezo carente de palabras por protección y auxilio!

Si el hijo es un holgazán, entonces bien ha de exclamar el padre al igual que el sabio rey de los judíos:

 

¿Hace cuánto tiempo que estás acostado, tú, holgazán? ¿Cuándo pretendes despertar de tu sueño?

Sí, duerme un poco más aún, sueña un poco más aún, junta tus manos un poco más aún, ya que tú duermes.

Así la pobreza habrá de sobrepasarte como a un peatón, y las carencias como a un hombre armado. (Proverbios 6, 9-11).

 

Si el hijo varón es un libertino, entonces surgen otras pesadas preocupaciones.

Y todos esos estados de malestar, estas invencibles fuentes de dolor en el alma que con los años emanan con una mayor copiosidad, se hallan en un camino espinoso, pero siempre transitable. Ellos son propios de toda familia y no ensucian el honor de la misma. Incluso desaparecen si se los equipara con otros que a toda pareja de padres de un niño pueden aguardar.

Sé muy bien que los buenos hijos y las buenas hijas son para los padres un deleite para sus ojos y una alegría en sus corazones. Bien pueden decir todos ellos sin sonrojarse: “éste es mi hijo, ésta es mi hija”. Pero, ¿es muy infrecuente que las palabritas “éste o ésta” y “mío o mía” no quieran salir de sus labios, al punto que los padres casi sientan sus cuellos estrangularse y luego la lengua les arda como plomo derretido?

Ya en lo anterior he tratado la miseria que un hijo mal aconsejado puede derramar de un cuenco lleno sobre su familia. Fue la más grave y mayor miseria que resulta pensable en la que un hijo puede arrojar a sus padres, y no es la única. ¿Puedo presentar en sus particularidades los otros hechos dignos de reprobación mediante los cuales los hijos pueden romper los corazones de sus padres? Solamente pretendo tratar las acciones espantosas que respecto a sus padres los hijos no ejercen de forma esporádica, sino más bien muy a menudo; y aquí quiero que Shakespeare hable por mí. El rey Lear aparece y rompe una lanza en favor del abandono de los niños en la ciudad.

 

Lear: ¿Eres mi hija?

 

Gonerilda: Escuchadme: pretendía que os sirvieses de la sana razón que sé que os caracteriza, y que logréis disipar ese ánimo que desde hace poco tiempo os conduce a una forma de pensar que no es natural en vosotros.

 

Lear: ¿Aquí no me conoce nadie? ¡No, éste no es Lear! ¿Camina así Lear? ¿Habla así? ¿Dónde están sus ojos? Su mente debe haberse debilitado o su capacidad de interpretación debe hallarse en un sueño mortecino. ¡Ja! ¿Soy débil? No es así. ¿Quién puede decirme quién soy? Me imaginé que soy un rey, que tengo hijas. ¿Vuestro nombre, bella dama?

 

Gonerilda: ¡Vamos, mylord! Este asombro se parece mucho a otras de sus nuevas excentricidades. Os pido que no malinterprete mi verdadera intención. Tan maduro y noble, sed también razonable. Reducid vuestra comitiva y elegid al resto que ha de permanecer a vuestro servicio entre hombres que bien puedan ser de vuestra edad y que se conozcan entre sí y que os conozcan.

 

Lear: ¡La muerte y el diablo! ¡Aprontad los caballos! ¡Llamad a todos mis seguidores! Bastardo degenerado, no pretendo importunarte, pero continúa siendo una hija para mí. ¡Falto de gratitud, tú, demonio corazón de mármol, eres más aborrecible cuando te muestras en los hijos! ¡Como el Leviatán! ¡Escúchame, naturaleza, escúchame, amada diosa, escúchame! ¡Contén tu designio si tu voluntad ha sido obsequiarle un hijo a esta criatura! ¡Que la esterilidad sea la maldición de su cuerpo! ¡Que os seque los órganos para la reproducción, que de su sangre degenerada jamás surja ningún infante para honrarla! Si has de engendrar, que concibas un hijo por ira, ¡de modo que viva para ella como un infortunio repulsivamente tortuoso! Que vuestra arruga surque en la joven frente, que a sus mejillas las marquen torrentosas lágrimas, que contradiga todos los cuidados maternos y lo que se haga por su bien con burlas y sonrisas sarcásticas, a fin de sentir en qué modo pica mucho más agudo que el colmillo de una serpiente el tener un hijo ingrato. ¡Fuera! ¡Fuera!

¡El infierno y la muerte! Estoy tan avergonzado de que tú puedas estremecer mi hombría en ese modo. Que a las calientes lágrimas que vuelco contra mi voluntad las hayas de llorar tú. ¡Que caiga la peste y un humo venenoso sobre ti! ¡Que la herida de la maldición de tu padre perfore cada nervio de tu existencia!

Por vuestros viejos ojos infantiles llorad una vez más por este comienzo así os arranco y os echo fuera a fin de limpiar el polvo con lágrimas que vos derramáis. ¡Ja! ¡Así ha de ser! Aún tengo una hija que muy ciertamente ha de ser todavía amigable y amorosa conmigo. Cuando ella escuche esto acerca de ti, con sus uñas habrá de arañar tu cara de lobo.

 

Duque de Albania: Por mi gran amor, Gonerilda, no puedo ser tan parcial.

 

Gonerilda (fría): Os pido que sea a bien. (Acto I, Escena IV).

 

 

Lear: ¡Oh, de qué modo un calambre me hincha hasta el pecho! ¡Bajad, descended dolor! ¡Tu elemento se haya abajo! ¿Dónde está mi hija?

 

Regania: Me alegro de ver a vuestra Majestad.

 

Lear: Regania, pienso que eres tú, y sé el motivo por el cual lo pienso: si no te alegrases me separaría del sepulcro de tu madre ya que encierra a una mujer que rompió el compromiso nupcial. ¡Amada Regania, tu hermana no vale nada!

 

Regania: ¡Oh, mylord! Sois viejo, la naturaleza en vosotros se halla en el confín de sus dominios; debéis permitir que una razón más astuta que conoce vuestro estado mejor que vosotros mismos os contenga y conduzca: por eso os pido que os dirijas en secreto a nuestra hermana para decirle, Señor, que habéis estado achacoso con ella.

 

Lear: ¿Yo implorarle a ella perdón? ¿Entiendes bien que eso le corresponde a la casa? “Querida hija, lo reconozco, soy viejo”; (se arrodilla) “la vejez es inútil, de rodillas os pido que aseguréis mi vestimenta, mis gastos y mi lecho”.

 

Regania: ¡Terminadla, Señor! Son ademanes necios. ¡Id en secreto con mi hermana!

 

 

Gonerilda: ¿Precisad, Señor, algún otro servicio, de la gente de mi hermana o mío?

 

Regania: ¡Sí, mylord! Si fueran perezosos, entonces los castigaríamos.

 

Lear: Os he dado todo.

 

Regania: Y a su debido tiempo.

 

Lear: ¡Dioses, dadme paciencia! ¡Necesito paciencia! Me ved aquí, un pobre hombre ya viejo, encorvado por las preocupaciones y la edad, ¡doble miseria! ¡Sois vosotras esas hijas que apenan este corazón! En contra del padre, no me humilléis tanto, es duro de tolerar, ¡queréis despertar en mí una noble ira! ¡No dejéis que las armas de mujer, las gotas de agua, humillen las mejillas de un hombre! ¡No, sois el diablo! Quiero tomar venganza de vosotras de modo tal que sepa todo el mundo, quiero hacer tal cosa, pero aún yo mismo no lo sé. Pero han de convertirse en el espanto del mundo. ¿Pensáis que voy a llorar? No, no quiero llorar. Bien tengo derecho a llorar, pero este corazón habrá de romperse en cien mil pedazos antes de que llore.

 

Conde de Gloucester: ¡Oh, Dios! Cae la noche, el agudo viento sopla cortante. En muchas millas a la redonda no hay arbusto alguno.

 

Regania: ¡Oh, Señor! Para la testarudez resultan ser los mejores maestros esos achaques que él mismo se inventa. ¡Cerrad la puerta de casa! (Acto II, Escena IV).

 

 

Lear (en la tormenta en el prado): ¡Suena como un sobresalto en el corazón! ¡Deborad el fuego, lluvia anegadiza! Falta de lluvias, vientos, rayos y truenos son mis hijas. No os reprendo terriblemente, vuestro elemento: no os he dado coronas, no os he llamado hijas, no os liga obediencia alguna; por eso penad este espantoso placer. Aquí estoy yo, vuestro esclavo, un hombre viejo, pobre, miserable, achacoso y despreciado. Y aún así os llamo siervos asistentes, que en alianza con dos hijas infames conducid vuestras altas líneas de batalla hacia una sola cabeza. Tan viejo y sabido como es eso. (Acto III, Escena II).

 

¿Son algo infrecuente las maldiciones paternas?

¡Oh! En mi vida las he escuchado ser proferidas por docenas y me he quedado helado. Y no solamente esas maldiciones resuenan en el oído, sino también los reclamos de los padres: primero reproches de cada uno a sí mismo y luego entre sí. Se tiran de los cabellos canosos y resuena un conmovedor clamor de pena: “¿Por qué no he tomado en consideración los pasajes de la Biblia?”

 

Quien ama a su hijo siempre lo tiene al alcance de su vara, de modo que después de ello pueda sentir dicha por él.

Pero quien es demasiado blando con sus hijos se queja de sus marcas y se horroriza cada vez que llora.

Un niño mimado se vuelve caprichoso como un potro salvaje.

Si eres muy tierno con tus hijos, luego habrás de temerle. Si juegas con él, luego habrá de engañarte.

No bromeés con él acerca de ello que luego deberás confiarle y finalmente tus dientes habrán de rechinar.

No permitas que se haga su voluntad mientras es joven y no disculpes sus necedades.

Bájale su nariz, ya que aún es joven; cúrtele la espalda, ya que todavía es pequeño, de modo que no ande con la nariz parada ni te sea desobediente. (Jesús ben Sirá (Eclesiástico), capítulo 30).

 

Luego el padre le reclama a la madre: “tú tienes la culpa de todo, has consentido al niño”, y la madre responde: “mientes, tú lo has hecho un tierno y has dejado que haga su voluntad”.

Es espantoso.

Para casi todos los hijos sus padres viven demasiado. Si no lo dicen, al menos lo piensan. Pero yo muy a menudo he tenido trato con estas miserias que se hablan abiertamente, y ha sido en el campo. Los padres adivinan esos pensamientos de los hijos y sufren mucho por ello. ¿Qué pueden hacer? Si en vida ceden sus posesiones a los hijos, en la mayoría de los casos les espera la suerte de Lear. Si las conservan, saben que con impaciencia aguardarán su muerte, que incluso a menudo es producida con bastante violencia (en este aspecto las estadísticas criminales muestran cifras para agarrarse de los pelos).

Antes de que abandonemos la relación de los padres con los hijos en este período histórico queremos arrojar una mirada sobre la muerte de los hijos. Solamente al pasar queremos reflexionar acerca del padecimiento que se genera en los padres por la estupidez, la invalidez o la enfermedad de sus hijos.

Es la muerte de un buen hijo la que cala tan indeciblemente profundo en el alma de los padres. Pero apartémonos velozmente de los buenos padres que claman como el rey Lear por su valiente Cordelia:

 

¡No! ¡No tiene vida! Ha de vivir un perro, un caballo, un ratón, ¿y tú no tienes ni un soplo? ¡Oh! ¡No has de regresar jamás! ¡Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca! (Acto V, Escena III).

 

Y de las buenas madres que al igual que la reina Herzeleide en la despedida de Parceval no pueden sobrevivir la muerte de su hijo, o se vuelven monjas en sus casas, o se vuelven desquiciadas:

 

Ella lo besó repetidamente y lo mandó hacia allí.

A ella le provocó la mayor pena en el corazón,

ya que no vio a su hijo por un muy largo tiempo.

Allí cayó a tierra la luminosa y clara mujer,

en donde sufrió una punzada de angustia,

hasta que sufrió la muerte por ella.

 

Pretendemos ser misericordiosos y no queremos revolver su dolor.

Por otra parte en las breves líneas ofrecidas queremos considerar el sufrimiento de los hijos que conocen sus padres y hermanos.

Así como los hijos descarriados lo hacen con sus padres, también ellos pueden causar una humillación imborrable y un pesado dolor en sus hijos. El chisme en boca de todo el mundo: su padre ha robado, ha asesinado, ha estado en prisión, o su madre ha sido abiertamente prostituta, ya con el látigo ha impulsado a muchos a transitar el camino del crimen, o a atravesar el mar, en donde luego en la soledad de la selva las aves habrían de chiflarles. Ese chisme en boca de todo el mundo es tan descorazonado e injusto, pero puede ser disculpado, ya que básicamente es sólo una advertencia sustentada en firmes bases científicas de que los padres continúan viviendo en sus hijos, o como dice el dicho popular:

 

Las urracas no engendran grajos.

Y también:

 

La manzana no cae lejos del árbol.

 

A los dolores atenuados, como el hábito de beber en el padre o en la madre, una ruptura matrimonial, excesos de toda clase, usura, cambio de colores políticos, hipocresía, servilismo, etc. quiero mencionarlos, pero no desarrollarlos.

Pero debo remarcar el terrible dolor que puede causar en el alma de un niño la muerte del padre o de la madre. Una relación más bella e íntima que la que tuve con mi madre no resulta posible ni pensable, constituye mi más noble y sublime recuerdo. Y aún así, sin dudarlo, daría de buena gana todas mis memorias a cambio de la ignorancia en ese aspecto. Después de diez años todavía sangra la herida y nunca habrá de cicatrizar, ¡jamás, jamás! Este dolor es, ante todo, aquello que me ha impulsado a escribir este ensayo: quisiera que ningún otro, sin ser nadie en particular, sienta sobre sí mismo una pena en el corazón tan grande. Primero hay que liberar del dolor a la humanidad, y luego conducirla a la paz de la muerte absoluta; esto quieren los auténticos filósofos con sus libros en la mano, y así también los héroes sabios con sus encendidas palabras e incluso con la espada en mano. Y eso ha de ocurrir porque debe ocurrir, porque yace en la vía de desarrollo necesaria para la humanidad.

Ya en lo anterior he hablado acerca del profundo horror con el cual un hermano o una hermana pueden golpear a sus hermanos, cuando mencioné a la joven muchacha que como consecuencia del robo de su hermano se escondía como una paloma tímida, o cómo era impulsada a través de las calles por el vendaval de la vergüenza, tal como si se tratase de las sombras del segundo círculo del infierno de Dante. Ahora quiero señalar las preocupaciones con las que los hermanos pueden cargar a un hombre. Uno debe ya haber sentido miedo por el porvenir de un ser querido para comprender los beneficios que yacen en la realización del ideal socialista. Precisamente mientras más tierno en el trato sea un hombre tanto más difícil será que, por ejemplo, suspire bajo el peso de hermanos desatendidos. En los estratos más bajos no se conoce ansiedad alguna por la suerte futura de los seres queridos porque incluso los niños en la más tierna edad ya son empleados en las labores más rústicas, de modo que se hallan completamente blindados cuando se independizan. Por otra parte, en los estratos superiores a menudo se hallan sostenidos sobre los hombros de un hermano muchas hermanas, que usualmente como consecuencia de una educación mal dirigida, o bien solamente poseen aquellos conocimientos que satisfacen sus pasatiempos, al embellecimiento de sus vidas en lo que respecta sólo a ciertas relaciones, o se encuentran en verdad bien formadas, pero entonces, o bien poseen un carácter tan orgulloso que colapsarían como damas de compañía, o podrían sentir que casi mueren de terror frente al mundo como gobernantes, telegrafistas, etc. Entonces en todos los casos al hermano, cuando quiere intervenir enérgicamente, le frena el brazo el pensamiento: “¡Si tú la impulsases al mundo, ella se iría derecho al fondo! ¡Sé misericordioso!” Y con una mirada velada sigue trabajando hasta que las uñas sangran, sólo a fin de que no ocurra ningún infortunio. Quizás albergue en su corazón el profundo anhelo de establecer un hogar con una persona amada, pero debe postergar ese asunto, de hecho, resignarlo ya que sus hermanas encuentran sustento en él, como si fueran una carga de plomo, y consumen todo lo que gana.

¡Cuántas más personas nobles habrían actuado en favor de la humanidad o cuánto más podrían haber hecho, si en el camino que conduce a ello hubiesen podido completar el tránsito por encima de campos de dobladas violetas familiares, si hubiesen tenido la fuerza para decir al igual que Cristo: “¿quién es mi padre, quién es mi madre, quiénes son mis hermanos?”! Por eso la familia también es un gran impedimento para la entrega total a la causa común.

Si arrojamos aquí los resultados, hemos de hallar que la entrega de los hijos al estado habría de quitarle a la humanidad una muy significativa, pero no determinable, suma de dolores. Se liberaría a los padres de:

 

1) las pequeñas preocupaciones durante el período escolar de los hijos,

2) las preocupaciones por el futuro de los hijos,

3) los cargos de conciencia por ingresos deshonestos,

4) la angustia por hijos holgazanes y libertinos,

5) el dolor causado por los malos hijos,

6) el tormento de tener que maldecir a los hijos,

7) lo penoso de los reclamos para consigo mismo y entre los progenitores,

8) la experiencia de Lear, o la ardiente conciencia de vivir demasiado tiempo según la perspectiva de los hijos.

9) el dolor por las enfermedades y la muerte de los buenos hijos.

 

Además, a los hijos se los liberaría de:

 

1) el dolor por los actos vergonzosos de los padres,

2) el dolor por la conducta indigna de los padres,

3) el dolor en el corazón por tediosos dolores corporales y sobre la tumba de los padres,

4) la vergüenza por hechos atroces de los hermanos,

5) las preocupaciones por los hermanos.

 

Además, habrían de desaparecer situaciones muy indignantes de la sociedad actual que pretendo mencionar brevemente.

¿Puede creer alguien que solamente en la nobleza existe una tradición familiar que está muy inflada? ¿Sólo los nobles poseen la fama previa para, como Schopenhauer dijo tan bellamente, poder pasearse como pavos reales luciéndose? Quien lo crea carece completamente de conocimiento del mundo. Con la excepción del proletariado, en todos los estratos reinan oscuras conciencias de rangos y de linajes familiares que son indeciblemente repulsivas. Entre los campesinos se destacan los propietarios de fincas respecto a los cabañeros y a los jornaleros, entre los artesanos los maestros se sienten seres superiores respecto al resto de los miembros del gremio, y en la burguesía se dice: “ya mi bisabuelo ha sido dueño de un comercio, o banquero, o fabricante, o superintendente, o general, o miembro del consejo del tribunal superior, etc.”

Si los niños no saben de quiénes descienden, cae de inmediato este soberbio desprecio por los demás, que emana de la tradición familiar y de los rangos exclusivos, que antes fueron necesarios, pero hoy resultan precisamente ridículos, puesto que ya no pueden ser justificados en modo alguno. Si fueseis los más nobles y laboriosos, o los más educados, entonces podríais despreciar a otros, vosotros, monos con una fama previa. Convertíos en hombres deseosos de una fama futura y luego, una vez alcanzada vuestra meta, en seres que desprecian la fama; ya que todo esto es la consecuencia de una ley natural (las leyes éticas y políticas son obviamente leyes naturales), que impone que los más laboriosos y verdaderamente más educados no han de despreciar a su prójimo y que quien es en verdad grande ha de despreciar toda fama posterior.

Pero, ¿qué se puede pensar acerca de los matices que una cierta posesión (a menudo se trata de unos miles de marcos de más o de menos) genera dentro de una casta? ¿qué hacer frente a la mala hierba de soberbia que crece a la luz de estos claros matices?

Una vez estuve en una fiesta infantil, y como siempre, me alegré de corazón por el feliz nacimiento de las pequeñas y amadas mariposas. Pero repentinamente escuché a una niña de aproximadamente siete años, rubia y con bucles, decir a una compañera de juegos: “Mi padre posee dos carruajes y cuatro caballos, pero tu padre sólo tiene un carro y dos caballos”. “Pero” le respondió la pequeña “sin embargo nosotros poseemos tres casas y vosotros solamente una”. Entre tanto había aparecido otra niña, y sin ningún reparo la pequeña rubia de bucles, orgullosa de sus carruajes, le dijo llena de atrevimiento: “¡Puaj! Tu padre no tiene carruajes ni casa propia. Vosotros debéis moveros a pie y vivís en casa alquilada”.

La pequeña judía, la increpada, estaba allí excepcionalmente avergonzada, e incluso no demoraron mucho en brotar grandes lágrimas de sus apesadumbrados ojitos.

¿En qué modo pudo ser sólo aquella vez que mi ánimo cambió, como si las luces hubiesen perdido su brillo, como si hubiesen arrojado agua a la brillante dicha que había en mi corazón, y como si en vez de nítidas cabecitas rubias, morenas y castañas hubiese visto muecas del diablo? Bien se veía la totalidad del padecimiento de nuestras relaciones sociales, que repentinamente se presentó a mi alma con todo su ardor en una doble refracción (los niños sólo expresan abiertamente aquello que han recogido de sus dignos padres).

Abandoné mi puesto de observador y me presenté entre las pequeñas. Alcé a la pequeña judía, la besé en la frente y le dije: “¡No llores, Rebeca! En esta vida hoy uno anda en un coche de cuatro caballos y mañana está mendigando, y viceversa. Aún puedes convertirte en una princesa. Si no me entiendes, deja que tu humilde padre te lo explique”. La dejé en tierra y me dirigí a las poseídas por el orgullo por sus carruajes y por el pequeño demonio de la soberbia. Si a Rebeca con pocas palabras claras le había señalado la herida siempre abierta de nuestro cuerpo social, con pocas palabras oraculares le señalé entonces a Ludmila la herida cicatrizada. Le tiré muy reciamente de las orejas y le dije: “Quizás cuando seas una jovencita ya no andes más en el carro de tu padre. Hoy en día los caballos solares de los tiempos galopan tremendamente rápido”.

En ese momento tomé mi sombrero y seguí mi marcha. ¿Qué más podría haber hecho en esa iluminada sala?

Aquí queremos remarcar que después de la institución del amor libre habrán de desaparecer estas marcas de vergüenza y, he de recordarlo, ha de resultar posible una entrega general en favor de lo común.

Y ahora enfoquemos la cuestión principal:

 

¿La institución del amor libre en verdad habría de destruir el majestuoso sentimiento de la paternidad?

 

¡De ningún modo! El amor paternal habría de encontrar su luminosa metamorfosis, libre de residuos, en el sencillo amor por los niños: este amor sería el amor paternal esclarecido e idealizado.

El ordinario amor paternal es amor por un niño determinado, el otro amor es amor por todos los niños. En el primero subyace el segundo, es decir, en el impuro y repugnante envoltorio del amor ciego y del amor propio más vanidoso, puesto que, como ya lo he mencionado, los padres se sitúan frente a sus hijos como si ellos estuviesen frente a un espejo que les devuelve la propia imagen. Cuando los padres miran a sus hijos, sonríen felices. Es la misma sonrisa con la que una mujer vanidosa, ebria de su propia imagen reflejada en el espejo, dice: “¡Eres hermosa, eres la más hermosa sobre la tierra!”, si bien es horrible como la noche. El amor ciego es la más repulsiva mezcla de ese amor propio con los excesos de los instintos paternales, que hoy son necesarios para el mantenimiento de la descendencia, pero en el estado ideal se tornarán obsoletos con la segunda generación.

A partir de todo esto observamos, además, que incluso desde la perspectiva estética el ingreso de los niños al estado ha de ser recomendado muy calurosamente. ¿Puede creer uno que una madre impunemente sostenga que su hijo horrible es bello? En definitiva, ella concluye que en verdad es más bello tener una nariz de papa que una griega, y con ese estropeado sentido de lo bello como medida ingresa entonces al entorno de este mundo.

Entonces cuando los niños sean entregados al estado en el mismo momento del nacimiento, o un poco después del mismo, (sé muy bien que a partir de esta frase habrá de llenar el espacio un chiste barato: pretende hacer del estado un establecimiento de cuidados de niños pequeños, un gran orfanato; ¿pero qué puedo hacer? Magna est vis veritatis et praevalebit) todos los niños habrán de ser nuestros niños y frente a ellos nos podremos reconocer con genialidad, es decir, hemos de sentir la más pura dicha estética, pues así ya no tendríamos interés en este o aquel niño determinado, sino que simplemente todos los niños serían interesantes para nosotros. Lo afirmo con osadía: el sentimiento que entonces habríamos de cultivar sería algo desproporcionadamente más puro y noble que nuestro simple amor ciego, que solamente posee una carta de nobleza porque dentro de sí encierra aquel sentimiento.

También aquí arribamos al mismo resultado que en el comunismo puro. En aquél el rico no debe renunciar a un disfrute usual, sino que el pobre toma asiento a su lado y disfruta de aquello que él ya disfruta. Así también ha de ocurrir en lo que respecta a los hijos: junto al padre podrá situarse un soltero y disfrutar de la alegría paterna, aún cuando no ha engendrado hijo alguno. Y del mismo modo en que para un noble rico ha de ser mucho mejor para su ánimo el saber que todos los hombres viven en un modo tan exquisito como el suyo (al mismo tiempo, su disfrute ha de tornarse esclarecido, o al menos, libre de espinas), el sentimiento del progenitor se verá aumentado: primero a través de la limpieza de todos los residuos del amor ciego, y luego mediante la conciencia de que todos los hombres pueden sentir el amor paternal.

¡Sí, sí! En verdad es así: el rojo “engendro de basura y fuego”, visto de cerca, es un claro y luminoso ángel con un dulce rostro y

 

Le habla ebrio a la lejanía,

como preso de una gran dicha futura.

 

Además: uno puede retorcerse y patalear, gritar y enfurecerse cuanto quiera, pero ha de permanecer como algo inconmoviblemente verdadero y siempre digno de admiración que el sabio y el noble, el bueno y el justo, con la ayuda de la razón y del más puro sentimiento, hayan de exigir exactamente lo mismo que los egoístas más toscos. Precisamente aquellos que muy de corazón aman a sus padres y a sus hermanos y precisamente aquellos padres que son buenos padres para sus hijos exigen que ya no haya más unos determinados padres, unos determinados hermanos y unos determinados hijos. Esto quiere decir que ellos solamente han sentido en un mayor grado las cualidades del amor paternal, del amor de hijo y del amor de hermano. El niño podrá ver a su padre en sus maestros, el joven podrá hacerlo en los sabios de la humanidad vivos y ya muertos, y los padres podrán reconocer a sus hijos en todos los niños, y no en estos determinados dos, tres o cuatro individuos.

Del mismo modo, los sabios y buenos, al igual que los pobres ambiciosos, exigen que todo el capital se reúna en las manos del estado y que el trabajo vivo sea regulado por el estado, y todo ello con el simple propósito de que su paz en el alma no se vea estorbada por el lamento de la humanidad, pero en esa concordancia de claras voces de arriba a abajo con rugientes y más cálidas voces de abajo a arriba está dada la certeza de que el comunismo y el amor libre, estos grandes y últimos ideales de la humanidad, a la corta o a la larga han de tornarse reales con todas sus consecuencias.

No quisiera cerrar esta exposición sin mencionar un posible reparo. Se podría afirmar que podrían tener lugar uniones antinaturales, como por ejemplo: matrimonios entre hermanos, si la procedencia de los niños no fuese conocida. A este reparo lo considero irrelevante, ya que en primer lugar el amor de hermanos usualmente porta un carácter de aversión, cuyo demónico rasgo salvaje se ve aplacado por la cotidianidad y la reflexión (lo coincidente se extiende solamente en el éter espiritual, en el torrente sanguíneo se retrae, mientras que se extiende lo conflictivo). En segundo lugar, la probabilidad de que hermanos pretendan casarse con la actual intensión de un incremento de mezcla entre los hombres casi parece desaparecer.